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‘Ese día me curé’: para miles de fieles, la canonización de Óscar Romero fue un tema personal

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En vida, el arzobispo Óscar Romero, de El Salvador, fue perseguido; le dispararon una sola bala en el corazón mientras celebraba la misa. Después de muerto, su legado fue politizado, calumniado y prácticamente silenciado.

Decenas de miles de peregrinos llenaron la antigua plaza de la Ciudad del Vaticano para la ceremonia, el 14 de octubre, en la cual también se canonizó al papa Pablo VI, quien lideró la Iglesia en los tiempos turbulentos de la década de 1960.

Seguidores de Romero viajaron desde El Salvador, Los Ángeles, Washington; también de tierras tan lejanas como Suecia, Noruega y Australia.

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En este gran escenario, saborearon cada detalle: el cielo azul brillante y lleno de nubes de algodón, los cantos gregorianos que sonaron sobre un mar de 70,000 personas, los cascos rojos con plumas de avestruz de los elegantes guardias suizos del Vaticano, el cinturón de cuerda manchado de sangre que llevaba Romero en el momento de su muerte, ahora atado alrededor de la cintura del Papa para honrar su memoria.

“¡Romero! ¡Romero! ¡Tu pueblo está contigo, Romero!

Para un pueblo que sufrió las atrocidades de la guerra, la opresión de la pobreza, la agonía de la violencia de pandillas —y una larga y complicada historia con Estados Unidos, que perdura más que nunca— esta canonización no fue solo una celebración, fue una redención.

Redención para un santo cuyos asesinos aún no han enfrentado la justicia en su tierra natal. “Merecíamos tener este día”, expresó Jesús Gutiérrez, un médico salvadoreño de Torrance, que esperó hasta poco antes del amanecer para entrar en la plaza. “Soñamos con estar aquí durante tanto tiempo”.

Una gran peregrinación

Para llegar a Roma, algunos hicieron grandes esfuerzos. Pidieron préstamos bancarios y cargaron sus tarjetas de crédito; se financiaron con crowdfunding y hurgaron en sus ahorros; trabajaron turnos dobles y vivieron con presupuestos ajustados.

“Vendí pupusas, empanadas, panes con pollo, yuca frita, mangoneadas”, detalló Norma Portillo, de 52 años.

La mañana de la ceremonia, la maestra vestía los colores azul y blanco, de El Salvador. Ella formó una gran multitud de su ciudad natal, Ciudad Barrios, donde Romero nació en 1917.

“¡Que viva Romero!”

“¡Que viva!”

Por todos lados, había personas con historias de primera mano sobre el futuro santo.

“Me bautizó durante una misa en San Salvador”.

“Sostuvo a mi hija en sus brazos cuando visitó Santa Tecla.

Cenó en la casa de mi tía Conchita cuando pasó por San Miguel”.

Antonia Estrada Posada, de 68 años, tuvo problemas con otro tipo de recuerdos mientras se aferraba a la barandilla que rodeaba a la creciente multitud en las afueras de la Plaza San Pedro.

La última vez que había estado entre miles de personas fue en 1980, para el funeral de Romero. Por entonces tenía 30 años. El Salvador vivía una confusión política entonces, al borde de la guerra. Los escuadrones militares de la muerte, respaldados por las fuerzas estadounidenses, aniquilaban a innumerables personas. Casi todos ellos eran pobres. Romero fue asesinado por ser uno de los críticos más feroces de esa masacre.

Romero, quien era arzobispo del país, se pronunció en contra de los asesinatos sistemáticos de los pobres por parte de los escuadrones de derecha que obedecían al gobierno comandado por el ejército. Para 1980, el país estaba en guerra civil, y la voz del sacerdote llegó a ser una fuerza clave para la resistencia, los grupos poco organizados que rechazaban la opresión. Otros, el gobierno en particular, lo consideraban como un izquierdista, un agitador.

La guerra civil se prolongó durante 12 años; la violencia fue tan brutal que cientos de miles de salvadoreños huyeron, muchos de ellos se trasladaron a Los Ángeles.

El conflicto terminó en 1992, cuando las Naciones Unidas monitorearon un acuerdo de paz. Pero los recuerdos de las atrocidades permanecieron con aquellos que soportaron la guerra, y la esperanza de que algún día Romero fuera reconocido adecuadamente por enfrentar al gobierno nunca se desvaneció.

