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Reportaje: “Producto de México” Primera parte de una serie de cuatro

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Un reportero y un fotógrafo de Los Angeles Times encontraron que miles de trabajadores de las grandes compañías agrícolas de México, que exportan sus productos para los consumidores en Estados Unidos, enfrentan duras condiciones de trabajo y explotación.

Los tomates, pimientos y pepinos llegan durante el año por toneladas, con etiquetas que dicen “Producto de México”.

Las exportaciones agrícolas de México a los Estados Unidos se han triplicado, llegando a la estratosférica cifra de 7 mil 600 millones de dólares durante la última década, enriqueciendo a los negocios agrícolas, a los distribuidores y a los vendedores minoristas.

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Los consumidores estadounidenses obtienen toda la salsa, las calabazas y los melones que se quieran comer a precios accesibles. Y las principales cadenas de Estados Unidos, como Wal-Mart, Whole Foods, Subway y Safeway, entre muchas otras, se benefician de los productos de los que han llegado a depender.

Estas corporaciones dicen que sus proveedores mexicanos se han comprometido a darles a los trabajadores un trato y condiciones de vida digna.

Pero una investigación de Los Angeles Times descubrió que para miles de trabajadores agrícolas del sur de la frontera, el auge en la exportación es una historia de explotación extrema.

Entre los descubrimientos de Los Angeles Times están:

  • Muchos trabajadores agrícolas están básicamente atrapados durante meses en campos infestados de ratas. A menudo sin camas y a veces sin baños que funcionen o sin un suministro confiable de agua.
  • Algunos mayordomos de los campos retienen ilegalmente los salarios de los trabajadores para impedirles que se vayan durante los periodos de cosecha.
  • Los jornaleros a menudo se quedan profundamente endeudados al pagar los precios inflados de los objetos básicos que se venden en las tiendas de la compañía. Algunos se ven en la necesidad de buscar algo que comer cuando les cortan su crédito. Para muchos trabajadores, es común regresar a sus casas sin dinero al final de una cosecha.
  • Aquellos trabajadores que buscan escaparse de sus deudas y de su condición de vida miserable, tienen que lidiar con los guardias, con las cercas con alambre de púas y, en ocasiones, con las amenazas de violencia de los supervisores del campo.
  • Las principales compañías estadounidenses han hecho muy poco por aplicar normas de responsabilidad social que exijan protecciones básicas para los trabajadores, como las prácticas de viviendas limpias y pagos justos.
  • En su mayoría, los trabajadores agrícolas son indígenas de las regiones más pobres de México, que son llevados en autobús, a través de cientos de millas, a los grandes complejos agrícolas, donde trabajan seis días a la semana por un pago equivalente de $8 a $12 dólares por día.

Los infames campos donde viven, son operados por los mismos negocios agrícolas que emplean técnicas avanzadas de cultivo y medidas sanitarias en sus campos e invernaderos.

El contraste entre la forma en que tratan a los productos agrícolas y la forma en que tratan a las personas es evidente.

En los invernaderos inmaculadamente limpios, a los trabajadores se les ordena usar desinfectante de manos y se les entrena en la forma en que deben tratar los productos agrícolas.

Los trabajadores deben mantener sus uñas cuidadosamente recortadas para que la fruta llegue sin golpes a los supermercados de Estados Unidos.

“Quieren que tengamos gran cuidado con los tomates, pero no cuidan de nosotros”, dijo Japolina Jaimez, un jornalero que trabaja en Rene Produce, un agricultor de tomates, pimientos y pepinos del estado de Sinaloa. “Mira cómo vivimos”.

Señala entonces a sus compañeros de trabajo y a sus hijos, que se estaban bañando en los canales de irrigación, porque las regaderas del campamento no tenían agua ese día.

En las mega-granjas que surten a las principales tiendas minoristas estadounidenses, el trabajo infantil en gran parte ha sido erradicado. Pero en muchas granjas pequeñas y medianas, los niños siguen trabajando en los campos recolectando chiles, tomatillos y otros productos agrícolas, algunos de los cuales llegan a los Estados Unidos a través de intermediarios. Alrededor de 100,000 niños menores de 14 años de edad trabajan en los cultivos de acuerdo al último cálculo del gobierno mexicano.

Durante la investigación de 18 meses de Los Angeles Times, un reportero y un fotógrafo viajaron a través de nueve estados mexicanos, observando las condiciones de los campamentos de trabajo agrícola y entrevistando a cientos de trabajadores.

