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Mientras aumentan las muertes por violencia homofóbica en Brasil, este hogar es un refugio para jóvenes LGBTQ

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Es martes por la mañana y la clase de yoga se cancela. La llamada llega 15 minutos antes del comienzo, lo cual deja a Iran Giusti sin tiempo para que los estudiantes sepan que su maestra no llegará al centro comunitario Casa 1, en el centro de San Pablo, para la clase de las 10 a.m.

Mientras cuelga el teléfono, dos alumnos ingresan al gran garaje antiguo de techos altos donde Giusti está trabajando; su computadora portátil sobre una larga mesa de madera sostenida por patas de caballete.

Casa 1, un hogar para jóvenes LGBTQ expulsados por sus familias debido a su orientación sexual o identidad de género, abrió las puertas de su centro comunitario en septiembre, pero la casa original, justo a la vuelta de la esquina, celebró su primer aniversario el 25 de enero.

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Fue muy necesario. Mientras que San Pablo es reconocida por tener el Desfile del Orgullo Gay más grande del mundo, y el matrimonio entre personas del mismo sexo es legal en Brasil desde 2013, las muertes violentas de personas LGBTQ en el país alcanzaron un máximo histórico el año pasado, cuando al menos 445 brasileños fallecieron a causa de la violencia homofóbica, de acuerdo con el grupo de vigilancia Gay Group of Bahia. De ese total, 387 fueron homicidios y 58 fueron suicidios.

“Lo siento, no habrá clase hoy”, les dice Giusti a los jóvenes que entran por la puerta lateral, desde el vestíbulo principal del centro. En tanto, sus tres perros circulan por la habitación, agitando sus colas mientras salen y entran del garaje hacia el portón principal y viceversa.

Uno de los estudiantes cruza el salón y le entrega a Giusti una bolsa de plástico blanca llena de papel higiénico, pasta de dientes, jabón y champú. “Traje algunas donaciones, así que valió la pena el viaje”, dice con una sonrisa.

Giusti le da las gracias y un abrazo, coloca la bolsa junto a sus pies y mira su computadora. Incluso con la puerta del garaje abierta y dos ventiladores girando a máxima velocidad, el calor del verano es sofocante. Está intentando acceder a los libros de Casa 1 para ver con qué tiene que trabajar este mes, pero el servicio de internet falla en todo el vecindario.

“Dirigimos este lugar como cualquier otro hogar brasileño: un mes pagas la factura del gas, al siguiente pagas la luz”, afirma entre risas. “Entonces, al menos no nos cortan ningún servicio”.

El segundo piso del edificio de ladrillos rojos de Casa 1 debía albergar a ocho personas, pero Giusti tuvo que hacer espacio para 12 en su primera semana. Ahora, el centro hospeda hasta 20 individuos a la vez. La identidad de género de los residentes tiende a dividirse por la mitad: 50% transgénero, 50% cisgénero (alguien cuya identidad de género coincide con su género al nacer).

En su primer año, 78 personas entre los 18 y 25 años pasaron por sus puertas, quedándose hasta por cuatro meses cada una. Mientras están allí, encontrar vivienda y empleo permanentes, terminar la educación y cuidar tanto la salud física como la mental se convierten en prioridades. La mayoría de los voluntarios de Casa 1 son profesionales de la salud y educadores que ayudan a los residentes a retomar el rumbo cuando no tienen otro lugar adonde ir.

Debajo de la residencia, en el primer piso, hay tres espacios abiertos al público: una biblioteca, una galería que exhibe arte LGBTQ y una tienda de ropa que dona los artículos que recibe a las personas sin hogar.

Los talleres y cursos solían dictarse allí, pero el espacio era demasiado pequeño, lo cual llevó a Giusti a abrir el centro comunitario cercano a Casa 1. Si bien los residentes tienen prioridad, las actividades gratuitas también están abiertas al público y muchos de los vecinos del centro asisten a clases de temas tan variados como yoga, costura, inglés y conceptos básicos de informática.

