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Miles de venezolanos se trasladan a Colombia, hambrientos, enfermos y cada vez más desesperados

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Para encontrar evidencia de que la crisis migratoria venezolana está abrumando esta ciudad fronteriza colombiana, no hace falta buscar más allá del hospital más importante. La sala de emergencias, con capacidad para atender a 75 pacientes suele estar abarrotada con 125 o más. Por lo general, dos tercios de ellos son venezolanos empobrecidos, con huesos rotos, infecciones, lesiones por traumatismos; no tienen seguro, y casi no disponen de dinero en efectivo.

“Estoy aquí porque necesito medicinas que debo tomar cada tres meses para no morir”, afirmó César Andrade, de 51 años de edad y sargento retirado del ejército de Caracas, quien llegó al Hospital Universitario Erasmo Meoz de Cúcuta para pedir medicamentos contra la malaria, que no puede obtener en Venezuela. “Estoy empezando una nueva vida en Colombia. La crisis en mi país me obligó a hacerlo”.

El gran aumento de los migrantes venezolanos que huyen de la crisis económica de su país, el pobre sistema de salud y el gobierno represor, está afectando al área metropolitana de Cúcuta más que a cualquier otra zona en Colombia. Allí es donde el 80% de todos los venezolanos que emigran rumbo a Colombia ingresan como extranjeros.

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Aunque rechaza a los venezolanos con cáncer o condiciones crónicas, el hospital atendió a 1,200 enfermos migrantes de emergencia en abril, una cifra muy por encima del puñado de pacientes -en su mayoría víctimas de colisiones de tránsito- que recibía hasta marzo de 2015, antes de que el éxodo venezolano comenzara a tomar fuerza.

Las pérdidas del hospital aumentan junto con su carga de casos. La instalación ha acumulado deudas por $5 millones en los últimos tres años por atender a los venezolanos, porque el gobierno colombiano no puede reembolsar los costos, señaló Juan Agustín Ramírez, director del centro médico, que cuenta con 500 camas. “El gobierno nos ordenó atender a pacientes venezolanos, pero no nos da los recursos para pagar por ello”, indicó Ramírez. “La verdad es que nos sentimos abandonados. Podría llegar un momento en que colapsemos”.

Un promedio de 35,000 personas cruzan cada día el Puente Internacional Simón Bolívar, que une los dos países. Cerca de la mitad de ellos vuelven al lado venezolano luego de hacer compras, negocios o de visitar a su familia. Pero el resto permanece en Cúcuta, al menos temporalmente, o se traslada al interior de Colombia u otras naciones.

Para muchos venezolanos, la primera parada después de cruzar es la cafetería Divina Providencia, un comedor social al aire libre, pegado al puente. Un sacerdote católico, el padre Leonardo Mendoza, junto con personal voluntario, sirven alrededor de 1,500 comidas diarias que no son suficientes.

En un día reciente, las filas de venezolanos -con desesperación y hambre en sus rostros- se extendían alrededor de la manzana. Algunos no tenían los boletos que se habían entregado más temprano en el día y eran rechazados. “Los niños se acercan y me dicen: ‘Padre, tengo hambre’. Es desgarrador. Es el testimonio de los pequeños el que inspira las acciones caritativas de todos nosotros aquí “, expresó Mendoza.

El número exacto de migrantes venezolanos que se quedan en Colombia es difícil de calcular debido a la permeable frontera de 1,400 millas, que tiene siete cruces formales. Pero las estimaciones oscilan entre 800,000 llegadas en los últimos dos años. Al menos 500,000 personas se han trasladado a los Estados Unidos, España, Brasil y otros países latinoamericanos, consideran los funcionarios.

“Todos los días, 40 autobuses llenos con 40 o más venezolanos salen de Cúcuta, cruzan Colombia y van directamente a Ecuador”, indicó Huber Plaza, un delegado local de la Agencia Nacional para el Manejo de Riesgos de Desastres. “Se quedan allí o se dirigen a Chile, Argentina o Perú, que parece ser el destino preferido por estos días”.

Muchos llegan en la ruina, tienen hambre y necesitan atención médica inmediata. En los últimos dos años, la provincia de Norte de Santander, donde se encuentra Cúcuta, vacunó a 58,000 venezolanos por sarampión, difteria y otras enfermedades infecciosas porque solo la mitad de los niños que llegaban estaban inmunizados, señaló Nohora Barreto, enfermera del departamento de salud provincial.

