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“La esperanza es el sueño de los que están despiertos”

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Recorre el mundo un sentimiento de desesperanza, de miedo severo al presente y al futuro. De fatiga crónica de las expectativas e ilusiones preconcebidas por las tradicionales matrices religiosas, culturales, políticas y económicas, que han dado forma al marco de referencia dentro del cual entendemos el significado y el funcionamiento de nuestra existencia.

Más allá de matices determinados por realidades étnicas, geográficas, religiosas o político-sociales muy concretas, lo común en la anatomía de ese sentimiento que recorre el mundo es la sensación de que los acontecimientos globales están siendo dominados por la perversidad. Muchos tenemos, por ejemplo, la sospecha de que la llamada guerra contra el terrorismo resulta potencialmente ser más peligrosa que el terrorismo reconocido propiamente como tal y la convicción de que , tal como dicha guerra se ha venido practicando, lo que está logrando en realidad es incrementar y acelerar la espiral de la violencia.

Absolutamente aterrador fue, en el nombre de la seguridad y de la guerra contra el terrorismo, el bombardeo reciente durante 30 minutos del hospital de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Kunduz Afganistán, en el que 12 miembros de su personal y diez pacientes, entre ellos tres niños, perdieron la vida. Estados Unidos dijo que el ataque “fue un error” cuando trataba de alcanzar a insurgentes talibanes, mientras el presidente Obama se disculpó por lo ocurrido y su gobierno ofrecería más tarde una compensación económica para las víctimas del bombardeo, sobre el que MSF sigue manifestando dudas de que se haya tratado de sólo un error.

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No digo que el sentimiento de desesperanza y miedo que recorre el mundo ante niveles escandalosos de lo que algunos llaman “pornografía de la violencia” y ante la precariedad laboral, de respeto a los derechos humanos; de educación, salud, libertad de expresión y garantías individuales, sea el resultado de un proceso de concientización generalizado ante la fraudulenta globalización carente de principios éticos universales que pretende imponerse en casi todos los rincones del planeta, pero sí un síntoma inequívoco de malestar por el sometimiento de la civilización, del trabajo, de los recursos humanos, de los recursos naturales, del arte, de la metafísica, de la filosofía, de la educación, de la cultura, del entretenimiento, del periodismo, de la educación, de la universalidad de los derechos humanos y de un largo etc., a los intereses mezquinos de la mercadocracia corporativista neoliberal.

¿Mercadocracia corporativista neoliberal? Sí, esa realidad en la que estamos sumergidos, contraria al significado profundo de lo que debiera ser la democracia. Realidad conformada por una telaraña minoritaria con excesivo dominio económico nacional y global que termina secuestrando el poder para ejercerlo por encima de las instituciones de los Estados, entendiendo por neoliberalismo, en pocas palabras, el adelgazamiento obsesivo del Estado hasta niveles de anorexia y el robustecimiento también obsesivo del mercado desregulado hasta niveles enfermizos de obesidad, para controlar y devorar así todo lo que pueda traducirse en beneficio económico corporativo, en rentabilidad o ganancia. Incluyendo para ese fin el uso de ejércitos, de propaganda bélica y de la guerra misma si es necesario, sin importar mucho que digamos las devastadoras consecuencias que esto pueda tener contra la paz , contra la naturaleza y contra las personas.

Estamos viviendo entre los impactos y los efectos de una globalización deshumanizante y deshumanizada que se muere de riza ante lo dicho por el zorro a el principito en el maravilloso libro del francés Antoine de Saint- Exupéry: “Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Compran cosas hechas a los mercaderes. Pero como no existen mercaderes de amigos, los hombres ya no tienen amigos (…) he aquí mi secreto, es muy simple: sólo con el corazón se puede ver bien. Lo esencial es invisible para los ojos”.

Pero abrimos los ojos y el panorama es francamente deprimente. Sólo unos ejemplos a bote pronto: militarización de policías en ciudades donde el aspecto y el color de piel vuelven a resultar fuertemente sospechosos, el aumento de tiroteos masivos y fatales cada vez más frecuentes en escuelas y colegios, instalación de cámaras de vigilancia en casi todas partes, ladrones y pedófilos acechando en internet a sus desprevenidas víctimas, deforestación, cambio climático, contaminación del agua y de los mantos friáticos como consecuencia de la técnica de fractura hidráulica también conocida como “fracking” para la extracción de gas y petróleo del subsuelo, hipocresía y fracaso de la mal llamada guerra contra las drogas sin que se haga mucho contra instituciones bancarias que incluyendo a Europa y a Estados Unidos lavan cifras monumentales de dinero de origen criminal, corrupción e impunidad inconmensurables, tráfico de personas, esclavitud moderna, explotación infantil, secuestros, desapariciones forzadas, crueldad contra los animales y otro largo y lacerante etcétera.

Como el propósito de mi reflexión no es deprimirles ni deprimirme con ustedes, retomo y comparto el mandato ético que dice: “No basta con interpretar el mundo, es preciso transformarlo”.

Aunque para transformar al mundo debemos primero representarlo como nuestro, algo que políticamente, sólo nos lo proporciona la noción genuina de la democracia y de ninguna forma la de la mercadocracia que nos reduce a ser unidades de consumo, expulsándonos en la práctica de la órbita de las decisiones. Es decir, para representar al mundo como nuestro, se requiere dejar de ser objetos para convertirnos en sujetos.

¿Hay esperanza? Sí, pero “la esperanza es el sueño de los que estás despiertos”.

Los dormidos no pueden percatarse del triunfo momentáneo de los psicópatas que se oponen ferozmente al bien común y cuya paranoia les hace calificar a quienes les contradicen de “populistas, trasnochados, comunistas, colectivistas o anacrónicos”, entre muchos otros calificativos. Psicópatas que se han apropiado del lenguaje o la retórica de la democracia para destruir la democracia. Por eso muchos hablan en el mundo de la apremiante necesidad de “democratizar la democracia”. Tarea indispensable para combatir ese sentimiento de desesperanza, de miedo severo al presente y al futuro que recorre el mundo.

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