De hecho, en la mitad de los 30 campos que visitaron, a los trabajadores se les impedía dejar los campos ya que sus salarios eran retenidos o debían dinero a la tienda de la compañía o ambos.

Algunos de los peores campos fueron vinculados con empresas que han sido alabadas por el gobierno y por grupos industriales. El presidente de México, Enrique Peña Nieto, presentó por lo menos a dos de esos campos con el título de honor de “exportador del año”.

Los Angeles Times siguió la pista de los productos desde los campos hasta los anaqueles de los supermercados de los Estados Unidos, utilizando los datos de exportación del gobierno mexicano, los informes de seguridad alimentaria de los auditores independientes, las encuestas de pesticidas de California que identifican el origen de los productos agrícolas importados y las numerosas entrevistas con los funcionarios de las compañías y expertos de la industria.

Como en las tiendas de raya

La práctica de la retención de los salarios, aunque está prohibida por la ley mexicana, persiste, especialmente para los trabajadores reclutados en las zonas indígenas, según dicen los funcionarios del gobierno y un informe del 2010 realizado por la Secretaria de Desarrollo Social del Gobierno de la Federación. Lea el documento aquí.

Estos jornaleros normalmente trabajan bajo contratos de tres meses y no se les paga hasta el final. La ley dice que se les debe pagar semanalmente.

Los Angeles Times visitó a cinco granjas exportación donde los salarios estaban siendo retenidos. Cada una empleaba a cientos de trabajadores.

Wal-Mart, la tienda minorista más grande del mundo, compró productos agrícolas directamente o a través de intermediarios de por lo menos tres de esas granjas, encontró Los Angeles Times.

Los jefes de uno de los mayores productores agrícolas de México, Bioparques de Occidente en el estado de Jalisco, no sólo retuvieron los salarios, sino que mantuvieron a cientos de trabajadores en los campos de trabajo en contra de su voluntad y golpearon a algunos de los que se trataron de escaparse, de acuerdo a informes de los trabajadores y de las autoridades mexicanas.

Al preguntarle sobre sus vínculos con Bioparques y otras granjas donde los trabajadores eran explotados, Wal-Mart publicó esta declaración:

“Nos preocupamos por los hombres y las mujeres de nuestra cadena de suministro y reconocemos que siguen existiendo desafíos en esta industria. Sabemos que el mundo es un lugar muy grande. Aunque nuestros estándares y auditorías hacen que las cosas sean mejores alrededor del mundo, sabemos que no descubriremos todas las ocasiones en donde las personas hagan cosas que están mal”.

En Rene Produce, en Sinaloa, Los Angeles Times observó a trabajadores hambrientos buscando restos de comida porque no tenían dinero suficiente para comprar comida en la tienda de la compañía.

El agricultor que exportó tomates con un valor de $55 millones de dólares en el 2014, abastece a supermercados de los Estados Unidos, incluyendo a Whole Foods, quien recientemente publicó anuncios de página completa en los periódicos, promoviendo su compromiso con la responsabilidad social.

Al pedirle un comentario, Whole Foods dijo que no esperaba comprar más productos agrícolas “directamente” de Rene, a quien describió como un proveedor menor.

“Tomamos los hallazgos que han compartido MUY seriamente, especialmente desde que Rene ha firmado nuestro acuerdo de responsabilidad social”, dijo en un comunicado Edmund LaMacchia, un vicepresidente global de compras de Whole Foods.

En septiembre, Rene Produce fue nombrado uno de los exportadores del año en México.

José Humberto García, el director operativo de la compañía, dijo que Rene Produce había consultado con expertos externos sobre las formas de mejorar el bienestar de los trabajadores. “Durante los recientes años, hemos tratado de mejorar las vidas de nuestros trabajadores”, dijo García. “Todavía hay espacio para mejorar. Siempre hay espacio para mejorar”.

Los ejecutivos de Triple H en Sinaloa, otro exportador del año y distribuidor de los principales supermercados de los Estados Unidos, dijeron que estaban sorprendidos al escuchar sobre las prácticas laborales abusivas de las granjas, incluyendo las de uno de sus proveedores, Agrícola San Emilio.

“Viola completamente nuestros principios”, dijo Heriberto Vlaminick, director general de Triple H.

