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Por mensaje de texto éramos la pareja perfecta; hasta que me vio en Instagram

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Sería una boda pequeña. Nada llamativo o extravagante. Quizás incluso hasta nos fugábamos para hacerlo.

Es cierto, sólo nos habíamos enviado mensajes de texto por 24 horas, pero estaba segura de que éste era ‘el correcto’.

Todo había comenzado en un evento aburrido pero lleno de celebridades en Beverly Hills, la noche anterior, con algunos otros amigos periodistas; toda la pompa y circunstancia, pero nada de sustancia. Uno de mis colegas -llamémosle Riley- estaba allí, al acecho de las estrellas y temiendo la posibilidad de no tener ningún artículo para entregar la mañana siguiente. Él siempre había coqueteado conmigo, pero también lo hacía con todas las mujeres que conocía de este lado de la alfombra roja.

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Durante la cena, me senté junto a Riley y le pedí su teléfono. Rápidamente le envié un mensaje con mi nombre apenas me lo dio. Mi teléfono vibró. “Oh, heeeyyy”, decía la pantalla.

Unos aburridos discursos más tarde y luego de que sirvieran el plato principal, Riley se levantó para inspeccionar quién estaba codeándose con quién. Yo devoré mi comida, algo que por lo general hago cuando tengo vía libre, y cuando caí en la cuenta de que Riley se había ausentado por un buen tiempo le envié un mensaje para preguntar si quería que guardara su comida en caso de que el camarero intentara levantarla.

“Sólo lo bueno”, bromeó.

“Es pollo”, le contesté.

“Ponlo en tu bolso”.

Muy bien… ahora empieza lo divertido. Riley coqueteaba conmigo un poco más de lo habitual esta noche. Incluso había puesto su mano en mi pierna con afecto en un momento dado. Así estuvimos por un rato y la cuestión se puso más pícara. Era gracioso y divertido. Sentí con certeza que podía salir con él.

Cuando el video terminó y nos dirigíamos a retirar nuestros coches, caminé junto con Riley y le dije riendo que podríamos dejar de enviarnos mensajes y comenzar a hablar ‘en la vida real’.

Riley se volvió hacia mí, totalmente confundido.“¿De qué hablas?”.

Le expliqué una vez más que simplemente podíamos dejar de lado las travesuras por mensaje de texto y flirtear en persona, ya que estábamos obviamente interesados uno en el otro. Nuevamente, se quedó sin habla y me miró con confusión y posible temor. Le di mi teléfono. Exploró los textos y alzó la vista para decirme que no había sido él. Mi rostro empalideció.

¿A quién había estado enviando mensajes? ¿Quién me respondía tan rápido? ¿Quién me llamaba ‘genio de las picardías’ de la nada, y bromeaba conmigo acerca de construir una casa en un árbol?

Riley estaba fuera de sí de la risa. Yo también reía porque, bueno, ¿qué otra cosa podía hacer?

Cuando me subí al auto, la hilaridad comenzó a desaparecer. ¿Quién en toda la faz de la Tierra podía estar tan dispuesto a enviarse textos tan cándidamente con una persona a quien nunca había visto, no tenía idea de su edad, género, ubicación, nada? Nada… No sabía nada de mí, ni yo de él.

Así que, naturalmente, pensé: esto fue todo. Estaba segura de que el redactor misterioso terminaría siendo mi esposo. Y teníamos el mejor relato de ‘cómo nos conocimos’ en la historia de la humanidad.

Cuando llegué a casa, envié un mensaje: “¿¿¿Quién eres???”, y le agregué emojis de caras ruborizadas para lograr expresar mi desazón. “Es Boris”, me respondió.

En este punto, estábamos en plena réplica de bromas. Todo continuó la mañana siguiente y también por la noche. Bromeamos acerca de los rusos, habló con seriedad de los ataques en París; me dijo que había cocinado su primer salmón (ajo, sal y pimienta para condimentar, en una sartén de hierro fundido, en la parte superior de la estufa durante dos minutos por cada lado. Luego al horno, con salsa de soja y un glaseado de azúcar morena), y eventualmente intercambiamos nuestros datos demográficos.

Yo: “32 años. Soltera. Blanca. Género femenino. Profesional”.

Él: “30 años. Soltero. Blanco. Género masculino. Me gustaría pensar que soy profesional. Sé cocinar”.

En mi mente, yo comenzaba a elegir mi vestido de novia. Quizás una boda campestre, con frascos en lugar de copas de vino, y veladoras colgando de las vigas.

Y entonces, ocurrió. Me pidió mi nombre en Instagram. Casi no dudé, porque hasta ahora todos los datos demográficos coincidían; es evidente que compartimos el sentido del humor y la de la humildad, así que, incluso si no luce como Ryan Gosling, estoy bastante segura de que al menos saldré con él una vez.

Intercambiamos la información de Instagram y rápidamente comenzamos a inspeccionarnos mutuamente. Él es lindo, fuerte, más bien alto, navega, tiene amigos que parecen divertidos. Estoy fuera de mí.

“Eres lindo”, le digo por mensaje de texto.

Nada.

Diez minutos después, aún nada.

Ahora también estoy fuera de mí, pero más bien del otro lado.

“Oh, Dios mío… Tú no crees que soy linda”, le digo.

“Eso es una suposición”, me dice unos minutos más tarde.

“No enviaste más mensajes. ¿Qué otra cosa podría asumir?”.

“No seas tan diva”, responde, y luego me dice que se va a acostar.

Y allí se fue mi casamiento soñado en Tailandia…

Intenté contactarlo al día siguiente. Nada. Siento que es importante señalar que soy atractiva. No soy Eva Mendes, pero estoy por encima del promedio, si es correcto decir eso de uno mismo. Le mostré su foto a algunos amigos para asegurarme de que yo estuviera bien para alguien así, y que él estuviera bien para mí. Lo estábamos, me dijeron todos.

Así que, no pude entender por qué nuestras bromas terminaron, por qué no quiso conocerme.

Quizás murió. Esto es algo que suelo pensar que les ocurre a los chicos que dejan de hablarme.

Pero mi mejor teoría -ya que vivo en Los Ángeles y he salido a citas durante siete años, sin nada de suerte- es que no era lo suficientemente atractiva. No era un 10. No era una modelo o una actriz con el pelo perfecto y la talla 0 de pantalones; que el sentido del humor en común y lo parecido de nuestras edades no fueron suficiente, y que él pensó que alguna modelo seguramente estaría esperando por él en su siguiente búsqueda en Tinder.

O quizás me equivoco. Quizás sí se ha muerto.

Si desea leer la nota en inglés haga clic aquí.

La autora es periodista independiente, reside en Los Ángeles y escribe para Vanity Fair, Mashable y Variety. Se la puede inspeccionar en Instagram, en @tiniv11.

L.A. Affairs narra la escena actual de citas en Los Ángeles y alrededores. Pagamos $300 por columna. Si tiene un

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