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En el Instituto Braille de L.A., el amor es el encuentro con la comunidad, los amigos y algo más

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Tania y José Amaya, son un poco tímidos, pero cuando se les pregunta cómo se conocieron, aparece en ambos un brillo especial. Ella se sonroja; él sonríe.

Tania era maestra de computación en el Instituto Braille del este de Hollywood; siempre hablaba suave y dulcemente. José era voluntario; sordo e invidente, no podía hablar. Tania estaba inscrita en estudios para sordos en Cal State Northridge. Y José la ayudaba con su tarea de lenguaje de signos.

Ambos hablan en una lengua para sordos ciegos, llamada ‘lenguaje de signos táctiles’. Tania hace señas, y José coloca sus manos sobre las de ella, leyendo los movimientos de sus dedos. Se hacen reír el uno al otro.

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Para el momento en que aprendieron a comunicarse, algo más había surgido: se habían enamorado. El próximo mes celebrarán cinco años de matrimonio.

Cuando se les pregunta qué fue lo que los atrajo del otro, Tania en señas transmite la pregunta a José y ambos ríen. “¿Cómo explicar el amor?”, dice la mujer.

Este es el tipo de cosas que pasan con frecuencia en el Instituto Braille. La gente -muchos de ellos tristes y asustados, después de comenzar a perder la visión- encontraron una comunidad, amigos, mentores. Y, algunas veces, también el amor.

Tanto es así, que el instituto alabó esas relaciones mediante una campaña en redes sociales llamada #loveatbraille, con imágenes de parejas y amigos sonriendo para la cámara, junto con corazones recortados, “en celebración de la esperanza y el amor en nuestra comunidad”.

“Se trata de redefinir la esperanza. La gente viene aquí pensando que las otras personas los consideran unos inútiles y que han perdido su independencia”, expresó Anita Wright, directora ejecutiva del instituto en Los Ángeles. “A medida que los estudiantes vienen aquí, empiezan a entender que hay vida más allá de sus ojos, y que los ojos son para mirar pero que la visión es a través del corazón”.

José Amaya, de 36 años, nació en El Salvador, sordo, sólo con capacidad para oír ruidos extremadamente fuertes, tales como alarmas de emergencia.

Sus abuelos lo criaron, pero sólo podían comunicarse con él a través de gestos muy sencillos. Ellos no sabían de ninguna escuela para niños sordos, así que, mientras los hermanos de José iban a clases, él se quedaba en casa, cuidando de los animales de granja, las frutas y verduras del huerto.

A los 10 años, se mudó a California a vivir con sus padres, que habían venido a los Estados Unidos unos años antes. Finalmente comenzó a aprender el lenguaje de señas americano en la escuela. Pero cuando tenía alrededor de 12 años, su visión periférica comenzó a percibirse como difusa. Se estaba quedando ciego lentamente.

José tiene el síndrome de Usher, una condición que afecta tanto a la audición como a la visión. La retinitis pigmentosa, una enfermedad ocular degenerativa, ha deteriorado tanto su vista que ahora sólo puede distinguir formas borrosas. Él ruega para no empeorar.

Cuando José comenzó a venir a las clases en el Instituto Braille, en 1999, había una recepcionista joven, con grandes ojos marrones y una sonrisa amable. Quería hablar con ella, pero no sabía cómo. Ella no sabía la lengua de signos. “Entonces podía ver mejor”, José explico con señas, mientras Tania realizaba la traducción. “Nosotros no nos conocíamos. Era un poco rara la forma de comunicarnos”.

Tania Amaya, de 40 años, creció cerca por eso, a menudo caminaba por el Instituto Braille, pero nunca supo realmente lo que ocurría en el interior de ese austero edificio de hormigón, ubicado en la Avenida Vermont.

Poco después comenzó a trabajar como voluntaria en el instituto, mientras tomaba clases en Los Angeles City College, que se encuentra al lado, y rápidamente se enamoró del lugar. En 1999, aceptó un puesto como recepcionista. Observó cómo los estudiantes sordos y ciegos hablaban unos con otros, colocando las manos sobre las de los demás, sintiendo las palabras. “Qué hermoso lenguaje”, pensó.

