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Tanto en la paz como en la guerra, los exrebeldes de Colombia viven segregados de la sociedad

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Se suponía que, a esta altura, este complejo ubicado en las montañas al sudoeste de Bogotá ya debía estar abandonado; sus casas blancas prefabricadas y su planta de tratamiento de agua estarían desmanteladas, sus residentes trasladados.

El sitio fue erigido apresuradamente por el gobierno como parte del acuerdo de noviembre de 2016, que puso fin a un conflicto de cinco décadas, y es uno de los 28 “campos de entrenamiento y normalización” en todo el país donde los rebeldes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia debían desarmarse, recibían documentos de identidad, se inscribían para recibir capacitación laboral y otros beneficios, y vivían con sus familias por no más de seis meses.

Pero aquí, en el campamento de Icononzo, hay pocas señales de que los 250 residentes se marchen. Funcionarios del gobierno y exlíderes rebeldes sostienen que el lugar, y otros similares, probablemente se volverán una residencia permanente. Los moradores comenzaron recientemente un negocio de exportación de aguacates, y sembraron plantas que tardan al menos tres años en producir un cultivo.

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Mientras Colombia se tambalea en su camino hacia la paz, la existencia prolongada de los campamentos refleja las dificultades que enfrentan los exrebeldes cuando se unen a la sociedad y sugiere que las heridas del país tardarán mucho tiempo en sanar.

Desde que se firmó el acuerdo de paz, al menos 36 exguerrilleros y 15 familiares han sido asesinados, generalmente por venganza. Se estima que 500 se han unido a otro grupo rebelde llamado Ejército de Liberación Nacional, o a bandas de narcotraficantes.

De los 7,400 combatientes que se reportaron a los campamentos desde enero de 2017, quedan aproximadamente la mitad.

“El concepto inicial era que estas zonas serían espacios de transición de la vida militar a la civil”, comentó Carlos Eduardo Villaraga, un hombre de 39 años que alguna vez comandó una unidad rebelde y ahora vive en el campamento de Icononzo, junto con su esposa y su hija recién nacida, y trabaja en su comité de gobierno, integrado por siete personas. “Pero el verano pasado comenzamos a pensar en ellos como una opción colectiva, permanente y autosuficiente”.

El exgrupo rebelde, más conocido como las FARC, visualiza que los campamentos crecerán durante los próximos cinco años en ciudades autosuficientes, con poblaciones de hasta 1,000 excombatientes acompañados por sus familias y simpatizantes, indicaron los líderes.

Carlos Córdoba, un funcionario sénior de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz, la entidad gubernamental que supervisa estos sitios, señaló que el cambio de pensamiento es una prueba de que muchos exrebeldes no están preparados para la vida moderna y necesitan más tiempo para asimilarla. “Muchos no están aptos para la sociedad en general, o no tienen un lugar adonde ir”, dijo. “Habría sido irresponsable simplemente sacarlos de allí”.

Habiendo pasado la mayor parte de su vida en campos rebeldes en la jungla, muchos nunca habían manejado dinero ni usado un cajero automático antes de comenzar a recibir estipendios mensuales de $230.

María Victoria Llorente, directora del grupo de expertos Fundación Ideas para la Paz, en Bogotá, consideró que es mejor para la sociedad colombiana en general que los excombatientes permanezcan juntos, “al menos por el momento”. “En algunas áreas alrededor de los campamentos que se están desarmando lentamente, vemos más violencia porque los combatientes desmovilizados tienen problemas para comenzar una nueva vida”, advirtió.

Pero la posibilidad de que estos sitios se conviertan en asentamientos permanentes -que permitan a un gran número de exguerrilleros seguir estrechamente organizados- ha preocupado mucho a algunos de los principales funcionarios de seguridad del país.

En marzo pasado, un grupo de 28 exalmirantes y generales de las fuerzas armadas y la policía enviaron una carta al presidente Juan Manuel Santos, advirtiendo que los campos “representarían graves amenazas” y se convertirían en “desestabilizadores”. También los compararon con las llamadas “repúblicas independientes”, formadas en el centro de Colombia en la década de 1950 por líderes campesinos de izquierda, algunos de los cuales llegaron a fundar las FARC e impulsaron su revuelta armada.

Pero los exrebeldes exponen que son ellos quienes enfrentan el mayor peligro. A finales de la década de 1980, después de un acuerdo de paz anterior, más de 1,000 simpatizantes de los rebeldes y políticos de izquierda fueron sistemáticamente asesinados por los escuadrones de la muerte de la derecha. Los principales sospechosos en la mayoría de los asesinatos recientes de rebeldes desmovilizados son paramilitares u otros, que buscan venganza por homicidios o secuestros cometidos durante la larga guerra.