Su hijo, Heriberto Vlaminick Jr. director comercial de la compañía, agregó: “Me parece increíble que las personas trabajen bajo estas condiciones”.

En el norte de México, los complejos agroindustriales se extienden a lo largo de millas a través de las llanuras costeras y de valles interiores, sus surcos blancos con vastas tiendas tipo invernaderos, pueden ser vistos desde el espacio.

La mitad de los tomates que son consumidos en los Estados Unidos provienen de México, en su mayoría del área de cercana a Culiacán, la capital de Sinaloa. Muchas granjas utilizan técnicas de cultivo europeas. Las paredes de las vides de tomate crecen 10 pies de altura y son cosechadas por jornaleros que se colocan zancos para poder alcanzarlas.

La Agrícola San Emilio tiene cultivos en 370 hectáreas de campos abiertos e invernaderos a 20 millas al oeste de Culiacán.

En una casa empacadora con techo de lámina, los tomates, los pimientos y los pepinos son puestos en cajas para su viaje hacia el norte, a los distribuidores de Wal-Mart, Olive Garden, Safeway, Subway y otras tiendas minoristas.

En el 2014, la compañía exportó más de 80 millones de libras de tomates, de acuerdo a la información del gobierno.

Cada invierno, 1,000 trabajadores llegan a San Emilio por autobús, con mochilas y cobijas, con la esperanza de ganar dinero suficiente para mantener a los miembros de su familia en casa. Algunos simplemente quieren poder comer.

Detrás de la empacadora se encuentra el principal campo de trabajo de la compañía, un conjunto de edificios de baja altura y construidos con bloques de hormigón o metal acanalado, donde viven aproximadamente 500 trabajadores.

Las estructuras tipo cobertizos están divididas en cuartos pequeños que albergan de cuatro a seis personas cada uno. Los pisos son de concreto. No hay camas u otro tipo de mobiliario, tampoco hay ventanas.

El día de trabajo empieza a las 3 a.m., cuando un tren de carga conocido como “La Bestia” pasa retumbando cerca del campamento empolvado, despertando a los habitantes. Los trabajadores toman un café, un panecillo y un pequeño altero de tortillas antes de dirigirse a los campos.

Cuando los periodistas de Los Angeles Times visitaron el campamento en el mes de marzo, Juan Ramírez de 22 años de edad, quien tiene un hijo pequeño en su casa en Veracruz, había estado trabajando en San Emilio por seis semanas y aún no le habían pagado.

Ramírez y otros trabajadores pasaban sus días recolectando, empacando y podando, o registrando las plantas en busca de gorgojos. Se alineaban para sus comidas diarias: un tazón de sopa de lentejas para el almuerzo y un tazón de sopa de lentejas para la cena.

Ramírez, que vestía una camiseta blanca manchada, platicaba con dos hombres jóvenes que acababan de llegar. Ellos se quejaban del hambre y de los constantes dolores de cabeza. Ramírez conocía la sensación. Él había perdido 20 libras desde que comenzó a trabajar en la granja.

“Llegamos aquí gordos y nos vamos flacos”, dijo Ramírez.

Ramírez y varios cientos de trabajadores reclutados por el mismo contratista laboral ganaban $8 dólares al día y a ese momento se les debía alrededor de $300 dólares a cada uno. Se les dijo que no se les iba a pagar hasta el final de su contrato de tres meses. Eso sería en seis semanas más.

Los trabajadores dijeron que se les había prometido un pago de $8 dólares diarios que se les entregaría cada dos semanas, pero que lo recibieron sólo de forma esporádica.

El renunciar en ese momento significaba renunciar a los salarios que habían ganado. La cerca de alambre de púas que rodeaba el campo era un impedimento más. Los propietarios de la granja dicen que las cercas son para mantener afuera a los ladrones y a los traficantes de drogas. También tienen otro propósito: el desalentar a los trabajadores de abandonar el campo antes de que la cosecha se haya recolectado y que hayan pagado sus deudas a la tienda de la compañía.

Aunque los trabajadores de San Emilio se saltaran la cerca, no serían capaces de pagar su viaja a Culiacán, mucho menos pagar $100 dólares para comprar su boleto de autobús de regreso a casa.

Juan Hernández, una padre de cinco hijos y originario de Veracruz, estaba preocupado por su esposa, quien había resultado herida en una accidente en su casa. “Quiero ir”, dijo Hernández.

