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Devastación sin representación en Puerto Rico

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La epopeya de 120 años en Puerto Rico puede narrarse como una historia de dos huracanes. El que permanece fresco en nuestra memoria es María, que tocó la isla en septiembre de 2017. El otro fue San Ciriaco, en 1899, que devastó el lugar justo después de que se convirtiera en parte de Estados Unidos.

En 1898, Estados Unidos invadió Puerto Rico durante la guerra hispano-estadounidense, y anexó el territorio poco después. Meses más tarde, azotó San Ciriaco. Las inundaciones arrasaron con todo. Los edificios y la infraestructura colapsaron. Las cosechas quedaron arruinadas; la gente tenía hambre. El gobernador estadounidense recién instalado allí contó una “historia espantosa de muerte, falta de alimentos y sufrimiento”. Después de la tormenta, una cuarta parte de su millón de residentes carecían de comida o refugio, y 3,000 habían muerto.

Sin embargo, debido a que Puerto Rico acababa de convertirse en territorio de EE.UU., la administración del presidente William McKinley supervisó un gran socorro, que emitió como un ‘pago inicial’ de los beneficios del dominio estadounidense. Pronto se distribuyeron 32 millones de libras de alimentos, lo cual probablemente haya salvado hasta 100,000 vidas. Esto también le permitió a Estados Unidos culpar a España, que le había legado a la isla su frágil infraestructura. Elihu Root, la secretaria de guerra de McKinley, prometió al lugar “un trato más generoso y benéfico en nuestras manos”.

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Por supuesto, eso no fue lo que sucedió. En cambio, el Congreso aprobó la Ley Foraker, en 1900. En ese marco, los puertorriqueños no recibieron poder de voto federal, ni ciudadanía estadounidense, ni extensión de protecciones constitucionales completas, ni legislatura elegida totalmente, ni papel en la elección de su gobernador, y ciertamente ninguna garantía de ser eventualmente erigido a categoría de estado.

La Corte Suprema de Estados Unidos pronto declaró que este conspicuo colonialismo era constitucional.

Esta brecha escandalosa entre los supuestos ideales del país y su tratamiento hacia Puerto Rico socavaron la autoridad moral de Estados Unidos en todo el mundo. Así que, durante la Primera Guerra Mundial, el país concedió la ciudadanía y una legislatura totalmente elegida a los puertorriqueños. Sin embargo, no fue sino hasta después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la descolonización se convirtió en un ideal global, que el país le otorgó a Puerto Rico un gobierno local, incluida su propia constitución y un gobernador electo.

Aún así, Puerto Rico ha permanecido como parte de Estados Unidos, sujeto a los caprichos de un Congreso estadounidense en el cual no tiene voto. Eso lo ha dejado involuntariamente dependiente del idealismo y la buena voluntad de este país. También está sujeto a la negligencia federal y la mezquindad. La Ley Jones es un pequeño ejemplo. Durante casi un siglo subvencionó a la marina mercante de EE.UU. al exigir que todos los bienes que ingresan a los puertos de Puerto Rico sean transportados por barcos con bandera estadounidense. Los puertorriqueños se quejan de que ese subsidio se paga de sus bolsillos, pero ha sido en vano.

El desarrollo económico de la isla ha estado igualmente sujeto al capricho federal. A partir de la década de 1920, el gobierno estadounidense otorgó a las corporaciones incentivos fiscales para invertir en Puerto Rico. Previsiblemente, estos se convirtieron en la piedra angular de la economía de la isla. Luego, el Congreso retiró los incentivos y se produjo una recesión en el lugar. Doce años después, no hay final a la vista.

La historia del ajuste de la deuda es la misma. El Congreso impuso singularmente a Puerto Rico la incapacidad de responder a las crisis de deuda. La isla no pudo asegurar una revocación. Cuando sus deudas se dispararon más allá de su capacidad de pago, no hubo forma de avanzar. Con Washington atascado, Puerto Rico promulgó su propia ley de reestructuración de deuda en 2014, que el Tribunal Supremo de Estados Unidos invalidó rápidamente. Para cuando el Congreso intervino para autorizar la reestructuración de la deuda, las finanzas de la isla estaban en ruinas, y así siguen hasta ahora.

Esta opresión colonial debería ser intolerable en Estados Unidos, una democracia rica y nacida de la revuelta anticolonialista. Puerto Rico se merece algo mejor, incluida la posibilidad de ser un estado, si así lo desea. En cambio, las injusticias empeoraron durante más de un siglo. En comparación con otros ciudadanos estadounidenses, aquellos en Puerto Rico ganan apenas un tercio y tienen tres veces más probabilidades de vivir en la pobreza. Pagan los mismos impuestos de nómina de Medicare por apenas la mitad del gasto en atención. Tales desigualdades escandalosas impulsaron una migración masiva hacia el norte: alrededor del 65% de todos los estadounidenses de ascendencia puertorriqueña ahora residen en Estados Unidos.

Así como San Ciriaco reveló crudamente las fallas del gobierno español, el huracán María desmintió las pretensiones estadounidenses de “trato generoso y benéfico”. Una vez más, las inundaciones arreciaron. Los edificios y la infraestructura colapsaron. Las cosechas se arruinaron. Las carreteras quedaron inutilizables. El frágil sistema eléctrico cedió y permaneció fuera de servicio durante casi un año. El número de muertos por el huracán se acercó a los 3,000.

Lo que empeora la situación esta vez es que el presidente Trump finalmente ha abandonado cualquier promesa de que el gobierno de EE.UU. generaría algún beneficio material o moral para la isla. Sin siquiera un único voto en el Congreso, Puerto Rico careció de influencia para garantizar un alivio federal adecuado después del huracán María. Alimentos, agua, lonas, personal de ayuda, helicópteros y fondos de asistencia individual llegaron a la isla mucho más lentamente que a Texas, azotado por el huracán Harvey ese mismo verano. Hoy, el rápido y enorme alivio federal por huracanes que los estados reciben se evidencia claramente en las Carolinas.

Puerto Rico sigue siendo “la colonia más antigua del mundo” -tomando la frase de José Trías Monge, el difunto jefe de justicia de la Corte Suprema de Puerto Rico- a pesar de una historia de 120 años como parte de la democracia sobreviviente más antigua del mundo. El resultado no es solo discriminatorio, sino que -a la luz de los desastres naturales, como el huracán María- es mortal.

Es hora de que EE.UU. cumpla sus ideales. A falta de una enmienda constitucional, un renovado apetito entre los puertorriqueños por la independencia o el activismo de la Corte Suprema, el único camino legítimo es ofrecer a Puerto Rico la opción de convertirse en estado. La democracia no acepta menos que eso.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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