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Migrantes deportados llegan a México frustrados, tristes, pero con el sueño de regresar

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Cada martes arriba un vuelo procedente de Texas con 130 connacionales repatriados que dejaron en el vecino país un motivo para cruzar de nuevo la frontera: familia, negocios y estudios.

Leobardo Ávila García es cocinero en un casino de Dolan Springs, Arizona. También tiene una pequeña empresa de ollas llamada Princess House, un condominio de 80 mil dólares que lleva pagado a la mitad y un acre de terreno que compró en 12 mil dólares para el cultivo de nopales. Tiene dos hijos y una esposa a la que le enseñó a leer y a escribir en español.

Tiene todo eso. Aunque, en realidad, no tiene nada. Después de 15 años de trabajar sin descanso -en su tiempo libre buscaba otros empleos- y sin obtener la residencia estadounidense, el paisano fue expulsado del sueño americano con nada más que 150 dólares, un celular, un reloj blanco, una identificación y cuatro llaves en la bolsa.

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Es la Terminal 2 del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, puerta 52, llegadas internacionales, un lugar pulcro y frío, como sala de hospital, al que cada martes arriba a las 11:20 horas un vuelo con unos 130 mexicanos esposados y sin agujetas.

De los 2 millones 629 mil 32 connacionales deportados desde 2009, cuando Obama llegó a la Presidencia de EU, a la fecha, 36 mil 388 han sido deportados vía aérea como parte del Procedimiento de Repatriación al Interior de México.

Dicho acuerdo establece que la Agencia de Control de Inmigración y Aduanas de EU se encargará del transporte aéreo de los repatriados a la Ciudad de México, y el Instituto Nacional de Migración cubrirá el costo del transporte terrestre de los connacionales hasta su lugar de origen.

Uno de ellos está ahogado en llanto.

“Mi hermanita”, le dice Leobardo a la joven que lo aprieta del cuello como si este reencuentro en realidad fuera una pesadilla. Cuando se repone, el migrante dice que su sueño es regresar de nuevo a Estados Unidos, pero que lo ve muy difícil.

“Mi esposa va a venir para acá, yo creo”, dice, sin agujetas y aún sobándose las muñecas.

Apenas llegan al aeropuerto mexicano, los agentes migratorios entregan a los paisanos las cosas que portaban cuando fueron detenidos y un “kit del migrante”: un morral, un sándwich, una botella de agua, una barra de trigo, un chocolate, un jugo, una manzana, una constancia de repatriación, una tarjeta telefónica de 50 pesos, un gel antibacterial, unos Pingüinos Marinela, una guía para conseguir empleo y un boleto de autobús para quienes van fuera de la Ciudad de México.

Luis Fernando Pérez Azcárraga, encargado del programa del lado mexicano, explica que a los deportados por avión se les elige por su perfil, su lugar de origen y sus antecedentes.

Considera los vuelos en avión como un beneficio, aunque Leobardo sospecha que es sólo un pretexto para alejar a los mexicanos de la frontera. La última vez que cruzó a Estados Unidos fue en 2001. Antes lo habían deportado y lo sacaron por Ciudad Juárez. Al día siguiente ya estaba de nuevo del otro lado. Ahora dice que no hizo nada, pero lo deportaron junto con ex presidiarios.

Una vez que la autoridad migratoria estadounidense dictamina la deportación, los mexicanos son llevados de un condado a otro, durante dos meses, hasta El Paso, Texas, donde por fin el vuelo se concreta.

Desorientados

Aunque los connacionales proceden del vecino país del norte, el letrero en la sala de espera indica “Vuelos provenientes del Caribe, Centro y Sudamérica”, como una prueba de que el sueño a veces desemboca en otra parte, en una familia desconocida.

“Tendrá como unos 22 años y se lo llevaron hace como 20”, dice Hortensia, quien junto con su hija y su yerno esperan en el AICM a su sobrino político.

“La verdad ya no sabíamos ni cómo es. Yo lo ubico más o menos por las señas que nos dan: que es alto y delgado y que se llama Óscar”, cuenta.

La salida de la sala de los 130 mexicanos dura unas dos horas. Influyen un tedioso procedimiento de pase de lista, de chequeo médico y de entrega del kit del migrante. Una vez liberados, los migrantes no saben a dónde ir: o no encuentran a sus familiares o no saben cómo marcar por teléfono o esperan a algún amigo que han hecho en el camino.

Los repatriados muestran que no todos los regresos son felices, que en algunos casos da coraje, como en el de Axel Sarabia, de 22 años, quien dice que si lo iban a deportar al menos lo hubieran mandado a Baja California Sur, donde había vivido, pero lo trajeron hasta la Ciudad de México, donde nadie vino a esperarlo.

Sarabia piensa que todas estas deportaciones se deben al escándalo que está causando Donald Trump. El candidato republicano también ha provocado, considera, que haya subido de 3 mil o 3 mil 500 dólares a 10 mil el costo de los coyotes, pero que esto es momentáneo, que no pasará nada.

“No gana ese güey. Es como todos (los políticos), igual que aquí. Y de todos modos ¿de qué sirve? Gane quien gane es la misma mierda, sea aquí, sea allá. Ahí está el Obama”.

Otros llegan sonrientes, pero la emoción les dura poco, hasta que caen en cuenta de que están en México.

“Digan ‘Hi’. Smile to the camera”, les grita David Santillán, que se les ha adelantado y bromea.

Santillán reparaba el aire acondicionado y pintaba hoteles. Andaba tomando en la calle cuando lo agarraron. Es la primera vez que viene a México después de ocho años. Allá dejó a su hija, a su mujer, su carro.

“Tengo esperanza en regresar”, dice el mexiquense. Pero su esperanza parece fingida.

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