Hernández dormía encima de cajas de empaque rellenas con cartón. Una maleta funcionaba como mesa de comedor.

En otro edificio, Jacinto Santiago colgaba un trozo de cartón en el marco abierto de la puerta de su habitación, la cual compartía con su hijo, su hija y su yerno.

Santiago dijo que de alguna forma, él estaría mejor en su casa, en el estado de San Luis Potosí. Ahí, tenía una casa con techo de paja, con ventanas y una gallina que ponía huevos.

Santiago, al igual que los otros jornaleros, dijo que a él le habían prometido que podría enviar dinero a su casa. Su familia seguía esperando, porque todavía no le habían pagado. “Mi familia no es la única que sufre. Cualquier persona que tenga familia en casa sufre”, dijo.

Efraín Hernández, de 18 años de edad, dijo que los reclutadores le dijeron que sus salarios le serían retenidos para que no lo robaran: “Dijeron que era para mi propio bien”.

Afuera de uno de los edificios, un grupo de hombres se reunió bajo una luz tenue. Se estaba acercando el toque de queda de las 9 p.m., cuando la pesada puerta de metal del campamento se cerró y los trabajadores se retiraron a sus habitaciones.

Sus voces hacían eco a través del recinto mientras intercambiaban historias sobre las condiciones de varios campos. A través de México existen por lo menos 200 campos, solamente en Sinaloa existen 120.

Pedro Hernández, de 51 años de edad, se quejaba de que a diferencia de otros campos, San Emilio no les ofrecía camas ni cobijas. Aunque por otra parte, había menos ratas, dijo Hernández.

La conversación atrajo a una supervisora del campamento, quien se sorprendió al ver a un reportero y a un fotógrafo.

“Cuando las personas de Wal-Mart vienen, nos dejan saber por adelantado”, dijo la supervisora.

La supervisora acompañó a los periodistas a la salida, los jornaleros regresaron a sus habitaciones y la puerta se cerró.

El camino a los campos de labor, como el de San Emilio, comienza en las regiones indígenas del centro y sur de México, donde los sonsonetes publicitarios se escuchan sin cesar en la radio, saliendo de los altavoces apostados en los escaparates.

“Atención. Atención. Estamos buscando 400 campesinos para la pizca de tomates”.
“Ganarás 100 pesos por día, tres comidas gratuitas al día y horas extras”.
“¡Vámonos a trabajar!”

En una cálida mañana de enero de este año, decenas de indígenas descendieron de los pueblitos llenos de chozas hechas de barro en las escarpadas montañas de la región Huasteca en busca de trabajo. Los hombres de origen náhuatl llevaban encima sus machetes enfundados. Las mujeres acunaban a niños en sus brazos. Los hombres jóvenes acarreaban sobre sus hombros mochilas retacadas con la ropa que usarían los próximos meses.

Los trabajadores se acercaron a un grupo de reclutadores que se reunieron afuera de una estación de gasolina en la ciudad de Huejutla de Reyes, 130 millas al norte de la ciudad de México.

Entre los que ofrecían puestos de trabajo en las granjas distantes estaba Luis García, de 37 años.
García, un hombre fornido, también de origen náhuatl con dientes con borde de plata, que de ser pizcador cuando niño, había llegado a ser capataz del campo y luego contratista de mano de obra para Agrícola San Emilio. Vivía justo a las afueras de la ciudad, en una casa en la colina; era conocido por los lugareños como “Don Luis”.

“Tenemos que tratarlos bien, o los gringos no tienen sus tomates”.

Los contratistas de mano de obra son actores clave en la economía agrícola, el vínculo entre las granjas de exportación en el norte y los campesinos de la Huasteca y otras regiones empobrecidas. Aproximadamente 150,000 hacen la peregrinación cada temporada de cosecha.

Los contratistas, quienes trabajan para la agroindustria, transportan a los trabajadores ida y vuelta hacia las granjas. Frecuentemente, también supervisan los campamentos y distribuyen los salarios de los trabajadores.

Muchos contratistas abusan de su poder, según los inspectores federales y líderes indígenas. Además, mienten sobre los salarios y las condiciones de vida en los campamentos. Bajo la presión de los productores, se niegan a veces a llevar a los trabajadores a sus casas, incluso cuando sus contratos han terminado, si todavía faltan vegetales por recoger.

A principios de este año, 25 campesinos caminaron 30 millas a través de un desierto de Baja California cuando un contratista los dejó en el camino, lejos de su destino.

