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De San Ysidro a Sandy Hook: víctimas de tiroteos masivos sobreviven sin superar el dolor

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Alguien presiona el gatillo y un país queda devastado. Una y otra vez. Los tiroteos en masa, como el que ocurrió el pasado domingo en Orlando, se suceden cada vez con más frecuencia y nivel de letalidad, y cada uno cambia el carácter de la vida estadounidense, poco a poco.

Se cuestionan las libertades civiles, los grupos de presión son atacados y los políticos son bombardeados mientras el debate permanece bloqueado en un empate que paraliza la situación.

Tan sólo por la observación de las cifras, cada vez más ciudadanos se ven afectados por estos hechos, tanto como víctimas o como sobrevivientes. El número de tiroteos de masas en los EE.UU. ha crecido en más de un 100% desde comienzos de los años 2000, registrando ahora más de 16 incidentes por año, según el FBI.

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¿Qué significa sobrevivir, vivir con semejante pérdida, convertirse en daño colateral de la guerra de otra persona? Significa una nueva e implacable evaluación de las posibilidades; una vida dedicada a calcular la diferencia que un paso a la izquierda o la derecha, un minuto antes o después, hubieran creado. Significa vivir con recuerdos que son pesadillas y pesadillas en lugar de sueños. Significa mirar siempre al rostro de alguien desconocido, que quiso matarte y que nunca explicó por qué. ¿Fue por algo que habría hecho? ¿Es por quien eres?

La indignación se difumina con el dolor, y el dolor con la frustración, mientras el país parece dividido entre aquellos que quieren limitar los instrumentos de violencia y quienes los consideran herramientas de libertad.

La fe de que cualquier día será como se esperaba queda vencida para siempre. Cada tiroteo es diferente, pero todos los sobrevivientes cuenta una historia con un hilo común, una consecuencia: que ya nada puede ser igual.

20 de julio, 2012: Aurora, Colorado.

Está atrapado nuevamente en el cine, esta vez con su hija y su esposa. Una figura oscura emerge desde la salida trasera, al costado derecho de la pantalla.

Los disparos estallan como truenos, insoportablemente fuertes. Los fogonazos blancos se reflejan en el casco del tirador. Los gritos se expanden en el aire lleno de humo. Trozos de plomo silban a su alrededor.

Marcus Weaver se despierta repentinamente. Sigilosamente sale de su habitación, sin despertar a su esposa, y enciende la televisión. En la pantalla, ve que 20 personas han muerto en un club nocturno de Orlando. Su mente inmediatamente lo lleva al cine en Colorado, donde James Holmes disparó a decenas de personas y mató a 12 de ellas. La reacción es como un golpe eléctrico; él sabe exactamente lo que esas víctimas deberán soportar, la sensación surrealista de de aterrizar en una situación que tu cerebro no está programado para comprender.

Weaver, de 45 años, recuerda a su amiga Rebecca Wingo, a quien perdió ese día. Ambos habían crecido con abusos en la niñez. Él la acababa de conocer hacía un mes, pero de inmediato se habían entendido mutuamente y Weaver seguía diciéndole lo buenas que eran las nuevas películas de Batman, así que decidieron ir juntos a la primera función de medianoche de “The Dark Knight Rises”.

A las 12:30 a.m., Holmes, un estudiante de 24 años de edad, graduado y con severos problemas de salud mental, ingresó al cine con un equipo táctico completo, empuñando una escopeta, un rifle de asalto de estilo AR-15 y una pistola calibre 40. Cuando estalló el fuego, Weaver empujó a Wingo hacia abajo, detrás de los asientos, y escuchó el sonido de la masacre. Entonces, de repente, los disparos cesaron.

Weaver tomó a Wingo para huir, pero ella se desplomó y ambos fueron separados por la multitud que luchaba por escapar. El tiroteo comenzó de nuevo. Weaver huyó hacia la puerta. En shock, miró a una pequeña niña que apuntaba a su brazo; había sangre en su hombro derecho, y un orificio de bala. Él ni siquiera lo había sentido.

