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Este restaurante de la Ciudad de México rescata a deportados con empleos y barbacoa al estilo texano

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En los días posteriores a su deportación, Víctor Cruz Ortega deambulaba con pánico creciente por las abarrotadas calles de la Ciudad de México.

Sus hijos, su trabajo y todas las demás facetas de su vida estaban en Redondo Beach, la soleada comunidad californiana a la que llamó su hogar durante tres décadas. Ahora estaba solo y sin un centavo, en una metrópolis latinoamericana llena de gente que no había visto desde que se marchó a los Estados Unidos, a los 11 años.

Cruz, de 45 años, solicitaba cada empleo que veía publicitado: cocinero, trabajador de hotel, guía turístico. A veces, comenzaba a llorar en público. Intentaba darse ánimo, rezaba, hasta que luego, finalmente, después de meses de buscar, llegó una bendición imprevista y de la forma más improbable: Cruz fue rescatado por un asador de estilo texano.

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Así, en mayo, comenzó a trabajar como ayudante de cocina en Pinche Gringo, una popular barbacoa de la Ciudad de México, cuyo propietario estadounidense ha realizado un esfuerzo especial para contratar a deportados y mexicanos que han regresado después de largas temporadas al norte de la frontera. El dueño, Dan Defossey, sostiene que es su respuesta a las duras políticas de inmigración del presidente Trump, que en 2017 dieron por resultado la deportación de más de 11,000 mexicanos por mes.

“Ese es nuestro gobierno. Me siento responsable por ello”, afirmó Defossey, un nativo neoyorquino que se enamoró de la barbacoa (y la frontera) mientras enseñaba en una escuela secundaria en el sur de Texas. “Entonces, te preguntas: ‘¿Qué puedo hacer al respecto?’”.

Siete de los 50 empleados de Defossey fueron deportados a México o regresaron por motivos personales. Ellos son parte de una creciente afluencia de ciudadanos que vuelven y luchan por reintegrarse en la sociedad mexicana, una población vulnerable que los funcionarios de ese país han demorado en reconocer y ayudar.

Apartados por sus acentos estadounidenses y su estilo de vestir, y no acostumbrados a los salarios más bajos, muchos de los repatriados ven a México como una especie de exilio. Pinche Gringo, con su música country en vivo, sus noches de comedia en inglés y sus botellas heladas de Michelob y Budweiser, ofrece a sus trabajadores una porción de esa cultura americana que muchos extrañan.

“Dejé parte de mi corazón allí”, afirmó Miguel Martínez, de 30 años, quien pasa las noches vigilando una larga fila de ahumadores de carne, en uno de los dos locales del restaurante. “Los EE.UU. son mi segundo país. Es donde aprendí a ser un adulto, a pagar la renta. Me siento mitad estadounidense”.

Martínez abandonó su barrio de clase trabajadora en la Ciudad de México a los 14 años, para trabajar sin autorización en los EE.UU., donde ascendió de lavar platos en el restaurante de un tío en Nueva York a administrar una cocina gourmet en Boston. Estaba en proceso de solicitar una visa de trabajo con la ayuda de su jefe, hace unos años, cuando regresó a México para ayudar a su novia, otra exinmigrante, que se había enfermado.

Volver fue difícil. “No eres de aquí”, le decían los mexicanos, burlándose de su acento en español, que había cambiado después de pasar tanto tiempo con los centroamericanos en las cocinas de los restaurantes. Por momentos, se sentía un extranjero.

Escuchar inglés en Pinche Gringo, que es popular entre la gran comunidad de expatriados de la Ciudad de México, lo hace sonreír. “Es como si estuvieras en los EE.UU.”, expresó. “Puedo escapar de mi realidad por un rato”.

Otros empleados del restaurante incluyen a Lalo Jiménez, de 40 años, que fue deportado después de trabajar una década en Arizona y ahora invita a su familia a celebrar el Día de Acción de Gracias del restaurante, y a Miguel Ángel Sánchez, de 43 años, quien fundó dos parrillas mientras vivía indocumentado en Oklahoma City y regresó a México para solicitar una tarjeta verde que nunca llegó.