El día en que Andrade, el sargento del ejército retirado, se presentó para su tratamiento, las camillas dejaban poco espacio en los corredores atestados de las salas y el hospital, creando una carrera de obstáculos para las enfermeras y los médicos que gritaban órdenes, repartían formularios y comenzaban a examinar a los pacientes.

Andrade y muchos otros debían ubicarse en medio de las camillas, porque todas las sillas y camas estaban ocupadas. Cerca de allí, una mujer en trabajo de parto gemía de dolor mientras caminaba vacilante entre los pacientes de urgencias con el apoyo de su acompañante.

Dionisio Sánchez, un trabajador venezolano de 20 años, estaba sentado en una cama, esperando ser atendido por un severo corte en su mano, que había sufrido en una obra en construcción de Cúcuta. En medio del bullicio, los gritos y el personal médico que pasaba, el hombre miraba hacia el frente en silencio, con la mano envuelta en una gasa, resignado a una larga espera. “Por suerte esto no me ha sucedido en casa”, expuso Sánchez. “Todos sufren mucho allí. No quería irme, pero el hambre y otras circunstancias me obligaron a tomar la decisión”.

Los signos de la tensión causada por la avalancha de migrantes son abundantes todas partes de esta ciudad, de 650,000 habitantes. Las escuelas están superpobladas, las organizaciones caritativas que gestionan cocinas y los refugios están abrumados, y la policía que persigue a los vagabundos y vendedores ambulantes no autorizados en los espacios públicos se ve superada.

“Despejamos a 30 personas del parque, pero tan pronto como nos vamos, 60 más vienen a reemplazarlas”, afirmó un policía con casco durante su patrulla nocturna con otros cuatro camaradas, por Santander Plaza, en el centro de la ciudad. El oficial expresó su simpatía por los inmigrantes y negó con la cabeza al describir las multitudes de personas sin hogar que llegan, diciendo que es imposible controlar la marea.

Sentado en un banco del cercano parque estaba Jesús Mora, un mecánico de 21 años de edad, que llegó desde Venezuela en marzo. Él evita dormir allí, relató, y busca un callejón o “un lugar en la sombra, donde la policía no me moleste”.

“Mientras no crean que vendo drogas, estoy bien”, expresó Mora. “Esta noche, estoy aquí para esperar un camión que trae comida gratis a esta hora”. Mora espera obtener un permiso de trabajo. Mientras tanto, gana dinero como puede, reciclando botellas, plástico y cartón que hurga en las calles y en botes de basura.

El sistema escolar metropolitano de Cúcuta está a punto de colapsar con los niños migrantes, a quienes se les otorgan pases renovables de seis meses para asistir a clases. Eduardo Berbesi, director del Instituto Educacional Frontera, una escuela pública K-12 en Villa de Rosario, que se encuentra a poca distancia del Puente Internacional Simón Bolívar y tiene 1,400 alumnos, cuenta con fondos para entregar almuerzos solo al 60% de sus estudiantes. El hombre culpa al gobierno por no darle dinero para financiar el crecimiento del 40% en la inscripción desde que comenzó la crisis, en 2015. “El gobierno nos dice que recibamos a los estudiantes venezolanos, pero no nos da nada para pagar por ellos”, indicó Berbesi. Negarle almuerzos a los estudiantes hambrientos le molesta. “Y los niños y sus padres me culpan a mí, no al estado”, aseguró.

En una tarde reciente, cada esquina de Cúcuta parecía estar ocupada con vendedores de plátanos, dulces, café e incluso rollos de papel de aluminio. “Si vendo 40 tazas de café, gano lo suficiente para comprar un kilo de arroz y un poco de carne”, comentó Jesús Torres, de 35 años, un venezolano que arribó en abril. Torres llevaba una bolsa con termos que había llenado con café esa mañana, para vender luego en vasos de plástico. “La situación es complicada aquí, pero es mejor que en Venezuela”.

Esa misma noche, Leonardo Albornoz, de 33 años, pedía monedas en un semáforo del centro, mientras su esposa y sus tres hijos -de entre seis meses y ocho años de edad- observaban. Relató que había estado sin trabajo en su Mérida natal durante meses, y que decidió irse a Colombia en abril porque sus hijos “se iban a dormir con hambre todas las noches”.

