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¿Por qué no salió la gente a marchar en L.A.?

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Con su mano derecha, José Ávila se apoyaba en su bastón. Caminaba de forma parsimoniosa, del oeste hacia el centro de la ciudad, sobre el bulevar Olympic, recorrido que lo empujó a pasar frente a la concentración de la marcha por el Día Internacional del Trabajo.

“Vengo de la [calle] Alvarado”, aclaró al cruzar la calle Hope, mientras su voz se volvía poco audible por el repiteo de las máquinas de construcción en plena ebullición. Por momentos aceleraba el paso, pero él advertía: “¿Usted cree que yo voy a estar bueno y sano?”.

Este inmigrante, de 72 años de edad, luce el pelo cano. En un lenguaje dicharachero y con una memoria a prueba de balas, se excusó en la salud para no participar en la marcha. “Solo el que está enfermo sabe lo que se siente”, manifestó el oriundo de Michoacán, México.

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Ávila llegó a California en 1962. Entonces era un muchacho de apenas 16 años de edad. Su juventud y su vitalidad lo llevó a los estados de Nueva York, Connecticut, New Hampshire, Massachusetts, Nueva Jersey, Alabama, Kentucky, Lousiana y Maine.

“Aquí caí la primera vez, pero me enfadé”, contó el inmigrante que se movió del Estado Dorado porque le ofrecieron los mismos empleos y los salarios eran mejores. “Trabajé en el campo, en panaderías y en restaurantes”, detalló.

¿Por qué cree que la gente no salió a marchar? Se le preguntó. “Es que casi todo es inútil”, respondió, argumentando que la administración de Donald Trump ha sacado su poderío y para los inmigrantes representa una tormenta que es capaz de naufragar sus vidas.

“Ellos tienen sus defensas, [dicen] ponemos una ley por el bien del país, mientras a nosotros nos lleva la fregada”, abundó de forma coloquial.

Sin proponérselo, Ávila tuvo que pararse en medio de las calles en donde salió la marcha, entre el bulevar Olympic y la calle Broadway. “Estoy aquí por el descontrol de buses”, admitió poco antes de seguir su camino, no sin antes explicar que no es ajeno a lo que pasan los inmigrantes.

“Algunos son conocidos míos”, dijo en referencia a los indocumentados. “Al que está muy jodido le doy uno o dos dólares”, aseguró, detallando que desde hace 10 años se jubiló y si no fuera por los achaques se hubiera sumado a la movilización.

Érika Zamora, hija de padres oriundos de Puebla, México llegó a la marcha con su venta de sombreros y banderas. Ante la poca participación consideró que sea en parte a causa del miedo.

“Mucha gente no ve ningún cambio, todo va de peor en peor, pero solo uno sabe lo que le impide venir a mostrar su solidaridad con la gente”, apuntó la comerciante.

En medio de la incertidumbre, el sacerdote Alejandro Solalinde no pierde la esperanza. Este defensor de los inmigrantes centroamericanos llegó desde Oaxaca, México para expresar a los indocumentados que no están solos y afirmó que tienen de su lado el respaldo divino.

“No son indocumentados, están en su casa”, dijo tajante el religioso, advirtiendo que “ningún inmigrante, ninguna persona es ilegal” porque los mismos millonarios, citando al presidente Trump y al mexicano Carlos Slim, únicamente son usuarios de las propiedades.

“Van a irse sin nada”, dijo en referencia al camino después de la muerte. “Nadie es dueño de la tierra, la tierra es de Dios”.

El religioso, además, desafió a los inmigrantes y a los líderes de las organizaciones locales a dejar a un lado la fragmentación y la división, porque en este momento que vive el país la comunidad debe hacer un frente común. “Hay que unirnos y tener la fuerza de Dios”, concluyó.

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