En un ataque del 31 de enero en la sureña provincia de Narino, dos exrebeldes fueron secuestrados, torturados y asesinados. Habían vivido en el campo de reintegración de Tumaco y trabajaban en una granja vecina.

En un intento de prevenir tal violencia, el gobierno ha asignado cientos de sus soldados para proteger los campamentos.

Llegar a Icononzo, ubicado a 80 millas de la capital, en las sombras de los picos andinos, requiere pasar por tres puestos de control del ejército.

Los residentes toman clases de diseño gráfico, redes sociales y otras, o trabajan en una pequeña fábrica de ropa que hace camisetas o sandalias. Se turnan para limpiar áreas comunes, cocinar para sus camaradas o trabajar duro en la granja comunal.

Junior Montanas, de 32 años, quien pasó la mitad de su vida con los rebeldes, es el propietario de la planta de energía eléctrica de 125 kilovatios del campamento. “Es una dinámica muy diferente a la de la jungla, donde siempre estábamos en movimiento y bajo amenaza”, confesó.

Villaraga, el funcionario del campo y exrebelde, indicó que el plan es hacer de Icononzo una “ciudadela” de cambio social y económico; un lugar donde los camaradas de ideas afines puedan vivir en armonía.

Ello eventualmente requerirá que el sitio sea autosuficiente. En la actualidad, el gobierno les suministra alimentos y suficiente combustible diésel para mantener en funcionamiento las plantas de energía eléctrica. Pero estas ayudas finalizarán el 1º de abril, y los estipendios mensuales a los excombatientes cesarán en agosto de 2019.

Además del incipiente negocio del aguacate, el campamento de Icononzo también tiene ocho acres de cultivos en hileras de frijoles y guisantes. Reuniendo los $2,500 en pagos de cada rebelde desmovilizado para proyectos empresariales aprobados, los residentes planean plantar un huerto de árboles frutales y, posiblemente, iniciar un negocio de turismo.

Icononzo tiene ventaja sobre otros campamentos porque está lejos de las granjas ilegales de coca o los centros de producción de cocaína, la extracción ilícita de oro y la actividad criminal de pandillas, lo cual significa que hay menos tentaciones ilegales para los excombatientes.

Y a diferencia de algunos emplazamientos que se han enfrentado al creciente resentimiento de los agricultores cercanos, que envidian el apoyo gubernamental que estos reciben, también tiene una buena relación con La Fila y otras aldeas cercanas en el municipio de Icononzo, según los residentes y Marcel Giraldo, una oficial de la comisión de paz del gobierno que visita la zona varias veces a la semana.

Los líderes del campo han persuadido a las aldeas vecinas de que trabajarán juntos en proyectos de obras económicas y públicas, incluida la posible compra de un camión para transportar los cultivos al mercado central de Bogotá, que les ahorrará los pagos a los intermediarios.

“Lo que me gusta es que ahora podemos ir a la ciudad, comprar cosas y expresarnos libremente con la gente”, aseveró Adrián Reyes, de 60 años, quien pasó más de la mitad de su vida en las FARC. “Antes de la paz, eso era imposible. Teníamos que permanecer escondidos o fuera de la vista”.

Exrebeldes y soldados del ejército -alguna vez enemigos mortales- ahora se reúnen regularmente al pie de la colina del asentamiento, bajo una gran lona azul, para compartir cafés y discutir sobre eventos actuales y problemas de seguridad. En diciembre, los soldados llevaron regalos de Navidad a los niños del campamento.

De alguna manera, los exrebeldes han recreado la vida colectiva que tuvieron durante el enfrentamiento, aunque sin las armas. Pero para algunos exguerrilleros, la rutina en comunidad perdió su atractivo.

Un excombatiente que pidió ser identificado únicamente como Felipe, por temor a su seguridad, pasó 30 años con los rebeldes. Los últimos 10 de ellos fueron en prisión, después de su condena por participar en dos secuestros.

Felipe fue liberado en mayo pasado como parte de una amnistía general, y trasladado al campamento de Icononzo para comenzar el proceso de desmovilización. Ocho días después se marchó de allí y finalmente regresó a su ciudad natal, Cali.

“Pagué un alto precio, esos 10 años en la cárcel, y ahora quiero estar cerca de mis tres hijas. La aceptación de ellas, mis hermanos y mi madre es muy importante para mí”, afirmó. “He perdido mucho tiempo y no quiero perder ni un minuto más”.

Ahora estudia para ser psicólogo. Sin embargo, no les ha contado a sus compañeros acerca de su pasado rebelde.

Traducción: Valeria Agis

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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