En la gasolinera en Huejutla de Reyes, los trabajadores escuchaban con recelo al reclutador, de quien se decía que representaba a un contratista buscado por cargos de tráfico humanos. Otro decían que trabajaba para un contratista conocido por robo salarial y otros abusos.

El mismo García tuvo su propia controversia hace varios años, cuando decenas de personas lo acusaron de mantenerlos cautivos y abusar de ellos en un campo de cultivo de cebolla en Chihuahua.
“Dijeron que golpeaba a la gente. Mentiras, todas son mentiras”, dijo García muy enojado. “Yo no estaría aquí hoy hablando si fuera cierto, ¿verdad?”

Él se presento a sí mismo como un reformista que quería crear una asociación comercial para establecer normas y expulsar a los contratistas inescrupulosos.
Pero no vio ninguna necesidad de hacer más por los trabajadores. “Entre más protegidos están, menos trabajan”, dijo.

Mientras él hablaba, los reclutadores intentaban rebasarse uno al otro para conseguir trabajadores, resaltando sus ofertas de pagar por el viaje de dos días en autobús hacia Sinaloa.

García ganó la competencia de la jornada. Con su suave tono barítono, persuadió a unas 40 personas a subir a su autobús.

García leyó en voz alta su contrato a los trabajadores, incluyendo la provisión de que no recibirían su salario sino hasta el final de su contrato de tres meses. Posteriormente, reconoció que la ley federal requiere que los pagos sean semanales, pero dijo que había otras cuestiones a considerar.

“Pagarles cada semana es un problema porque causa muchas situaciones con el alcohol, las drogas y la violencia”, dijo García. “La gente huasteca es peleonera cuando está borracha”.

Orgulloso de su éxito en un negocio despiadado, García se presentó como el producto de un sistema de trabajo en el campo en el cual los jefes reales son compañías de Estados Unidos.

“Los gringos son los que ponen el dinero y hacen las reglas”, dijo.

Las empresas estadounidenses vinculadas a Agrícola San Emilio a través de distribuidores, tienen un montón de reglas, que sirven principalmente para proteger a los consumidores estadounidenses, no a los peones mexicanos.

Estrictas leyes regulan la seguridad y limpieza de las frutas y verduras de importación. Para cumplir con esas normas, minoristas y distribuidores envían inspectores a México para examinar los campos, invernaderos y plantas empacadoras.

Las empresas dicen que también están comprometidos con el bienestar de los trabajadores y citan sus pautas éticas de abastecimiento. Los minoristas promocionan cada vez más la idea de que los alimentos que venden no sólo son sabrosos y saludables, sino que además fueron producidos sin explotar a los trabajadores.

Pero en muchas grandes empresas, la aplicación de esas normas va de débil a inexistente y a menudo depende de los productores mexicanos para que se monitoreen, encontró El Times.

En algunos países de bajos salarios, los minoristas de Estados Unidos dependen de auditores independientes para verificar que los proveedores de prendas de vestir, calzado y otras industrias cumplan con los lineamientos de responsabilidad social.

En su mayor parte, eso no ha sucedido con la mano de obra agrícola mexicana. Las empresas norteamericanas no han hecho de la supervisión una prioridad porque no han sido presionadas para hacerlo. Hay poca conciencia pública de las duras condiciones en los campos de trabajo.

Muchas de estas granjas se encuentran en áreas desgarradas por la violencia del narcotráfico, que ha desalentado la cobertura de los medios de comunicación y visitas de grupos de derechos humanos y los investigadores académicos.

Al pedírsele que opinara sobre las condiciones en Agrícola San Emilio, Subway dijo en un comunicado: “Utilizaremos esta oportunidad para reforzar nuestro código de conducta con nuestros proveedores”. El código dice que los proveedores deben garantizar que los trabajadores “sean adecuadamente compensados y no sean explotados en modo alguno”.
Safeway dijo: “tomamos todos los reclamos respecto a las condiciones de los trabajadores muy en serio y estamos investigando cada uno de los puntos que señalan”.
En su código de conducta del proveedor, Safeway dice que los proveedores deben ofrecer un “ambiente de trabajo seguro y saludable” y que “no tolerará cualquier desviación de las normas”. Se espera de los proveedores que “vigilen su propio cumplimiento”, dice el código.
Wal-Mart intentó distanciarse de Agrícola San Emilio, diciendo en un comunicado: “nuestros registros indican que no aceptamos productos actualmente de este proveedor”.
Se le preguntó si había recibido producto de la granja en el pasado, pero Wal-Mart reiteró su declaración.
Los ejecutivos de Agrícola San Emilio y dos firmas que han distribuido sus productos — Triple H de Culiacán y Andrew & Williamson de San Diego, dijeron que Wal-Mart recibió envíos de la granja mexicana este año.

