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Para los sobrevivientes del ataque de San Bernardino, cada día es una lucha contra los recuerdos

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Tracie Thompson puso toda su atención en una fila de carros de compra mientras se acercaba al supermercado mientras su cerebro luchaba por controlar un mal recuerdo, cuando, de pronto, el eco de un disparo resonó a la distancia.

No era un sonido totalmente inusual en San Bernardino, una ciudad con una de las más altas tasas de criminalidad en California. Pero fue suficiente para que Thompson cayera de rodillas. Su esposo la envolvió en sus brazos.

A veces, uno lee artículos que hablan de los 22 sobrevivientes. Para nosotros, hubo 57 personas en esa habitación. Quedamos perdidos allí.

— JESSICA BALLESTEROS, sobreviviente del ataque en San Bernardino.

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Para ella era nuevamente 2 de diciembre de 2015, dentro de la sala de conferencias, y un hombre y una mujer rociaban a todos de balas.

Habían pasado seis meses desde que Syed Rizwan Farook y su esposa, Tashfeen Malik, perpetraron su ataque al Inland Regional Center, donde mataron a 14 personas e hirieron a otras 22. Thompson, de 49 años, quien estuvo entre esos heridos, recibió una bala en su muslo, donde permanece hasta el día de hoy.

Para los sobrevivientes, adaptarse al mundo luego de un encuentro con la muerte ha sido una lucha diaria. Thompson se sienta siempre con la espalda contra la pared en habitaciones llenas de gente y lleva un conteo mental de cada salida; también llora todos los días. Sally Cardinale tiembla ante el sonido de los portazos y lucha contra sus habituales sueños violentos. Jessica Ballesteros escucha el sonido de sus propios gritos dentro de la sala de conferencias.

Todas ellas ya vivían con su propio trauma luego de un ataque terrorista cuando ocurrió otro, en Orlando, que les trajo de vuelta los frescos recuerdos del derramamiento de sangre que habían vivido. Y luego la atención del mundo cambió una vez más. “Uno se siente olvidado, al igual que nuestros amigos son olvidados”, dice Ballesteros, de 35 años de edad. “Lidiamos con ello todos los días, pero el mundo sigue adelante”.

Apenas días después del ataque en San Bernardino, algunos de los sobrevivientes comenzaron a reunirse. Una exdirectora del departamento de salud abrió las puertas de su hogar durante toda una semana, contó Hal Houser, otro de los supervivientes. Era la primera vez que quienes habían estado en la sala de conferencia se reunían para hablar como grupo.

“Fue como una fiesta de la oficina, pero acerca de un tema muy triste”, dice Houser. “Al vernos nos preguntábamos ‘¿Cómo estás?’, ‘¿Dónde estabas cuando ocurrió?’ y ‘¿Has oído hablar de esto y lo otro?’”.

Luego, en febrero pasado, los encuentros se trasladaron a la iglesia The Rock, a menos de dos millas de donde ocurrió el tiroteo masivo. Éstas se convirtieron en reuniones terapéuticas para las personas que habían visto cómo asesinaban a sus compañeros de trabajo y amigos, que habían escapado por poco a su propia muerte y que luego debieron asistir a la procesión de funerales.

“¿Cómo respondes cuando alguien se acerca a ti y cree que tiene derecho a saber qué ocurrió? ¿O cuando la gente te pregunta cómo estás?”, afirma Thompson. “Nos hemos ayudado entre sí para responder esas cosas sin sonar bruscos o desagradecidos”.

En los meses transcurridos desde el ataque terrorista, algunos regresaron a la oficina y estrecharon lazos apoyados en las molestias banales y burocráticas que desató la matanza: los formularios de compensación y las reuniones con recursos humanos. Algunos volvieron a trabajar aún antes de conseguir una cita con un terapeuta, a raíz de las largas esperas y los trámites, detalló Ballesteros. “¿Cómo es posible que hayamos vuelto al trabajo sin contención emocional? Parece incomprensible que piensen que estamos bien”, afirmó. “Si alguien se rompe un brazo no se le permitiría regresar sin al menos haberle tomado una radiografía”.

Ballesteros cuenta que en su cabeza aún resuenan los gritos del día del tiroteo, que sólo se detenían brevemente cuando los asesinos paraban para recargar sus armas. Ese día, sus ojos se clavaron en los de Farook.

Menos vívidos son sus recuerdos acerca de cómo pudo escapar de la habitación hacia el pasillo y encontrarse fuera del edificio con un colega. Hubo muchas más víctimas del ataque que la cifra que se cuenta entre los fallecidos y heridos, señala. “A veces, uno lee artículos que hablan de los 22 sobrevivientes. Para nosotros, hubo 57 personas en esa habitación. Quedamos perdidos allí”, asegura.

Cardinale, quien volvió a trabajar en mayo pasado, afirma que no puede sacudirse el miedo que sintió escondida en el baño durante el ataque, cuando se refugió en una cabina con otras tres mujeres. El yeso salía volando de las paredes debido a las balas. Todos los que acababan de compartir la mesa con ella estaban muertos o malheridos.

“Todos dicen que uno reza antes de morir, pero yo sólo pensaba en mis niños”, cuenta Cardinale. “También en mi esposo, porque su anterior esposa falleció y yo pensaba que no sería capaz de resistir esto; perder a otra mujer”.

A principios de junio, mientras estaba de pie en la fila del banco, no pudo evitar concentrarse en un hombre que parecía “mirar demasiado a su alrededor”. “¿Dónde dices basta? ¿Cómo te proteges sin parecer una loca?”, se pregunta. “Hay días en los que me siento al borde de la cama y me quedo allí, tirando de mi pelo y llorando. Creo que es difícil para la gente comprender eso”.

Un lunes reciente, Thompson se reunió con Cardinale, Ballesteros y otros sobrevivientes, para almorzar. Luciendo su pin con la leyenda “SB Strong” (SB Fuerte), recorrió toda la habitación antes de sentarse, frotándose nerviosamente su hombro. Cada persona que ingresaba allí la ponía más ansiosa.

Diana Almond, quien había ayudado a organizar la fatídica reunión en el Inland Regional Center, aportó nuevos detalles del ataque -recuerdos reprimidos, le dijo su terapeuta- que volvieron a ella dos meses más tarde, cuando se dio cuenta de que había visto a Tashfeen Malik, quien estaba vestida íntegramente de negro. Llevaba los pantalones dentro de las botas, que no tenían cordones. Tenía contextura pequeña, dijo Almond, y los casquillos de las balas caían alrededor de su cabeza como copos de nieve.

El 2 de junio, a los seis meses del ataque, Almond condujo hacia su trabajo. No se había dado cuenta de qué día era, hasta que estacionó su auto. Cuando comprendió, comenzó a llorar.

Cuando Omar Mateen ingresó al club nocturno Pulse, en Orlando, y masacró a 49 personas, algunos de los sobrevivientes del ataque de San Bernardino faltaron al trabajo al día siguiente. “No querían siquiera aceptar que hubiera pasado algo así nuevamente”, afirmó Houser, de 54 años. “Todos debieron ir a ver a sus psiquiatras”.

Cualquier sugerencia de ‘recuperación’ y ‘cierre de ciclo’ es prematura, asegura Houser, quien compara esa noción con eliminar a un tercio de los miembros de la familia y reemplazarlos con sustitutos, “como si nada hubiera pasado”.

Hace poco, Houser se dirigió a la tienda de comestibles. El cajero le preguntó si deseaba donar al fondo para las víctimas del 2 de diciembre. Él no supo qué contestar.

Si desea leer esta nota en inglés haga clic aquí.

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