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¿Por qué miente Trump?

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Donald Trump no inventó la mentira; ni siquiera es un maestro en el tema. Las mentiras han salido de la Casa Blanca durante más de dos siglos, y de las bocas de los políticos -y de todas las personas- probablemente desde que comenzó el discurso humano.

Pero en medio de todas esas mentiras, dichas a nosotros mismos y los unos a los otros con el fin de amasar poder, cortejar amantes, herir a los enemigos y protegernos de la incomodidad flagrante de la realidad, la humanidad siempre ha tenido un perdurable respeto por la verdad.

En los Estados Unidos -nacida y renacida periódicamente ante el reconocimiento y rechazo de la vieja mentira de que algunos están destinados a dominar a otros- la verdad es una parte vital de la cultura civil, social e intelectual, tanto como la justicia y la libertad. Nuestra civilización se basa en la convicción de que existe una cosa tal como la verdad, que es conocible y verificable, que existe independientemente de la autoridad o la popularidad, y que en algún momento -preferiblemente más temprano que tarde- prevalecerá.

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Incluso los líderes estadounidenses que mienten generalmente saben la diferencia entre sus declaraciones y la verdad. Richard Nixon afirmó: “Yo no soy un ladrón”, pero para ese punto debió haber sabido que sí lo era. Bill Clinton dijo: “No tuve relaciones sexuales con esa mujer”, pero sabía que sí lo había hecho.

El insulto que Donald Trump aporta a la ecuación es un aparente desprecio por los hechos, tan profundo como para sugerir que no ve muchas diferencias prácticas entre las mentiras -si cree que éstas sirven a sus fines- y la verdad.

Su enfoque triunfa debido a su comprensión sobrenaturalmente hábil de su audiencia. Aunque no es un político tremendamente elocuente ni experimentado, tiene un notable instinto para discernir qué teorías de conspiración y en qué fuentes de pseudonoticias, o cuáles de sus propias reflexiones internas, se convertirán en oro. Así, apunta a la oscuridad, la ira y la inseguridad que se esconden en cada uno de nosotros, y las aprovecha para sus propios fines. Si una de sus mentiras no funciona, bueno, entonces miente al respecto.

Si alimentamos el racismo latente, o si tememos los ataques terroristas de extremistas musulmanes, entonces él convierte un rumor en un debate público: ¿Barack Obama nació en Kenia, y por lo tanto no es realmente presidente?

Cuando su propio ego se ve amenazado -si imágenes en video y fotografías muestran una multitud en su ceremonia de toma de posesión bastante menor a la que él deseaba- entonces apunta a los medios de comunicación y los acusa falsamente de difundir “noticias falsas” e insiste, en contra de toda evidencia, que ha probado su caso (“Los atrapamos en una buena”, afirmó).

Si su intento de limitar el número de visitantes musulmanes a los Estados Unidos degenera en un fiasco absoluto y una muestra de la incompetencia de su gobierno, entonces afirma falsamente que los ataques terroristas no se denuncian (un caso ofrecido como ejemplo por la Casa Blanca fue el ataque de 2015 en San Bernardino, que de hecho recibió una intensa cobertura de noticias en todo el mundo, por la cual Los Angeles Times ganó un premio Pulitzer).

Si detecta que su audiencia puede estar cansada de él, o si le preocupa una investigación sobre la intromisión de Rusia en la elección que lo puso al mando, tuitea en medio de la noche la asombrosa y absurda afirmación de que el presidente Obama pinchó sus teléfonos. Y cuando la evidencia no lo apoya, envía a sus ayudantes para explicar que por “escuchas telefónicas” obviamente no quiso significar ‘escuchas telefónicas’. En lugar de retroceder cuando se enfrenta con la realidad, insiste en que sus afirmaciones refutadas serán justificadas como verdaderas en el futuro.

La facilidad con que Trump se acoge a la mentira a veces puede ser entretenida, al estilo de un discurso de Moammar Kadafi ante las Naciones Unidas, o el interesado parloteo de un pequeño de seis años de edad.

Pero es algo más que simplemente divertido; es peligroso. Su elección de falsedades y su forma de contarlas -a menudo en tuits, como si pasara sus días y noches pegado a su radio portátil y fuera sacudido periódicamente por alguna tontería dicha por un presentador, que repitió algo que leyó en un blog alternativo- son una pista para los procesos de pensamiento de Trump, y quizás para su falta de gobierno. El mandatario da todas las indicaciones de que es tanto el instrumento crédulo de los mentirosos, como el mentiroso en jefe.

Trump se ha convertido en el secuaz, el emblema de cada bloguero loco, charlatán político, líder extranjero o chiflado desesperado por vender una historia que podría reformular en su beneficio en forma de tuit, cita, orden ejecutiva o política determinada. El concepto de la verificación es ajeno a él, esa insistencia en la evidencia y los estándares de pruebas que se aplican en un tribunal o en un laboratorio médico -algo que debería prevalecer en la Casa Blanca-.

Siempre ha habido quienes aceptan la noción intelectual vacía de que las personas tienen derecho a inventar sus propios hechos -considerar por ejemplo que ‘el 11 de Septiembre fue un acto de terrorismo de estado’-, pero el ascenso de Trump marca la primera vez que la cultura de la realidad alternativa tiene domicilio en 1600 Pennsylvania Ave.

Si los estadounidenses no están seguros de qué Trump tienen al frente -el negociador maquiavélico que miente para manipular mentes más simples, o propiamente una de esas personas con mentes más sencillas- ¿realmente importa? En cualquier caso, pone a la nación en peligro al socavar al papel de la verdad en el discurso público y la formulación de políticas, así como la noción de que la verdad es verificable y mutuamente inteligible.

En los meses venideros, Trump aportará su creencia de los hechos alternativos en nombre del país a las conversaciones con China, Corea del Norte y cualquier cantidad de poderes con intereses contrarios a los nuestros y que constituyen una amenaza existencial. Puertas adentro, ahora Trump se convierte en la encarnación de la noción populista (con raíces tan firmes tanto en la izquierda como en la derecha) de que la verdad verificable es meramente un concepto inventado por los intelectuales desfasados, y que los líderes populares pueden proporcionar algún sustituto igualmente válido. Hemos visto gente así antes, y tenemos un nombre para ellos: demagogos.

Nuestra civilización está definida en parte por las disciplinas -ciencia, derecho, periodismo- que han desarrollado métodos sistemáticos para llegar a la verdad. La ciudadanía trae consigo la obligación de participar en un proceso similar. Los buenos ciudadanos ponen a prueban suposiciones, cuestionan a los líderes, discuten detalles, investigan afirmaciones.

Investigar, leer, escribir, escuchar, hablar, pensar. Tengamos cuidado con aquellos que desprecian a los investigadores, los escritores, los oyentes, los oradores y los pensadores. Desconfiemos de quienes confunden la realidad con la TV de realidades, y de aquellos que repiten falsedades mientras insisten, contra toda evidencia, que éstas son verdad. Para defender la libertad, exijamos hechos.

Esta es la segunda entrega de una serie.

Si desea leer la nota en inglés, haga clic aquí.

Traducción: Valeria Agis

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