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Los alimentos grasos y dulces ‘secuestran’ la parte del cerebro que regula el consumo de alimentos

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Podrá haber llevado miles de generaciones de caza, recolección, agricultura y cocina llegar hasta aquí. Pero, al final, el genio de la humanidad ha combinado las grasas y los carbohidratos para producir glorias culinarias como las donas, los fettuccini Alfredo, los nachos y el pastel de chocolate con glaseado de crema de mantequilla.

No hace falta decir que estos deleites no provienen de la naturaleza; resulta que las combinaciones de carbohidratos y grasas generalmente no existen en el entorno en el que el hombre evolucionó.

Tampoco, según una investigación reciente, existe la capacidad humana para intuir el contenido calórico de tales delicias gustativas. En lugar de ello, cuando se enfrenta con productos alimenticios que combinan grasas e hidratos de carbono, el cerebro humano responde con una oleada de motivación que supera la respuesta provocada por alimentos que solo tienen alto contenido en grasas o de carbohidratos.

Es un enigma creado por el hombre como muchos otros, y que probablemente ha contribuido con la crisis mundial de obesidad: ¿Qué hacemos cuando los productos de nuestro ingenio y nuestra industria hacen cortocircuito con nuestros rasgos de evolución y nos conducen hacia la destrucción?

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El estudio, que acaba de publicarse en la revista Cell Metabolism, en realidad no revela algo que no supiéramos ya, en cierto modo: comemos demasiado, y demasiado de lo incorrecto, y estamos pagando el precio de ello con mayores tasas de enfermedades cardiovasculares, diabetes y cáncer, y en vidas acortadas por la obesidad.

Sin embargo, sí arroja algo de luz sobre por qué ello ocurre, y por qué encontramos todo -desde una común galleta Ritz hasta el dulce de pastelería más sublime- tan irresistible: es esa combinación diabólica de grasa y carbohidratos. Caloría por caloría, se descubrió, preferimos algo graso y con azúcar, que algo puramente graso, o algo con alto contenido de carbohidratos. Y lo hacemos con escaso reconocimiento de cuán calórica resulta esa elección.

Los autores de la nueva investigación trataron de demostrar esto reuniendo a 56 participantes delgados para el estudio, con una edad promedio de 25 años. Algunas horas después de alimentar a estos sujetos con un desayuno diseñado para dejarlos algo hambrientos, los investigadores les dieron una pequeña asignación monetaria, les mostraron 39 fotos de diferentes alimentos que les resultarían familiares y les pidieron que hicieran ofertas para los que más les apetecían. Si superaban la oferta de la computadora, se les permitiría usar su asignación para comprar y comer ese artículo al final del juego.

También se les pidió a los sujetos que juzgaran qué tan calórico era cada artículo alimenticio que veían, y que dijeran cuánto les gustaba la comida en la foto. Todas las porciones de bocadillos en la imagen en realidad contenían la misma cantidad de calorías. Pero un tercio de ellas eran de productos con alto contenido de carbohidratos, incluyendo dulces, pan blanco y espaguetis; un tercio eran alimentos ricos en grasa, como trozos de queso y rodajas de salame, y un tercio eran una combinación de grasas y carbohidratos, como una pila de galletas mantecosas, una pila de dulces de chocolate y una rebanada de pastel con varias capas.

Finalmente, los participantes observaron todas las imágenes mientras sus cerebros eran escaneados para ver qué región de estos se volvía más activa a medida que consideraban diferentes tipos de alimentos.

En una serie de análisis que combinaron y cruzaron las respuestas, los investigadores descubrieron que, sin importar cuánto los sujetos habían dicho que les gustaban los ítems grasos o con carbohidratos, estaban dispuestos a pagar más (y, por lo tanto, tenían más posibilidades de comer) los artículos que combinan grasas y carbohidratos. Su actividad cerebral mientras miraban las imágenes contaba la misma historia: podían haber calificado su gusto por el salame o los dulces tan alto como por el pastel o las galletas saladas. Pero los elementos que más impulsaban los circuitos de recompensa de sus cerebros eran las combinaciones de carbohidratos y grasas.

Cuando se les pidió que calificaran el contenido calórico de los ítems en la imagen, los sujetos juzgaron bien el valor de los ítems grasos, pero les fue peor juzgando las calorías de los refrigerios ricos en carbohidratos, y en bocadillos que combinaban ambos.

“La grasa y los carbohidratos interactúan para potenciar la recompensa”, escribieron los autores de un estudio recién publicado en la revista Cell Metabolism. “Combinar grasa y azúcar de forma independiente aumenta el valor de recompensa de los alimentos, más allá de la carga calórica, el gusto o el tamaño de la porción, y altera la capacidad de estimar con precisión la densidad energética de los alimentos grasos”.

Traducción: siempre que las preparaciones que combinan grasa y azúcar nos llamen desde estantes, escaparates, pantallas de televisión y menús, somos vulnerables a nuestros instintos más primarios, que no han evolucionado para ignorar, sentir disgusto o decir ‘no’ a estos productos de invención humana.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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