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En el mundo, una de cada 110 personas está desplazada de su hogar; así es la vida para ellos

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Levantándose silenciosamente antes del amanecer dentro de su choza con paredes de adobe, el pescador rezó una rápida oración y se dirigió al bosque, en busca de leña.

En una choza cuesta arriba, un huérfano de 12 años yacía en el piso de tierra, con su mente atormentada por los recuerdos de sus padres.

En el sur de Bangladesh, cientos de miles de musulmanes rohinyá que huyeron de los ataques del gobierno en Myanmar, en 2017, están hacinados en el campamento de refugiados más grande del mundo, sin saber si podrán regresar a su patria o cuándo ello podría ocurrir. En este lúgubre limbo, no están para nada solos.

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Hasta finales de 2017, la guerra, la violencia, la persecución y las violaciones de los derechos humanos habían obligado a 68.5 millones de personas a abandonar sus hogares en todo el mundo, el número más alto jamás registrado, según las Naciones Unidas (ONU).

Con una población global de 7,600 millones, eso significa que uno de cada 110 seres humanos es desplazado a la fuerza: sus familias son separadas, sus medios de subsistencia destruidos, la escuela interrumpida, las esperanzas para el futuro son esparcidas por el viento.

El número de personas que fueron refugiados en el extranjero o desplazados dentro de sus propios países aumentó en cada uno de los últimos seis años, afirmó la agencia de refugiados de Estados Unidos en un informe anual publicado el 19 de junio. Las mayores cifras al final del año provinieron de Siria, Colombia, República Democrática del Congo, Afganistán y Sudán del Sur, todos países que luchan contra conflictos de larga data y violencia política (la alineación de los principales países que generan refugiados es ligeramente diferente).

Entre las personas que abandonaron sus sitios de origen, el mayor aumento de refugiados provino de Myanmar, donde en agosto de 2017 el ejército lanzó una implacable campaña contra la minoría rohinyá, que algunos expertos describen como genocidio (el gobierno niega haber cometido atrocidades).

Más de 655,500 rohinyá huyeron a Bangladesh, la mayoría en un lapso de 100 días, informó la ONU. En combinación con otros, que escaparon a la persecución y anteriores rondas de violencia respaldadas por el estado, los campamentos ahora tienen más de 930,000 rohinyá en una zona costera baja del tamaño de Washington, DC, atravesada por elefantes migratorios y acosada por inundaciones y enfermedades.

Los rohinyá son apátridas -Myanmar canceló su ciudadanía- y, a pesar de las conversaciones optimistas sobre planes de repatriación, probablemente quedarán abandonados en el futuro inmediato, dependiendo de las raciones de alimentos, agua, educación básica y atención médica suministradas por la comunidad internacional, a un costo de $950 millones solo este año.

“En Myanmar podía donar semillas y arroz a la gente pobre”, afirmó el pescador Mohammad Salim. “Aquí, soy un mendigo”.

Salim, un hombre de 40 años con una barba rala en el mentón, tenía un bote pesquero y ganaba suficiente dinero pescando langostinos como para construir una casa de ladrillo y hormigón para su familia, de cuatro personas, en el distrito occidental de Maungdaw, en Myanmar. Su esposa, Fátima, remendaba la ropa y cocinaba currys picantes con las sobras de Salim y los chiles rojos que secaba al sol.

Los soldados quemaron su casa cuando atacaron el pueblo, en 2017, relató Salim. En su choza al pie de una colina, en el campo de refugiados de Balukhali, un tosco enrejado de postes de bambú sostenía un techo hecho con tiras de cartón y láminas de plástico.

Pero Fátima mantenía la choza impecable. Hizo que Salim colocara un espejo astillado, del tamaño de una palma, en la pared de barro junto a la entrada, para poder asegurarse de que su cabello quedara bien cubierto cuando saliera. La leña estaba apilada en una esquina, encima de los cubos rojos donde guardaban sus raciones de arroz, después de haber aprendido de la peor manera que las ratas se comen los sacos de yute.

En la economía de trueque del campamento, los refugiados venden cualquier cantidad de arroz o lentejas que no quieran, y luego compran verduras, pescado o artículos para el hogar, suministrados por vendedores de Bangladesh. La mayoría de las familias cocinaba sobre fuego humeante dentro de sus chozas, y Salim pensó que podía ganar algo de dinero vendiendo madera de los bosques cercanos.

Llegó a casa una tarde reciente, con una sonrisa torcida y sosteniendo una bolsa de polietileno azul. Era la mitad del mes de ayuno de Ramadán, y para la cena de esa noche había comprado una libra de pescado por primera vez.

“No es como en casa”, afirmó, mientras examinaba un pez plateado y del largo de los dedos. Algunas partes parecían estropeadas. Alguna vez, deseó, su esposa cocinará peces frescos de nuevo, pero eso probablemente está muy lejos.

“Dios nos mostrará el camino”, expuso. “Si está escrito en nuestras frentes que debemos permanecer aquí, no tenemos otra opción”.

Las agencias de ayuda estiman que el 55% de los refugiados rohinyá son niños, muchos de ellos han visto a sus padres muertos o mutilados mientras huían de Myanmar.

El más pequeño de cinco hermanos, Mohammad Osman, de 12 años, solía pastar el ganado de su familia, cruzando el río que rodeaba su pueblo, Tula Toli. Sus padres eran demasiado pobres para enviarlo a la escuela, por lo cual se ocupaba de las tareas domésticas y aprendió a nadar.

La mañana en que los soldados rodearon su aldea, saltó al río y, dando brazadas hacia el otro lado, se refugió en una espesura de árboles. Desde allí observó cómo los hombres de la aldea eran asesinados, incluidos su padre y sus hermanos, y sus cuerpos eran arrojados a tumbas poco profundas en la orilla del río, narró. El niño no sabe lo que le pasó a su madre.

Mohammad Osman caminó cuatro días para llegar a Bangladesh y se quedó con otra familia, en Balukhali, hasta que sus tíos, que también habían logrado escapar, escucharon que los voluntarios que intentan reunir a los menores con sus parientes anunciaban su nombre por altavoz.

“Ellos son mis padres ahora”, aseguró el niño de 12 años.

Las oportunidades para los menores en los campamentos son escasas. Como Bangladesh se opone a la escolarización formal para los refugiados, las agencias de socorro manejan “centros de aprendizaje” improvisados, donde los maestros pasan el tiempo con sorteos, juegos y canciones de cuna, en inglés y en birmano.

“Veo a estos niños corriendo por el campamento y espero que puedan criar a sus propios hijos en mejores condiciones”, aseguró Marcella Kraay, coordinadora de proyectos de Médicos Sin Fronteras. “Pero mi lado más realista dice que lo harán más o menos en las mismas condiciones, lo cual es un pensamiento muy triste”.

Un maestro de 21 años y residente de Tula Toli, Mohammad Tayub, estaba dando clases particulares a los niños en el campamento cuando un tío le habló de Mohammad Osman. Tayub lo encontró pateando una pelota de fútbol rota, y le dijo que fuera a las 6 a.m. del día siguiente, antes de que aparecieran los otros chicos.

“Pensé que debía enseñarle uno a uno”, explicó el docente. ”Si los niños no estudian, no tendrán rumbo. Toda la generación estará perdida”.

Una tarde, después de unas pocas semanas de clases, Mohammad Osman se metió un cuaderno andrajoso en la cintura y subió una colina fangosa, hasta la cabaña de Tayub. Sentado en una estera de plástico, abrió el cuaderno en una página con letras inglesas y escuchó, mientras Tayub las recitaba en voz alta. Estaba aprendiendo a leer.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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