John Farrington, oficial operativo en jefe en Andrew & Williamson, dijo que su compañía ha enviado tomates de San Emilio a Wal- Mart, y que los inspectores de la misma Wal-Mart habían ido a la granja.

Mari Cabanillas, una supervisora auxiliar de campo en Agrícola San Emilio, dijo que los inspectores de Wal-Mart les visitaron con regularidad, recomendando limpiezas y capas nuevas de pintura.

“Ellos trataron de mejorar las condiciones de aquí”, dijo. “Son muy estrictos”.

En cuanto a las prácticas de pago de Agrícola San Emilio, Daniel Beltrán, director de la empresa y asesor legal, dijo que los jornaleros de la región Huasteca y cuyos salarios fueron retenidos hasta el final de sus contratos de tres meses, había accedido a ese arreglo. Dijo que podrían optar por un pago semanal, como lo hacían otros trabajadores.

Una docena de trabajadores, sin embargo, dijeron en entrevistas no haber tenido opción en cuanto a la forma de pago.

El retener el pago de los trabajadores es ilegal aún en el caso de que ellos lo hubieran aceptado, de acuerdo a la Ley federal del trabajo de México, establecieron dos abogados laborales y un oficial de la Secretaria del Trabajo de alto rango.

En relación a las condiciones de vida, Beltrán dijo que la compañía dejó de proveer camas porque los trabajadores las desmantelaban para obtener leña. “Los jornaleros son de regiones donde a la gente le es común dormir en el suelo”.

Luego embistió en contra de los trabajadores que decían recibir poca comida,” para algunos aunque les des pollo o res todos los días, de todas maneras quieren diferente menú” y añadió que los trabajadores podrían suplementar las raciones que la compañía les ofrece comprando comida a los vendedores.

Una firma de E.E. U.U. que ha distribuido productos de la Agrícola San Emilio dice que sus representantes han inspeccionados los campos y los lugares de empaque en la granja, pero no los campamentos de trabajo.

“El gobierno mexicano debiera ser la primera línea de protección para los trabajadores mexicanos”, declaró Dan Mandel, presidente de SunFed, un distribuidor de supermercados en todo el territorio estadounidense, basado en Arizona.

El cumplimiento de las leyes laborales mexicanas en Sinaloa es débil. Un oficial estatal insistía incorrectamente, que el retener los sueldos hasta el final del contrato era legal.

A los inspectores federales de trabajo les queda claro lo que dice la ley pero se declaran impotentes para ir contra los cultivadores que tienen mucho dinero, los cuales pueden estancar el cumplimiento de las leyes con un sinfín de apelaciones.

“Nomás se ríen de nosotros”, declaró Armando Guzmán, un alto oficial de la Secretaria del Trabajo, se burlan de la autoridad y de la ley”.

Agrícola San Emilio no es un caso aislado. Las duras condiciones persisten en muchos campos.

En Agrícola Rita Rosario, un exportador de pepino cerca de Culiacán, los trabajadores dijeron que no habían recibido pago en semanas. Hace un año, cuando los periodistas de The Times les visitaron, algunos estaban empeñando sus pertenencias para pagar los pañales y comida de sus hijos. Los trabajadores dijeron que los directivos habían amenazado con sacarles sus pertenencias a la calle si persistían en la exigencia de sus salarios.

“No tenemos donde ir. Estamos atrapados”, dijo un hombre de 43 años de edad, mirando a su alrededor nerviosamente.

Rita Rosario, bajo una nueva administración, este año comenzó a pagar a los trabajadores sus salarios atrasados, antes de suspender las operaciones, según un distribuidor estadounidense que hizo negocios con la granja.

Los trabajadores de Agrícola Santa Teresa, una granja de exportación cercana, los domingos estaban haciendo trabajos fuera del campamento para ganar dinero porque sus salarios habían sido retenidos.

