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‘¿Y si la pierdo para siempre?’ En Guatemala, una pareja teme por su niña todavía detenida en EE.UU.

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No fue un feliz regreso a casa para Ovidio Batres Morales, quien volvió a Guatemala después de pasar casi siete semanas en detención inmigratoria en Estados Unidos.

Su esposa, más agitada que aliviada, lo estaba esperando en el exterior de la base de la fuerza aérea guatemalteca. Los aviones alquilados, llenos de deportados de Estados Unidos, arriban allí con regularidad.

Batres, delgado y de rostro pálido, estaba silencioso, destrozado; había regresado a casa sin su hija.

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“¿Qué pasa si la pierdo para siempre?”, le replicó Claudia Isabel González. “¡Tengo que recuperar a mi niña! Dame el dinero para pagar a un coyote. ¡Iré a buscarla hoy!”.

Él solo miraba hacia adelante con expresión ausente, sin decir nada. Batres y su esposa están lidiando con la agonía que miles de otros padres han enfrentado desde que la administración Trump lanzó su política de “tolerancia cero”, que resultó en la separación de familias inmigrantes a lo largo de la frontera entre México y EE.UU.

En medio de una protesta internacional, el presidente puso fin a la medida. Pero las familias en Guatemala y otros lugares siguen perdiendo a sus hijos.

Entre los muchos menores enredados en la ambigüedad burocrática se encuentra Ashly Anahoni Batres González, de siete años, hija única de Batres y González. Las autoridades de inmigración de Estados Unidos la separaron de su padre en mayo, en El Paso, dice la familia, y la chica se encuentra ahora en un refugio en Arizona.

En junio, un juez federal ordenó a los funcionarios estadounidenses que devuelvan a los niños mayores de cinco años a sus padres dentro de los 30 días, y a los más pequeños dentro de las dos semanas, cuyo plazo venció el 10 de julio. Los funcionarios afirmaron que un poco más de la mitad de los niños más pequeños se reencontrarían con sus adultos antes del plazo.

La reunificación plantea un desafío especialmente complejo en los casos de Ashly y otros menores cuyos padres ya no están en el país. Muchos de esos padres quieren que sus niños regresen a su tierra natal. Otros preferirían que permanezcan en Estados Unidos, bajo la custodia de familiares. Algunas familias, como Batres y su esposa, están profundamente divididas al respecto.

La incertidumbre ha afectado a Batres, de 34 años, que salió del avión de deportación en la ciudad de Guatemala a fines de junio con apenas una bolsa de malla naranja con sus pertenencias. “Nunca pensé que esto pasaría”, repetía, primero en el exterior de la base aérea y más tarde en casa. “Nunca imaginé que se la llevarían”.

El plan, dijo la familia, era brindarle una mejor vida a Ashly. Según dijeron, no hay mucho futuro en Monte Verde, un puesto rural habitado por unas 100 familias en la provincia de Santa Rosa, en el sur de Guatemala.

Los residentes de la pintoresca zona -donde pinos imponentes se mezclan con rodales de plátanos y etéreos bancos de niebla se deslizan por las colinas- se ganan el sustento gracias a pequeñas plantaciones de café y la cría de animales.

Sin embargo, hay una fuente de alivio: el norte, donde generaciones de residentes han emigrado -por lo general sin autorización- y envían efectivo a los hogares, para mantener a sus familias. El viaje a través de México hacia el norte tiene un atractivo casi existencial, incluso cuando las autoridades estadounidenses han reforzado los controles en la frontera. Mezcladas en medio de las modestas estructuras de adobe y los bloques de cemento hay amplias residencias, en su mayoría construidas con dinero enviado desde Estados Unidos.

A pesar de su esplendor natural y aislamiento, dicen los residentes, el área de Monte Verde está atormentada por la pobreza y la violencia de pandillas, que es endémica en gran parte de Guatemala y los países vecinos de El Salvador y Honduras.

La casa donde vivió Ashly es una estructura de adobe rectangular, de dos dormitorios, que alberga a su familia extendida. Ella solía compartir una cama individual con Andrea Beatriz Ramírez Morales, que tiene ocho años pero técnicamente es su tía. “Extrañamos a Ashly”, dijo Andrea Beatriz, mostrándole a un visitante una canasta de muñecas que alguna vez compartieron las niñas.

Una instantánea familiar muestra a una pícara Ashly junto a un árbol de Navidad; otra en el exterior de la escuela pública, con su cabello oscuro peinado en una sola trenza. Ashly fue alumna de primer grado en esa dilapidada estructura de una sola planta, con ventanas rotas, grietas en las paredes y agujeros en el techo. La escuela está situada a orillas del fangoso río Los Esclavos.

González está casada con Batres, pero actualmente están separados y ella se ha alejado de la familia. Ashly pasaba tiempo con su madre, quien vive en otra aldea, como parte de un acuerdo informal de custodia. “Estuve de acuerdo con que vaya al norte porque pensé que sería una oportunidad de superarse a sí misma”, confesó González. “Nunca pensé que podría perder a mi hija”.

Como parte de la preparación previa al viaje, González firmó un documento notariado en abril, que otorgaba su consentimiento para que su esposo se llevara a la niña, a pesar de que era escéptica de la presunta facilidad de cruzar la frontera con ella.