Desde el hospital, debió llamar a los padres de Wingo. Les dijo que no sabía qué había pasado con ella. También se comunicó con el exmarido, el padre de sus dos hijos. El hombre comenzó a llorar, Weaver se quebró también.

Hablar de ello resultaba terapéutico, pero el asesinato de 20 niños de primer grado en Sandy Hook Elementary School, ese diciembre, lo llevó a una depresión más profunda. Dejó de trabajar durante cinco meses y se encerró en su casa; sentado en su sofá, sólo miraba TV con su perro.

En aquel entonces él estaba casado, pero nunca había hablado con su esposa, Megan, de lo que había ocurrido, especialmente porque sentía culpa por la presencia de Wingo. Cuando se acercaba el juicio de Holmes, Weaver finalmente decidió ver a un terapeuta, y desde entonces tomó un empleo como director de un centro de personas sin hogar. Él y Megan tienen una niña.

Sin embargo, el dolor y el miedo todavía entran en erupción. Weaver ya no puede ir al cine, se siente abrumado cuando ocurre un tiroteo masivo y furioso de que cualquier persona pueda comprar rifles de asalto destinados a los militares.

“Si no hacemos nada, estas cosas seguirán ocurriendo. ¿Cuándo será suficiente? Cuando debería haber sido suficiente en Columbine, en Sandy Hook… especialmente en Sandy Hook”, se pregunta.

14 de diciembre de 2012: Newtown, Connecticut.

En sus largos días de un duelo insoportable, Nelba Marquez-Greene tiene fugaces momentos de respiro cada mañana. En el medio minuto, aproximadamente, entre el sueño y la vigilia total, siente que su familia está a sana e intacta, con su hija, Ana Grace, aún durmiendo en la habitación contigua. Luego, el día comienza y la imagen de la niña se disipa.

Han pasado 3 años y medio desde que un joven perturbado y profundamente aislado de la sociedad mató a 20 niños de primer grado y seis adultos en Sandy Hook Elementary School. Pero para Marquez-Greene, el dolor es tan agudo como siempre. “La conmoción desaparece; es como cuando uno se somete a una cirugía, luego toma medicamentos para el dolor por un tiempo, y luego te dicen que ya no los tomes y que le hagas frente al dolor”, dice. “La pena es más consistente, más pronunciada, más pesada en todo momento. Y con cada nuevo tiroteo masivo, empeora”.

Marquez-Greene, de 41 años, quien ha pasado su vida profesional aconsejando a jóvenes enfermos mentales y con problemas de conducta, sabía que su familia necesitaba sobreponerse a esa terrible experiencia sin caer en el aislamiento. Ella y su marido, Jimmy, necesitaron salvar su matrimonio y seguir juntos. Necesitaron estar presentes para su hijo de 8 años, Isaiah; necesitaron mantener sus amistades con vida.

Sin embargo, el dolor se extendía sobre ellos al poner la mesa familiar para tres en lugar de cuatro, al ver a su hijo jugar a solas, y durante otros incontables y pequeños momentos íntimos.

Su mayor preocupación siempre ha sido Isaiah, quien dejó de sonreír después del tiroteo. Él ya era un chico tímido, y les preocupaba que se retraiga y se vuelva solitario. Una noche, un representante de Los Angeles Kings llamó. Habían oído que Isaiah era un gran fan del hockey e invitaron a la familia a mirar un juego y ayudarlos a levantar la bandera de la Copa Stanley.

Un mes después del tiroteo volaron y ayudaron a levantar la bandera por el hielo. Isaiah miró al Jumbotron y se vio a sí mismo; como todo niño de 8 años de edad, su primer instinto fue sacar la lengua.

Esa noche, los tres estaban acurrucados en la cama y pensando en Ana, cuando todo el equipo de los Kings llegó a su habitación con la Copa Stanley. “Como mamá, cuando no ves sonreír a tu hijo por tres semanas y finalmente lo hace, es maravilloso. Estaré agradecida por siempre”, asegura Marquez-Greene.

En Newtown, Marquez-Greene ha comenzado a concentrar su energía en una fundación sin fines de lucro, llamada Ana Grace Project, para crear conciencia en las escuelas y entre los profesionales de la salud acerca de los cruces entre el trauma, el aislamiento y la violencia.