Es poco antes de las 2 p.m. cuando Reinaldo da Silva Freitas Jr. entra al espacio donde se suponía que tendría lugar la clase de yoga matinal. El joven pasó su día entregando currículos y caminó desde su hogar en Casa 1 al centro comunitario después de almorzar carne asada, arroz, frijoles y ensalada sobrante de un evento del día anterior.

Una segunda mesa de madera se coloca paralela a la primera para la clase de costura de esta tarde. Dos estudiantes ya están sentados en una de ellas, uno frente al otro. Freitas toma una silla de plástico blanca de una pila en la esquina y se ubica al lado de Andrea Ferrara, quien habla con Max Milliano Melo. Ella lo saluda con la mano.

“Hola Reinaldo, ¿trajiste tus medidas?”, pregunta.

Él saca una libreta de su bolso y muestra una pequeña hoja de papel.

“Pensé que las había olvidado, pero están aquí”, responde.

Otros estudiantes ingresan mientras los tres esperan que llegue su maestra.

“¿Cuánto tiempo ya has estado en Casa 1?”, Ferrara pregunta.

“Desde finales de noviembre, así que poco más de un mes”, explica Freitas.

Freitas tiene 19 años y Casa 1 es el cuarto hogar que ha tenido en su tumultuosa vida. Su madre murió cuando él era un bebé y su padre lo envió a vivir con amigos de la familia, en una zona rural del estado de Mato Grosso do Sul. Cuando tenía siete años, su padre regresó para enviarlo a San Pablo a vivir con una mujer que supuestamente era su tía, aunque luego él se enteraría de que no eran parientes. A pesar de todo, llegó a considerarla como su madre, alguien en quien podía confiar y que lo aceptaría cuando le contara sobre su sexualidad. En lugar de ello, la mujer le dio dos días para marcharse de la casa.

“Esto ha sido excelente hasta ahora”, le dice a Ferrara y Melo, acerca de su tiempo en Casa 1. “Todo lo que necesito ahora es un empleo. Así puedo ahorrar algo de dinero para poder alquilar una habitación e ir a la universidad algún día. Quiero estudiar moda”.

En ese momento, la profesora de costura, Nawira Scarano, entra por la puerta abierta del garaje. “Lo siento, llegué tarde, perdón a todos”.

Ella pone su bolsa en la otra mesa y explica que la clase del día será teoría de la creación de patrones. “Les mostraré lo difícil para que todo lo que hagan en el futuro les parezca fácil”, dice.

A medida que reparte plantillas de curvas francesas hechas de papel, Freitas busca hacia abajo en la pantalla de su teléfono móvil con el pulgar. “Reinaldo, baja ese teléfono”, le pide la profesora con una sonrisa. “No hay Facebook en esta clase”.

“Ya no tengo Facebook aquí”, responde él. “Era demasiado”.

“Instagram entonces. Sé lo mucho que te gusta”.

Freitas sonríe y coloca su teléfono sobre la mesa mientras Scarano explica que los moldes que harán serán solo la mitad de la prenda -una camisa- ya que la tela se doblará para hacer que cada lado sea idéntico.

Scarano pide a sus alumnos que tomen las hojas de papel con las medidas que tomaron la semana pasada. Ella rodea la mesa para asegurarse de que todos entiendan cómo hacer los cálculos para el molde.

“Cualquiera que tenga un cuerpo con curvas o que quiera pliegues en la cintura, puede colocarlos ahora”, indica. “Desafortunadamente, cuando busquen patrones en línea, todos serán etiquetados como masculinos o femeninos. Los patrones sin género todavía no existen”.

Freitas practica armar un pliegue con una hoja de papel. Cuando logra hacerlo bien, lo levanta para mostrarle a Scarano. “Si tenemos suficiente tiempo, les mostraré un video sobre elaboración de Dior”, dice ella.

“Ah, siempre con Dior”.

A medida que siguen dibujando sus moldes, un estudiante nuevo comenta que su padre era sastre y que tiene curvas francesas en casa que pueden usar.

“¿Un sastre?”, exclama Freitas. “Entonces, ¿dónde están todas tus prendas de lujo?”.

“En casa, en mi armario”, responde él riendo. “Donde solía estar yo también”.

Traducción: Valeria Agis

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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