José quería valerse por sí mismo. Así, en 2001 se trasladó a Sands Point, N. Y., a una hora y media al noreste de Manhattan, para asistir a clases de vida profesional e independiente en el Centro Nacional Helen Keller para Jóvenes y Adultos Sordos Ciegos. “Nunca antes había visto a tantas personas sordas y ciegas”, recuerda José. “Allí socializábamos y nos comunicábamos. Simplemente disfrutábamos de nuestra charla”.

El 11 de septiembre de 2001, Jose tomó un taxi para ir a trabajar en el turno de la mañana en su nuevo trabajo, en una tienda de ropa ubicada en un suburbio cercano. Entonces, los aviones se estrellaron contra el World Trade Center. “Hubo una alerta de emergencia”, recuerda José, haciendo señas rápidamente. “Podía escuchar la alarma. Dejamos de hacer todo. Me dijeron que teníamos que salir en ese mismo momento. Yo no sabía qué hacer. ¿Cómo me iba a ir?”.

En ese momento José caminaba con un bastón, su visión era mejor de lo que es hoy, pero ya no era buena. Los compañeros de trabajo le dijeron que los taxis no funcionaban, ni había autobuses. Su jefe le ayudó a llegar al centro Helen Keller, en donde todo el mundo estaba preocupado por cómo estaba viviendo el caos.

En 2002, José se graduó de Helen Keller y se trasladó a su propio apartamento. Pero la economía se vio afectada y perdió su trabajo. Así fue que se mudó de nuevo a California y comenzó como voluntario en el Instituto Braille. Tania era para entonces la maestra de computación y de lengua de signos. Tania se presentó con él y le dijo que todavía estaba aprendiendo; le pidió si la podía ayudarla.

Tenían reuniones de estudio en Starbucks, conversaciones con señas, y se conocieron uno al otro. José la animó a convertirse en intérprete. Salieron durante dos años, y una noche en la cena José le preguntó: “¿Quieres casarte conmigo?”.

José ahora trabaja en una tienda de ropa en Northridge, y Tania enseña en el mismo salón de clases del Instituto Braille donde ha trabajado durante los últimos 15 años. Ella ayuda a personas discapacitadas visualmente a escribir en computadoras; un trabajo que implica paciencia, algunas veces tienen que ensenarles a ‘cortar y pegar’ palabras en un documento de computadora sin utilizar un mouse.

El matrimonio de los Amaya es como cualquier otro: de un aprendizaje constante. Como todas las parejas, luchan. Pero no pueden gritarse uno a otro: deben tocarse las manos para hablar, incluso si están molestos. “Mucha gente piensa lo mismo: ‘Oh, él es sordo, eso significa que ustedes nunca discuten’”, cuenta Tania, mientras sonríe y se enrojecen sus mejillas. “Por supuesto que lo hacemos”.

José, tiene una gran sonrisa en su rostro, y muestra lo que hace cuando se pelean: quita su mano de la de ella, de tal forma que no puedan hablar.

Todos los viernes, los Amaya organizan un laboratorio abierto para personas ciegas y sordas en el Instituto Braille, donde todas las clases y los servicios son gratuitos. José y su perro guía, un golden retriever, viajan en autobús desde su casa de Van Nuys.

En una mañana reciente, un hombre sordo y ciego, Paul Hoffard, llegó con su iPhone, que utiliza un dispositivo Braille para escribir, pero la conexión de Bluetooth no funcionaba. El equipo estaba sincronizado con el teléfono de su esposa, quien también es ciega y sorda.

José se sentó con él y se tomaron de las manos; hicieron señas, movían sus dedos. José se puso un grueso par de lentes especializados, que invierte los colores de la pantalla del iPhone, tratando de distinguir las palabras más grandes. Durante varios minutos, trabajó con el teléfono y el dispositivo Braille, mientras Hoffard, un viejo amigo, se quejaba de las cuestiones tecnológicas. José estaba teniendo problemas con la actualización necesaria en el teléfono, lo cual se convirtió en un momento enloquecedor. José intentaba introducir un número de serie, pero había ingresado demasiados ceros. Tania lo ayudó a resolverlo, y José le hizo señas a Hoffard para contarle la buena noticia. “¡Funcionó!”, dijo Hoffard con señas. “¡Gracias a Dios! ¡Gracias a ustedes!”. Los Amaya sonrieron.

hailey.branson@latimes.com | Twitter: @haileybranson

Traducción: Diana Cervantes.

Si desea leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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