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La mayoría de los heridos en Las Vegas dejaron el hospital; ella aún se pregunta cuándo podrá volver a casa

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Diana Litzenberg no sabe cuándo volverá a casa. No sabe cuándo caminará, cuando cesarán las pesadillas con sangre y balas, o cuando podrá estar entre una multitud sin que su respiración se acelere y broten lágrimas de sus ojos. “Sólo quiero ser feliz”, afirmó la mujer del condado de Orange, en tratamiento hace dos semanas después de perder la sensibilidad en su cuerpo mientras esquivaba las balas y los aterrorizados asistentes al festival de música Route 91 Harvest la pisoteaban. “No sé cuándo eso ocurrirá”.

Los médicos atendieron a cientos de personas después del ataque en Las Vegas. Cincuenta y ocho murieron, el tirador se suicidó, y los homenajes a los fallecidos plagan las portadas de los periódicos. De los más de 500 heridos que fueron hospitalizados, todos menos 45 se han ido a casa. Los equipos de TV también se retiraron y la policía derivó la investigación al FBI.

Las Vegas y la nación han recuperado lentamente la normalidad, pero para miles de estadounidenses, en gran parte desconocidos, que fueron testigos del peor tiroteo de masas en la historia moderna del país, sus vidas han sido sacudidas, y la recuperación es un futuro lejano.

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Para Litzenberg, serán al menos semanas en el hospital, ubicado a cientos de millas de su casa en Lake Forest. Se enfrenta también a meses de psicoterapia y terapia física, decenas de miles de dólares en facturas médicas sin seguro y sin ninguna garantía de que alguna vez podrá ponerse otra vez de pie.

Esta esposa y madre de 52 años de edad se tomó el fin de semana libre en su empleo como administradora de propiedades para visitar a una amiga en Palm Springs. Ambas se dirigieron a Las Vegas para ver a su artista favorito, Big & Rich, el dúo que se presentaba antes de Jason Aldean.

Cuando las balas salpicaron el campo esa noche, Litzenberg corrió a refugiarse bajo las gradas. Ella intentaba agarrar a una joven que había recibido un disparo cuando un hombre la golpeó en el rostro y la derribó; los que querían escapar pasaron sobre ella.

La mujer despertó en el hospital al día siguiente, incapaz de mover la mitad izquierda de su cuerpo. Su hija y su hermana viajaron desde el sur de California y están a su lado desde entonces. Su amiga de Palm Springs, Jennifer Hutchinson, llegó a un lugar seguro sin resultar herida, al igual que otra amigo que se unió a ellos, Sue Buckley.

“Mi madre siempre sonreía. Íbamos a conciertos de música country 10 veces al año. Ella paseaba en Newport Beach en su bicicleta. Ella siempre salía, caminaba hacía ejercicio. Siempre fue una persona llena de vida”, comentó su hija, Nicole Rapp, de 21 años de edad. “Ahora es totalmente diferente. Está triste y asustada de todo”.

La recuperación tuvo su cuota de momentos difíciles, incluso en momentos en que la familia intenta animar a Litzenberg. La semana pasada, su hija la llevó al vestíbulo del Summerlin Hospital Medical Center para ver la Copa Stanley, exhibida durante una gira nacional. La multitud de fanáticos le recordó la situación en Las Vegas, y comenzó a llorar. Otro día, su hermana, Cathy Hopkins, estaba golpeteando la pared con sus dedos mientras pasaba el tiempo en la habitación del hospital. Litzenberg le gritó que se detuviera; el ritmo le recordaba las balas.

La mujer solía disfrutar mucho de los reality shows en TV, y miraba en continuado “Real Housewives”. Ahora las tramas le parecen demasiado complicadas y su memoria se vuelve borrosa si trata de seguir los episodios desde la cama.

Cada día enfrenta cuatro horas de terapia física, por lo general apoyada en un andador o sujeta por una cinturilla mientras arrastra el pie izquierdo detrás.

Pero también hubo momentos de progreso y alegría.

Después de unos días en el hospital, Litzenberg pudo mover sus dedos nuevamente. Llegó a acurrucarse con un perro de terapia, una Labradoodle negro llamada Sophie que le recordó a Beijou, su Shih Tzu que la espera en casa. El fin de semana pasado recuperó el control del brazo izquierdo y pasó el domingo viendo cómo su equipo favorito, los Green Bay Packers, vencía a los Dallas Cowboys.

También le pide a su hija que ponga en Pandora una estación de música country, y se ríe y se ilumina cuando escucha Big & Rich. Un extraño del estado de Washington vio su página GoFundMe y le envió globos y un osito de peluche.

Una enfermera salió del hospital un día y regresó con un pastel. Sabía como el mejor que había comido.

Todos los días, Litzenberg repasa su historia con su familia. La música, la cerveza y el baile al sol, y la sangre, el dolor y los gritos de esa noche. Los médicos dicen que hablar sobre ello la ayudará a recuperarse; aseguran que le impide ocultar los recuerdos, que aparecerían inesperadamente con el correr de los años.

A la vez, ella no quiere ningún recordatorio. La ciudad estableció un centro donde las víctimas pueden ir a recoger sus pertenencias. Litzenberg perdió su sombrero de vaquero y sus botas esa noche, junto con las pulseras plateadas de Alex y Ani que su hija le había regalado como regalo de cumpleaños, pero le ordenó a la familia que no recuperara los artículos. También trata de evitar las noticias. Tiene una idea básica de lo que ocurrió esa noche: hubo un hombre que disparó desde el Mandalay Bay; mató gente, arruinó vidas y nadie sabe por qué lo hizo.

Pero a veces, cuando su hermana y su hija no están allí para detenerla, no puede evitar sintonizar las noticias durante unos minutos antes de apagar la televisión. “Es demasiado. Todo el mundo tiene sus diferentes opiniones y sus diferentes dichos y versiones del tema. Sólo las personas que lo vivieron y quienes murieron saben lo que realmente sucedió”, dice. “Sé lo que pasó. No necesito esto. Sólo necesito cuidar de mí”.

Traducción: Valeria Agis

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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