El primero de tres pagos fue ofrecido a un coyote, parte de una extensa red de contrabandistas que trabajan en toda la región. La familia le pagó 38,000 quetzales, alrededor de $5,000, para acompañar al padre e hija a la frontera.

Desde el principio, relataron, la idea era que Ashly y su padre se rindieran ante las autoridades de EE.UU. Supusieron que el par finalmente sería liberado y que podría trasladarse a la casa del hermano de Batres, en Maryland. Allí, él encontraría trabajo, Ashly se matricularía en la escuela y la madre se uniría a ambos cuando estuvieran bien establecidos.

En una entrevista concedida en su casa, González recordó lo que le dijo a Ashly en abril, antes de que emprendieran el viaje: “Ruego a Dios que te cuide en la ruta. Y quiero que entiendas que no te estoy regalando; te quiero. Te llevas una parte de mi corazón contigo”.

Poco antes de las 11 a.m. del 7 de mayo, un agente de la Patrulla Fronteriza de EE.UU. observó a cuatro personas que caminaban hacia el norte desde Río Grande, aproximadamente una milla y media al este del centro de El Paso, según una declaración jurada del tribunal. Batres estaba entre ellos. Él “admitió ser ciudadano de Guatemala, sin documentos de inmigración que le permitieran estar legalmente en Estados Unidos”, afirmó el agente.

Batres fue arrestado junto con “un miembro de la familia”, confirmó el Servicio de Inmigración y Aduanas de EE.UU., en una declaración por correo electrónico a Los Angeles Times.

Según Batres, su hija fue separada de él unas horas después de su detención. Ello fue después de un extenuante viaje por tierra que duró casi un mes por todo México, junto con decenas de otros centroamericanos, precisó.

El 31 de mayo, Batres se declaró culpable en el Tribunal de Distrito de EE.UU. en El Paso, por un cargo menor de entrada sin permiso. No tenía antecedentes penales ni infracciones migratorias previas, según documentos judiciales, y fue sentenciado a tiempo cumplido y una multa de $10. Lo detuvieron en una cárcel de inmigración en Chaparral, Nuevo México. Al igual que otros deportados, se refiere a su celda de confinamiento como ‘la hielera’, debido a las gélidas condiciones del aire acondicionado.

Según la declaración de ICE, Batres “solicitó ser devuelto a Guatemala sin su familiar”. Las autoridades de inmigración dicen que los padres tienen la opción de esperar en detención para ser repatriados al mismo tiempo que sus menores. Los abogados defensores alegan que no hay una opción real y denunciaron el proceso, al cual calificaron de coercitivo.

Batres no recuerda haber aceptado ser expulsado sin su hija, aunque no está seguro de qué documentos firmó, puesto que nunca aprendió a leer o escribir.

Después de que Batres y Ashly fueron detenidos, relatan sus familiares, no supieron dónde estaba Ashly durante semanas. Finalmente, la niña logró telefonear a su tío, en Maryland.

Desde entonces, ha llamado a su casa en varias ocasiones a través de un asistente social del refugio. Se contactó con Batres el 27 de junio, la primera conversación entre padre e hija desde que fueron separados. “Ashly está un poco triste, pero está bien”, remarcó Batres, cuyo flaco ánimo se vio claramente superado por la llamada.

La pregunta que la niña hizo a su padre: ¿Cuándo saldría de allí?

El número de teléfono del asistente social que telefoneó a la familia parece estar vinculado a la función en Phoenix de Southwest Key Programs, una organización sin fines de lucro con sede en Texas, que ha recibido aproximadamente $1,000 millones en fondos federales para alojar a niños migrantes no acompañados entre 2015-2018. El trabajador social y un representante de Southwest Key se rehusaron a hacer comentarios, citando cuestiones de privacidad.

De vuelta en Guatemala, Batres se siente peor que cuando estaba preso en Nuevo México. “Al menos cuando estaba allí, estaba más cerca de Ashly”, explicó, con su voz en tono de susurro.

La familia quiere que envíen a la pequeña a vivir a Maryland. Según los expertos, poner a Ashly bajo la custodia del tío podría llevar semanas, ya que los parientes deben someterse a una investigación exhaustiva antes de que las autoridades estadounidenses acepten tal acuerdo. Repatriar a Ashly a Guatemala puede ser igualmente complejo e involucrar una variedad de obstáculos logísticos y legales.

González, a diferencia de su esposo, tiende a desnudar sus emociones, y en una tarde reciente, sollozaba incontrolablemente. “Mis nervios están hechos trizas”, dijo, mientras una lluvia torrencial golpeaba el techo de zinc. “Únicamente puedo pensar en Ashly sola, sola. Necesitamos recuperar a nuestra hija. Si tuviera el dinero, volvería ahora mismo a buscarla”. Hasta el 9 de julio por la noche, González todavía no había hablado con su hija desde que fue detenida.

La mujer está en contra de que la niña permanezca en Estados Unidos si ella o su esposo no pueden acompañarla.

“Sé que la vida es más avanzada allí, y que tiene a su tío, pero un pequeño necesita estar con sus padres, ¿no?”, afirmó González. “Sí, puede ser bueno para ella ir allí, pero ¿qué hay de mi dolor? No puedo perder a mi hija para siempre. No puedo vivir con esto”.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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