Cuando la luz se puso roja, Albornoz se acercó a los automóviles y autobuses detenidos en la intersección para ofrecer paletas (lollipops) a cambio de donativos. Aproximadamente la mitad de los conductores respondían con una sonrisa y algo de cambio. Varios pasajeros del autobús le pasaron monedas a través de sus ventanas abiertas.

Desde la acera, Kleiver, su hijo de ocho años, miraba con desaliento. Eran las 9:30 p.m., a la mañana siguiente tenía clases y debería haber estado durmiendo a esa hora, pero Albornoz y su esposa no tienen a nadie que cuide de él ni de sus otros hijos en el edificio abandonado donde se alojan. “Mi historia es triste como muchas otras, pero la gota que desbordó el vaso fue cuando el gobierno [venezolano] confiscó mi pequeña parcela de tierra, donde podíamos cultivar alimentos”, relató Albornoz.

El aumento en los trabajadores informales venezolanos ha llevado la tasa de desempleo de Cúcuta al 16%, en comparación con el 9% registrado a nivel nacional, explicó el alcalde César Rojas, en una entrevista concedida en el Ayuntamiento. Aunque los colombianos en general han dado la bienvenida a sus vecinos, dijo, las señales de resentimiento entre los residentes locales desempleados están creciendo. “El gobierno nacional no nos envía los recursos para pagar las deudas, y ahora tenemos una crisis económica”, indicó Rojas. “A medida que la situación en Venezuela empeora, el éxodo solo puede aumentar”.

El gobierno colombiano admite que fue tomado por sorpresa por las dimensiones -y los costos- de la emigración venezolana, una de las más grandes de su especie en la historia reciente, destacó Felipe Muñoz, quien fue nombrado gerente de la frontera venezolana por el presidente Juan Manuel Santos, en febrero último.

“Es un problema crítico, complejo y enorme”, aseguró Muñoz. “Ningún país podría haber estado preparado para recibir el volumen de migrantes que recibimos. En Latinoamérica, es algo inaudito. Estamos lidiando con 10 veces más personas que las que dejaron Medio Oriente y se trasladaron a Europa el año pasado (2017)”.

Jozef Merkx, representante de Colombia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados -que está tomando un rol activo para ayudar al país a lidiar con la afluencia de gente-, concuerda. América Central tuvo grandes flujos migratorios en la década de 1980, pero fueron causados por conflictos armados, dijo. “Los venezolanos se van por diferentes razones, y la naturaleza mixta de la crisis de desplazados es lo que convierte la situación en un éxodo particular”, aseveró Merkx durante una entrevista en su oficina, en Bogotá.

Para Muñoz, Colombia siente la obligación especial de ayudar a los venezolanos necesitados. En décadas pasadas, cuando la economía impulsada por el petróleo del país vecino requería más mano de obra de la que la población local podía proporcionar, cientos de miles de colombianos se trasladaron allí para trabajar. Ahora, las cosas se han dado vuelta.

El presidente de Colombia solicitó ayuda a la comunidad internacional. El gobierno de los EE.UU. se involucró recientemente: el Departamento de Estado anunció el 1 de mayo pasado que contribuiría con $18.5 millones “para ayudar a los desplazados venezolanos en Colombia, que huyen de la crisis en su país”.

Manuel Antolínez, director del refugio del Comité Internacional de la Cruz Roja montado para venezolanos cerca de la frontera en Villa de Rosario, con 240 camas, supone que la crisis empeorará en lugar de aliviarse. “Pensamos que, después de las elecciones presidenciales del 20 de mayo en Venezuela, y con la probable victoria del presidente [Nicolás] Maduro, habrá una mayor insatisfacción con el régimen y más opresión contra la oposición”, afirmó. ”Las condiciones de vida se agravarán”.

Cualquiera que sea su duración, la crisis llevó a Ramírez, director del Hospital Universitario Erasmo Meoz, a extender los pagos a sus proveedores de un promedio de 30 días después de la facturación, a 90. El funcionario espera que el gobierno brinde pronto la ayuda financiera. “El colapso ocurrirá cuando no podamos pagar a nuestros empleados”, dijo. Y teme que eso suceda pronto.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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