La mañana del funeral del sacerdote, francotiradores abrieron fuego contra las masas. Lanzaron granadas a los dolientes y los hicieron huir, aterrorizados. Estrada Posada, que aún vive en El Salvador, recuerda solo fragmentos; ese día se desmayó, fue pisoteada por la multitud y permaneció en el suelo, ensangrentada y tiznada, hasta que alguien la llevó a un lugar seguro. “Estoy tan nerviosa”, dijo el 14 de octubre, con la voz quebrada. “Quiero que este día me cure y me quite el dolor”.

Siempre fue nuestro cabildero

En la multitud que bordeaba la Plaza San Pedro había focos de peregrinos de Los Ángeles. Muchos de los salvadoreños desplazados por la guerra civil y por la consecuente muerte de Romero, terminaron asentándose en todo el sur del país. Muchos prometieron que, cuando llegara la canonización del sacerdote, asistirían a la ceremonia, independientemente de dónde estuvieran en el mundo.

Algunos viajaron al Vaticano en grandes grupos, con cada detalle del viaje organizado por iglesias locales. Otros se aventuraron por su cuenta.

Sylvia Mejía, de 26 años, y su familia de Northridge llegaron sin boletos al evento principal.

Había mucha acción para mantenerlos ocupados: una obra sobre Romero, una presentación de la estatua del cura, una exposición de fotos; vigilias, misas, conciertos, cenas, mesas redondas. Pero la madre de Mejía, Dorina, oraba para obtener acceso a la canonización.

Momentos antes de la ceremonia, los Mejía habían perdido toda esperanza. Luego, en una cafetería, se encontraron con una monja amigable, que tenía pases adicionales.

Sylvia Mejía, una trabajadora social, no se define como religiosa, pero mientras estaba de pie ante la imagen de Romero, colocada prominentemente sobre la fachada de la Basílica de San Pedro, se sintió abrumada. Este icono había sido una constante en su vida. Sus padres le contaban a ella y sus hermanos todo sobre su historia. Una imagen más pequeña de este hombre colgó durante años dentro de su dormitorio. “Él es una parte muy importante de mi cultura, de quién soy y de la persona en quién me he convertido”, aseguró.

A lo largo de los años, Romero ha trascendido el tiempo, la religión y la geografía, llegando más allá de los límites de El Salvador, un pequeño país que orgullosamente se define como “el Pulgarcito de América”. Su imagen se compara a menudo con líderes de derechos humanos como Gandhi y Martin Luther King Jr. Las Naciones Unidas le rinden homenaje cada año en la fecha de su muerte, el 24 de marzo.

Cuando Romero vivía, a menudo hablaba de su devoción por su tierra natal: “Si me matan, volveré a levantarme en la gente de El Salvador... Si logran cumplir sus amenazas, a partir de ahora, ofrezco mi sangre para la redención y resurrección de El Salvador”.

En la canonización, los peregrinos hablaban de él con ojos brumosos. Muchos lo han considerado su santo durante décadas, mucho antes de que el Vaticano aceptara oficializarlo. “Siempre fue nuestro cabildero, nuestro abogado”, remarcó Dolores Copland, de 43 años, de Long Island, Nueva York. “Ahora tiene un vínculo directo con Dios”.

Una figura inspiradora

Con himnos sagrados, comenzó la misa papal. Pronto también se escuchó el canto tradicional de la letanía de los santos, la larga y lírica nómina de todos los santos de la Iglesia. Ora pro nobis: oren por nosotros.

El papa Francisco, que aprobó la santidad de Romero después de décadas de estancamiento conservador, recibió tres veces la solicitud para reconocer a los santos Romero, al papa Pablo VI y a otras cinco figuras menos conocidas.

Cuando el pontífice así los declaró, en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, la audiencia aplaudió alegremente. Dos mujeres salvadoreñas cerca del centro de la plaza sonrieron, respiraron hondo y se dieron la mano.

Momentos después, el papa Francisco, durante su homilía, volvió a hablar de Romero, una figura cuyo sacrificio lo ha inspirado personalmente, y aconsejó a los peregrinos que no busquen riquezas, sino que se centren en Dios.

Romero “abandonó la seguridad del mundo, incluso su propia seguridad”, dijo. Todo para permanecer cerca de los pobres y de su gente.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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