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Los asesinatos generalizados de candidatos ensombrecen las elecciones mexicanas

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Los sicarios llegaron en motocicleta, a pleno mediodía; entraron al restaurante Toreo y, sin decir una palabra, abrieron fuego contra Antonia Jaimes Moctezuma.

Luego se alejaron; su misión estaba cumplida.

Jaimes era madre de dos hijos, tenía 47 años, era la propietaria del restaurante y aspiraba a un escaño en el congreso estatal. Su asesinato, ocurrido el 21 de febrero en la ciudad de Chilapa, en el violento estado mexicano de Guerrero, se cuenta entre las más de dos docenas de homicidios de candidatos postulados para las elecciones de julio venidero.

“La situación de inseguridad es muy grave aquí”, aseguró su viudo, Moisés Acevedo. “Pero no solo en Chilapa. Están matando candidatos en todo el país”.

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Las autoridades confirmaron los asesinatos de al menos 30 candidatos, según Alfonso Navarrete, secretario del Interior de México. Algunos informes indican que la cuenta desde 2017 podría ser de casi el doble.

Los homicidios, en su mayoría de candidatos locales y ocurridos en áreas provinciales lejos de la capital mexicana, forman un telón de fondo escalofriante para las elecciones del 1 de julio, que incluyen postulaciones para la presidencia, el Congreso y cargos locales en todo el país. En total, más de 3,000 puestos están en juego, la mayor cantidad en una sola votación.

Los candidatos asesinados representaban a una amplia gama de afiliaciones y movimientos políticos; ello sugiere que los homicidios están más vinculados con las tomas de poder local y las rivalidades entre pandillas, que con los conflictos nacionales entre partidos. La gran mayoría de las víctimas carecían de personal de seguridad y del reconocimiento público, lo que ofrece cierta protección para los candidatos nacionales y de alto perfil.

Casi todos los asesinatos recibieron poca atención de los medios de comunicación nacionales, que se centran principalmente en los contendientes presidenciales que aparecen a diario en televisión.

Entre las víctimas más recientes se encuentra Aaron Varela Martínez, un candidato a la alcaldía en el estado de Puebla quien, apareció baleado en su vehículo el 1 de marzo de 2017, en las afueras de la ciudad de Santa Clara Ocoyucán. Abogado, Varela era miembro del izquierdista Movimiento de Regeneración Nacional, conocido como Morena.

Su lema de campaña era “No mentir, no traicionar y no robar”.

También en marzo, un aspirante al Congreso de la agrupación Morena recibió un disparo, en una calle del estado norteño de San Luis Potosí, pero sobrevivió.

La letanía de ataques ha generado una profunda preocupación, aquí y en el extranjero, sobre el estado de la democracia mexicana.

“México está sufriendo un riesgo en la legitimidad de sus procesos electorales”, consideró Erubiel Tirado, politólogo de la Universidad Iberoamericana de México y experto en violencia. “La pregunta es: ¿Realmente el estado mexicano tiene la capacidad de proteger [a los candidatos]? Creo que no”.

El aumento en asesinatos políticos “es absolutamente inaceptable en un proceso electoral”, consideró Luis Almagro, secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA), que planea enviar un equipo de observadores para la votación de julio.

“El promedio es de un candidato asesinado cada cuatro o cinco días”, dijo Almagro a los periodistas en Madrid, en marzo. “Estamos muy preocupados”.

La mayoría de los casos siguen sin resolverse, a pesar de las promesas de investigación por parte de las autoridades. Los motivos siguen siendo turbios pero muchos sospechan tanto de las disputas políticas internas como de la determinación de las pandillas de retener o afirmar el control del sistema político en sus patios traseros.

Los ataques, dijo recientemente el secretario del Interior a la prensa, están “muy enfocados en algunas regiones del país”, principalmente en áreas donde el crimen organizado a menudo tiene un control insidioso del poder y la aplicación de la ley federal se ha reducido. “Eso no significa que no estemos tomando medidas”, continuó. “Podríamos hacerlo mucho mejor en un año electoral, ser mucho más efectivos”.

Entre los lugares más afectados se encuentra el estado de Guerrero, donde la corrupción política es desenfrenada y varias facciones compiten por el control del narcotráfico, la extorsión, los secuestros y otras estafas. Los mafiosos sobornan rutinariamente a policías y políticos locales. Desde principios de 2017, más de una docena de candidatos fueron asesinados allí.

La situación se ha vuelto tan inestable, que el obispo católico Salvador Rangel Mendoza realizó una cumbre extraordinaria con los líderes del cártel, el 30 de marzo, para pedir el fin de la persecución de los aspirantes políticos. “Les pedí sobre todo que traten de no asesinar políticos”, le dijo a un entrevistador del canal mexicano Milenio, al describir su conversación con los narcos. “También les pedí que permitan [a los candidatos] realizar sus campañas libremente”.

