Anuncio

Un consejo para todo aquel en busca del amor verdadero en L.A.: rendirse

Share

Me había dado por vencida.

Tenía 38 años de edad, rentaba una casa de huéspedes en Beverly Hills y había intentado durante la mayor parte de mi vida adulta de conocer al hombre correcto. El colmo había sido una llamada telefónica de un potencial pretendiente que, finalmente, admitió que estaba casado y que creía en la poligamia. En ese momento, me di por vencida. La vida que había anhelado, con una pareja amorosa y un perro grande, no ocurría para mí. Y debía hacer otros planes.

Pese a que era una triste realidad, francamente también era un alivio. Podía darme por vencido, pero eso no significaba renunciar a mí misma. Yo tenía muchas cosas. Tenía una maestría, amigos geniales, la mejor hermana del mundo y una salud excelente. Podía disfrutar de todo eso sin la carga de las aspiraciones románticas. No más lágrimas derramadas por hombres que no me habían amado. No más citas torpes en cafés. Yo sería la tía glamorosa que nunca se casó y que, en lugar de ello, persiguió aventuras a cada paso.

Así que comencé a hacer planes para mi nueva vida. Empecé a responder avisos para empleos en otros estados. Después de todo, no tenía necesidad de quedar anclada en Los Ángeles; podía ir donde quisiera. Podía vivir en otro sitio donde pudiera permitirme el lujo de comprar mi casa propia, o donde fuese posible recorrer cinco millas en menos de dos horas. Podía vivir en Nueva York o Chicago, descartar mi automóvil y desafiar al invierno. El mundo era mío.

Anuncio

Ese domingo por la tarde, sonó mi teléfono. Era mi hermana y un amigo en común, y ambos sonaban algo borrachos. Me llamaban desde una fiesta para contarme acerca de un tipo que habían conocido y que sería perfecto para mí. “¡Tienes que venir aquí ya mismo!”, susurró mi hermana en voz alta.

“De veras”, intervino nuestro amigo, con el mismo susurro dramático. “Es increíble. Una amiga acaba de decir que, si fuera heterosexual, se casaría con él”.

Antes de ello, me hubiera abalanzado ante la posibilidad de conocer al potencial Sr. Perfecto. Pero ya no. “No puedo ir; estoy ocupada”, les dije. “Gracias por pensar en mí. ¿Por qué susurran?”.

“¿Qué?”, dijo mi hermana, aún susurrando, y allí comprendí que, probablemente, el pobre hombre estaría junto a ella. “Te digo, necesitas venir aquí. Le tomé una foto y te la puedo enviar si quieres”.

Mi hermana me mandó la foto. Mi corazón dio un vuelco cuando vi que se parecía a Michael Madsen. Pero sólo un vuelco; ya no habría más palpitaciones por hombres, sólo podía palpitar cuando escalara Machu Picchu.

Me mantuve firme; “no” significa “no”. Para que colgaran, les dije que le dieran mi teléfono o me dieran el suyo, lo que quisieran. No me importaba.

Más tarde ese día, mi hermana me envió un mensaje de texto con el número de teléfono del hombre y una amenaza. “Llámalo, o de lo contrario…”. Siguió molestándome hasta que, finalmente, llamé. O quizás él me llamó y yo devolví el llamado; honestamente, no puedo recordarlo. Cuando finalmente hablamos, la falta de entusiasmo en ambos fue evidente [después descubrí que él no tenía intención de conocerme, pero sus amigos lo habían molestado todos los días desde la fiesta].

Eventualmente acordamos encontrarnos un miércoles por la noche. Él sugirió Starbucks. “Oh, no”, solté. “No salgo a citas para tomar café. ¿Bebes alcohol? Vayamos a tomar un trago”.

Sentí que él estaba un poco sorprendido por mi descarada adoración del alcohol, pero no me importó. Esta “cita” debía ser como correspondía, y de ningún modo la iba a soportar sin una buena copa de vino tinto. Y si no le ha gustado mi comentario, ¿qué importaba? Estaba harta de intentar causar una perfecta primera impresión.

Así, él sugirió el Culver Hotel, en Culver City. No por razones románticas sino porque quedaba cerca de su casa. Genial, me dije; podré pasar por Trader Joe’s después de ello. Esa noche, llegué y él estaba esperando afuera. Pidió un Manhattan y yo una copa de Syrah. Me hizo reír, y pedimos un segundo trago. Me abrazó para despedirme al final de la noche y me animó a conducir “con seguridad” (algo conocido como ‘el beso de la muerte’). Pero no me había decepcionado que no hubiéramos discutido acerca de una posible segunda cita, ni nos hubiéramos besado apasionadamente. Fui sincera también y le deseé una buena noche.

Tres años después, nos casamos en Los Angeles Athletic Club. Tenemos un perro gigante y malcriado, y vivimos en el Valle. Aún no viajé a Machu Picchu, pero sí fuimos al Observatorio Griffith. Soy más feliz que nunca, y mi corazón todavía da un vuelco cuando lo veo. Así que, para todos ustedes que buscan el amor verdadero en esta bella ciudad, les ofrezco este consejo: dénse por vencido.

La autora y su esposo viven en Encino, con su perro, Stewie.

L.A. Affairs narra la escena de citas en Los Ángeles y sus alrededores. Pagamos $300 por columna. Si tiene comentarios o una historia real para contar, puede enviarla a LAAffairs@latimes.com.

Si desea leer la nota en inglés haga clic aquí.

Anuncio