En la actualidad, su hijo es un estudiante excelente y se convirtió recientemente en el segundo finalista en un concurso de ortografía de la ciudad. Tiene amigos cercanos y es portero en el equipo local de hockey.

Jimmy, músico de jazz, ha regresado al trabajo y fue nominado a un Grammy por su más reciente álbum, un tributo a su hija. “Si no lo dijéramos, probablemente nadie se daría cuenta de que perdimos una hija por la violencia armada. Lucimos como cualquier otra familia estadounidense normal”, afirma Marquez-Greene. “Pero no hay un sólo momento en el cual su pérdida deje de estar entre nosotros”.

18 de julio de 1984: San Ysidro

Wendy Flanagan estaba trabajando en la caja registradora de McDonalds. A sus 17 años de edad, esta estudiante con honores acababa de sumarse al equipo de porristas y había conseguido su primer trabajo de verano.

James Huberty vivía a una cuadra de distancia. Había perdido su trabajo y pasado dos mañanas en el zoológico de San Diego con su esposa y dos hijas. Cuando volvieron a casa, les avisó que volvería a salir; “voy a cazar algunos humanos”, les dijo.

A las 3:56 p.m., Huberty entró al McDonalds. Flanagan traía hielo desde la cocina hacia el mostrador cuando sonaron los primeros disparos. Su gerente cayó al suelo.

Flanagan corrió por un tramo de escaleras hacia el sótano y se metió en el armario del conserje, junto con cinco otras personas. Durante la siguiente hora y 20 minutos, escucharon la matanza que tenía lugar arriba; oyeron más de 240 disparos. Huberty buscaba a la gente en el estacionamiento y debajo de las mesas; le disparó a bebés y a abuelos, esposos y esposas.

Finalmente, un francotirador de la policía ubicado desde un tejado cercano asestó una bala a través de la aorta y la columna vertebral del asesino, que lo mató instantáneamente.

Cuando la policía sacó a Flanagan y otros afuera del sitio de comidas, les dijeron que tomaran el hombro de la persona ubicada delante de ellos y que no miraran hacia abajo. Flanagan no pudo evitarlo. Lo que vio, se grabó a fuego en las profundidades de su cerebro.

La joven intentó actuar como si todo estuviera bien. Sus padres hicieron lo mismo. Ella era inteligente, una niña feliz. Cambió de escuela porque no quería que nadie le preguntara por el tema, e hizo lo suficiente para graduarse.

Mientras que muchas otras víctimas del tiroteo de San Ysidro avanzaron con sus vidas, Flanagan no pudo recuperarse. “Soy una persona muy sensible, y estar en una situación como esa siendo tan joven determinó el desastroso curso del resto de mi vida”, asegura.

Ahora con 49 años de edad, Flanagan ha sido diagnosticada con desorden bipolar, algo que ella cree apareció por el trauma. También toma medicación para la ansiedad, vivió con su madre casi toda su vida, nunca tuvo un empleo, ni se casó, ni tuvo hijos.

Intentó tomar cursos en un colegio comunitario, pero nunca logró graduarse. Consumió drogas -aún lo hace, mayormente marihuana- para “automedicarse”; también tuvo un intento de suicidio y sigue la relación con su novio, quien está en prisión por robo de autos.

Flanagan no sufre de recuerdos traumáticos recurrentes, y ni siquiera sabe ya si el recuerdo que tiene del disparo a su gerente es real o si fue evocado en terapia.

Ella quedó en la calle, sin hogar, por un tiempo, pero ahora renta una habitación en un apartamento en San Diego. La mayor parte de su alegría proviene de sus chihuahuas.

En estos días, no puede mirar la TV acerca de lo ocurrido en Orlando. Y, desde que sucedió el hecho, no volvió a entrar en Facebook. “Veo lo que están pasando y pienso ‘Oh, Dios ya sé lo que les espera’. No es nada bueno. Ojalá pudiera darle esperanza a las víctimas de esta tragedia o de otras futuras, pero no puedo. Me gustaría decir que todo mejora, pero no es cierto. Nunca pasa del todo”.

Si desea leer la nota en inglés haga clic aquí.

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