También está Hugo Hernández González, de 38 años, que trabajó en cocinas en Florida durante una década antes de ser deportado por conducir bajo la influencia. Tatuado en ambos brazos, le costó mucho encontrar trabajo en México, donde los tatuajes son tabú. En Pinche Gringo ayudó a crear las recetas de las famosas guarniciones del local -ensalada de repollo crujiente y macarrones con queso pegajoso- utilizando tazas en lugar del sistema métrico que se usa habitualmente en las cocinas mexicanas, y grados Fahrenheit en lugar de Celsius.

Pinche Gringo, dijo, reconoce que los repatriados con experiencia en los Estados Unidos tienen algo especial que ofrecer y que no hay que temerles. “Esto ha cambiado mi vida”, aseguró.

Defossey y su socio mexicano, Roberto Luna, abrieron el restaurante en 2014. Querían introducir la auténtica cultura popular estadounidense en un país más familiarizado con las importaciones del formato, como Walmart, Chili’s y otras cadenas corporativas. Para Defossey, la misión de la casa de comidas es acercar a los dos países, una ética que él llama “diplomacia de la barbacoa”.

El nombre del restaurante -que no es un insulto literal pero se traduce como una versión grosera de ‘Freakin’ Gringo’-, fue pensado para indicar cierta humildad y autocrítica, algo que no siempre ha estado presente en las relaciones entre los Estados Unidos y México, señala el propietario.

Al comienzo, Defossey no buscaba emplear repatriados, pero contrató a algunos poco después de abrir, sin pensar demasiado en sus historias de inmigración. Ahora, los solicitantes de empleo con experiencia en los Estados Unidos tienen una ventaja sobre los demás. Cuando entrevistó a Cruz para el puesto y escuchó su historia, en abril, Defossey se largó a llorar.

Cruz le contó que fue deportado en febrero después de ser arrestado por pasar una luz roja. El hombre comenzó a trabajar a principios de mayo en la primera sucursal del restaurante, en un edificio de ladrillos con mesas de picnic e iluminado con neón rojo, en Narvarte, un barrio de clase media. El aire está colmado de humo de la cocción de carne de res, tiras de cerdo y costillas. Cruz prepara y sirve guarniciones desde el interior de un antiguo tráiler Airstream, al ritmo de canciones clásicas de rock.

Todavía se está acostumbrando a los cambios. En California, ganaba $20 por hora como cocinero en un restaurante de moda, cerca de la playa. Aquí gana casi la misma suma en un día completo, que es mucho más que el salario en la mayoría de los trabajos en México, donde el sueldo mínimo diario es de aproximadamente $5.

Cruz todavía llora con facilidad. Lo hizo durante una reciente reunión de empleados, donde lo presentaron a sus nuevos colegas. El hombre relató su historia, se secó los ojos y dijo que deseaba viajar a Tijuana para encontrarse con sus hijos nacidos en los Estados Unidos: Oliver, de 15 años, y Hannah, de nueve. Varios trabajadores lo abrazaron y lo palmearon afectuosamente en la espalda.

Hace pocos días, Cruz detuvo a Jiménez:

“¿Extrañas los EE.UU.?”, le preguntó.

“Sí”, respondió Jiménez. “Pero mejora con el paso del tiempo”.

“Yo perdí todo. Nunca pensé que estaría aquí”, dijo Cruz. “Pero ahora tengo que hacer mi vida”.

Al final de su turno, a menudo se demora en el restaurante.

“No me gusta estar solo”, confesó. “A veces, realmente no quiero irme a casa”.

(El restaurante tiene 2 sucursales: Cumbres de Maltrata #360 Col. Narvarte Oriente y Lago Iseo #296 Col. Anáhuac I Sección)

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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