El productor de tomate suministra a distribuidores estadounidenses cuyos clientes incluyen la cadena de supermercados Albertsons y el Distrito Escolar Unificado de Los Ángeles (LAUSD, por sus siglas en inglés).

Enrique López, director de Santa Teresa, reconoció que los trabajadores no habían recibido sus ganancias pero dijo que no era culpa de la empresa. Santa Teresa les paga por depósito bancario electrónico cada semana, dijo.

López dijo que sospechaba que los trabajadores entregaron sus tarjetas de cajero automático al contratista que los reclutó, una práctica que dijo que era habitual para los trabajadores de las regiones indígenas.

“Ese es el acuerdo que tienen”, dijo López. “No podemos controlar esa situación”.

Una portavoz de LAUSD, Ellen Morgan, dijo que el distrito requiere que los proveedores inspeccionen las granjas a las que les compran sus productos, principalmente para garantizar la seguridad de los productos alimenticios. Dijo que el distrito estaba formulando una nueva política de contratación que probablemente abordará también las condiciones laborales.
Albertsons se negó a comentar.

En Agrícola El Porvenir, también cerca de Culiacán, a los trabajadores se les requirió desinfectar sus manos antes de recoger los pepinos. Sin embargo, solo les dieron dos pedazos de papel higiénico para utilizar en las letrinas.

En el Campo San José, donde muchos de ellos vivían, los trabajadores dijeron que las ratas y gatos callejeros tenían invadidas sus hacinadas viviendas y se alimentaban de sus sobras de comida.
Los obreros y sus familias se bañaban en un canal de riego porque el agua se había agotado en las duchas. En marzo, una serpiente fue avistada en el canal, provocando el pánico.

Carmen García salió de la fétida vía pluvial después de lavar a su nieto, de un año de edad. Su piel estaba cubierta de ampollas que ella culpó a las picaduras de insectos.

“Le da comezón constantemente”, dijo García. “Quiero hacerle una prueba de sangre, pero no puedo ir a un médico”.

El asesor legal de Agrícola El Porvenir, Eric Gerardo, dijo que la empresa renta Campo San José de otro agro negocio para aliviar el sobre flujo cuando se llenan sus propios campos. Fracasaron los esfuerzos para localizar al dueño del otro negocio.

“No invertimos en ella porque no es nuestra”, dijo Gerardo.

A veinte millas de distancia, en Campo Isabelita, operado por la agroindustria Nueva Yamal, las familias usan cubos o baldes en su habitación para hacer sus necesidades fisiológicas porque, dijeron, los baños estaban muy sucios y carecían de agua.

Los hombres defecaban en un campo de maíz. Se podía ver a los trabajadores bañándose en un canal de riego; decían que las regaderas del campamento no tenían agua.

Charles Ciruli, un copropietario de Ciruli Bros., con base en Arizona y que distribuye los tomates de Nueva Yamal, visitó el campamento después de que The Times le comunicó las condiciones que allí prevalecían.

A través de un abogado, dijo que los baños “no cumplían con las normas de Ciruli” y que se han hecho reparaciones como “restituir el agua corriente”. El abogado, Stanley G. Feldman, dijo en una carta que las regaderas y baños de las mujeres estaban “totalmente funcionando”, con un asistente pagado.

Al preguntársele por qué los trabajadores se estaban aseando en el canal de riego, Feldman escribió: “Ciruli no puede explicar esto con certeza, pero se le dijo que puede ser una práctica cultural entre algunos trabajadores”.

Añadió: “Ciruli consultará con el trabajador social en la granja y el médico para determinar si una campaña de educación del trabajador puede ser apropiada en este caso”.

En junio de 2013, Bioparques se encontró bajo la lupa del gobierno. Tres trabajadores en uno de los campos de trabajo de la empresa se escaparon y se quejaron ante las autoridades acerca de las condiciones miserables de trabajo.

La policía mexicana, soldados e inspectores laborales allanaron el campamento y encontraron 275 personas atrapadas dentro. Docenas de ellas estaban desnutridas, incluyendo a 24 niños, dijeron las autoridades.

La gente estaba desesperada, pero al menos en el campamento había duchas y estufas, dijo el trabajador Gerardo González Hernández.

“A decir verdad, Bioparques era un poco mejor que otros campos de trabajo a los que he ido”, dijo Gonzalez, de 18 años de edad, en una entrevista en su casa en las montañas al norte de la ciudad de México.

“Por eso no me quejé. He visto cosas mucho peores”.

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