Rangel, quien enfrentó una tormenta de críticas oficiales por su enfoque poco ortodoxo hacia los capos, afirmó que obtuvo la promesa de que no habría candidatos en las listas de objetivos.

Pero la historia reciente de México sugiere que tal garantía puede ser ilusoria.

No hubo asesinatos de alcaldes durante las décadas de 1980 y 1990, de acuerdo con Justice in México, un proyecto de investigación en la Universidad de San Diego. Pero hoy, ser alcalde o legislador regional puede estar entre los trabajos más peligrosos del país.

La Asociación Nacional de Alcaldes de México informó recientemente que más de 100 alcaldes, alcaldes electos y exalcaldes fueron asesinados desde 2006.

Ese fue el año en que el entonces presidente Felipe Calderón, con el respaldo de los EE.UU., lanzó un nuevo capítulo en la guerra contra las drogas en México, que incluyó la llamada estrategia de capos -dirigida contra los líderes de cárteles-, lo cual dio como resultado luchas por los fragmentados imperios de tráfico. La última década fue testigo de intensos enfrentamientos internos en esas agrupaciones, tiroteos entre traficantes y fuerzas gubernamentales, y un aumento en los homicidios y desapariciones de ciudadanos.

En 2016, cuando seis alcaldes fueron asesinados, las personas mexicanas en ese cargo tenían casi 12 veces más probabilidades de ser asesinadas que los miembros de la población en general, según un análisis de Justice in México.

En un caso particularmente inquietante, hombres armados irrumpieron en la casa de Gisela Mota poco después del amanecer el 2 de enero de 2016 y la ejecutaron. La primera mujer alcaldesa de la ciudad de Temixco, en el estado de Morelos, había hecho campaña con una promesa anticorrupción. Era su segundo día en el puesto.

En sitios como los estados de Morelos y Guerrero, los legisladores deben recorrer una delgada línea entre las responsabilidades del cargo y no molestar a los grupos delictivos hiperviolentos. Incluso los políticos que tienden a ser honestos, dicen los observadores, a menudo se ven obligados a forjar un modus vivendi con las pandillas.

En las áreas disputadas, los políticos pueden ser vistos como aliados de una facción rival u otra. “Un grupo delictivo puede creer que un alcalde está colaborando con otro bando y que debe ser eliminado de inmediato”, expuso Laura Calderón, oficial de programa de Justice in México. “O el crimen organizado puede sentirse traicionado porque un alcalde se negó a colaborar y por eso deciden eliminarlo”.

Los asesinatos de políticos también pueden servir como mensajes especialmente potentes del inframundo criminal.

En junio de 2014, el cuerpo plagado de balas de una exconcejal de San Miguel Totolapán, en el estado de Guerrero, fue hallado junto con una pancarta que decía: “Esto le ocurrirá a cualquiera que le pase información a ‘El Pez’”.

La advertencia era de Los Tequileros, el cártel dominante en el área. “El Pez” era el líder de una pandilla rival, conocida como la Familia Michoacana.

En el momento de su asesinato en Chilapa, Jaimes competía por un puesto en el congreso estatal bajo la bandera del Partido de la Revolución Democrática, de tendencia izquierdista.

La exconcejal de la ciudad entendía los riesgos en Chilapa, una extensa municipalidad de 120,000 habitantes que se ha convertido en uno de los lugares más letales del país. Dos pandillas, los Rojos y las Ardillas, compiten por el terreno circundante para cultivar amapolas, la base de la heroína que luego es contrabandeada a los Estados Unidos.

Cuatro días después del homicidio de Jaimes, otra candidata de Chilapa para el mismo asiento en el Congreso fue hallada muerta de un disparo, junto al cuerpo de un primo, en el baúl de un automóvil abandonado al costado de una ruta. Dulce Rebaja Pedro, de 28 años, era miembro del oficialista Partido Revolucionario Institucional (PRI), y presidía comités regionales de asuntos indígenas y afromexicanos.

La violencia en Chilapa no ha disminuido.

El 5 de abril, la policía descubrió cinco cuerpos tirados al costado de una carretera. Esa noche, precisaron las autoridades, el jefe de seguridad de Chilapa viajaba en un automóvil de la policía por el mismo camino, cuando los atacantes abrieron fuego y lo mataron.

Los asesinatos de los dos candidatos al Congreso estatal provocaron que, al menos un aspirante político de Chilapa abandonara la contienda electoral. Sin embargo, los partidos políticos se han comprometido a presentar nuevos candidatos.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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