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Trump prometió poner fin al sistema de ‘captura y liberación’, pero en la frontera nada ha cambiado

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Cuando el presidente Trump firmó su orden ejecutiva sobre seguridad fronteriza e inmigración, Jesly Bardales, una madre de Honduras de 22 años de edad, ya había recorrido mil millas hacia los EE.UU. Después de haber cruzado Guatemala y gran parte de México, la camarera, con un embarazo avanzado, no estaba lista para regresar. Ella y su hija de dos años, Veyla, habían dormido en densos bosques, viajado en camiones oscuros con desconocidos y pagado miles de dólares a los contrabandistas.

La mujer siguió adelante, cruzando finalmente el Río Grande. Dos días después de procesamientos por agentes de aduanas e inmigración, finalmente llegó a una estación de Greyhound en el pueblo fronterizo de McAllen, en Texas, acunando su abultado vientre mientras hacía fila para comprar un boleto de autobús que le permitiera reunirse con su hermana, en Atlanta.

Sister Norma Pimentel, executive director of Catholic Charities of the Rio Grande Valley, runs a shelter for immigrants at Sacred Heart Church in McAllen, Texas.

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“Me preocupa tanto que no me den la oportunidad de quedarme”, admitió. “El nuevo presidente quiere deportar a los que ya están aquí; no sé qué esperar”.

El presidente Trump ha prometido reforzar el sistema de inmigración, pero por ahora la situación en la frontera no ha cambiado radicalmente. Un flujo lento de familias centroamericanas llegan al lugar, huyendo de la pobreza y violencia en Honduras, El Salvador y Guatemala.

Aunque Trump ha ordenado al Departamento de Seguridad Nacional poner fin a la práctica “catch and release” (captura y liberación) -el nombre no oficial de la política mediante la cual las agencias estadounidenses de inmigración permiten a los migrantes de bajo riesgo permanecer en libertad en espera de su audiencia- no hay suficientes centros de detención para albergar a las miles de familias que cruzan.

Varias veces al día, un autobús blanco trae a un nuevo grupo de familias al centro de McAllen. Madres y padres tropiezan unos con otros; muchos llevan monitores de tobillo electrónicos, acunan a sus niños pequeños con el cabello despeinado y tienen en sus manos los avisos legales para comparecer ante los tribunales dentro de pocos días. Desgastados, se alinean para recoger boletos y unirse a sus familias en ciudades tan lejanas como Tallahassee y Los Ángeles.

En toda la frontera, la ansiedad crece mientras inmigrantes, abogados y funcionarios luchan por interpretar el frenesí de anuncios de Washington.

“Últimamente siento que cada día es una caja de Pandora: abramos y veamos qué pasa”, afirmó Jodi Goodwin, abogada de inmigración en Harlingen, una ciudad fronteriza de Texas, ubicada a 30 kilómetros del Golfo de México. “Tienen instrucciones de detener a todo el mundo. Bien, ¿cómo se supone que lo harán? Nadie sabe”.

La orden ejecutiva de Trump instruye al Departamento de Seguridad Nacional para “establecer de inmediato contratos para construir, operar o controlar” los centros de detención inmigratoria en la frontera o cerca de ésta, pero muchos expertos advierten que los cambios serán costosos y estarán llenos de desafíos legales.

Incluso antes de que Trump asumiera, el número de inmigrantes detenidos había alcanzado niveles históricos bajo el gobierno de Obama. En noviembre, el entonces secretario de seguridad, Jeh Johnson, anunció que 41,000 personas estaban detenidas en los centros de Inmigración y Detención (ICE). La cifra suele ser de entre 31,000 y 34,000.

En 2014, ICE construyó dos instalaciones en Texas -South Texas Family Residential Center, en Dilley, y Karnes County Residential Center, en Karnes City- para dar cabida a la oleada de mujeres y niños centroamericanos que llegaban a la frontera pidiendo asilo. Los activistas sostienen que ya están cerca de su capacidad máxima.

La detención obligatoria en la frontera podría costar otros $9,000 millones durante la próxima década, según calcula el Center for American Progress, un grupo de expertos con sede en Washington.

“El decreto de Trump es más show y demostración de poder que otra cosa”, afirmó el representante de los EE.UU. Henry Cuellar, un demócrata que representa el área de Laredo, en la frontera de Texas, y es parte del subcomité de Seguridad Nacional. Para él, Trump necesitaría la aprobación del Congreso para financiar los centros de detención. “Si nos fijamos en la orden ejecutiva, todo vuelve a las asignaciones; todo vuelve al Congreso. Tenemos un mínimo de camas”.

Aunque Cuellar apoya la idea de contar con más centros en la frontera, enfatizó que éstos deberían estar acompañados por más jueces de inmigración. Actualmente, los 292 jueces de inmigrantes del país tienen un fuerte retraso; más de medio millón de casos pendientes.

Los abogados advierten que acelerar el proceso de inmigración podría exacerbar la lucha de los inmigrantes para encontrar representación legal y plantearía problemas de proceso. Con muchos centros que se encuentran en zonas remotas, los detenidos ya luchan por obtener asesoramiento jurídico, un factor crítico para obtener éxito ante una solicitud de asilo.

“Si el proceso de asilo se mueve rápido, ¿habrá suficientes abogados para representarlos?”, se preguntó Melissa López, una letrada de El Paso.

Chris Cabrera, vicepresidente del capítulo del Valle de Río Grande del Consejo Nacional de Patrulla Fronteriza, el gremio que representa a los agentes, recibió con beneplácito el plan de Trump y dijo que esperaba poder detener el flujo de inmigrantes. La semana después de la orden, agentes de la Patrulla Fronteriza aprehendieron entre 300 y 400 migrantes al día, dijo, y muchos fueron puestos en libertad luego de ser procesados por funcionarios de ICE.

Catch and release no ha finalizado aún, pero hemos escuchado una respuesta: pronto”, advirtió Cabrera. “No sabemos cuándo; hay logísticas por resolver”. Desde su punto de vista, el sistema actual está corrupto: los migrantes saben que pueden solicitar asilo, ser liberados y después presentarse en la corte, en casos que pueden durar años. “Esta gente sabe que vamos a liberarlos”, dijo. “Saben que hay una laguna”.

Sin embargo, defensores de los inmigrantes sostienen que muchos de quienes emprenden el arduo viaje al norte huyen de persecuciones y merecen ser tratados humanamente mientras esperan la resolución de sus casos. El año pasado, un comité consultivo de Seguridad Nacional instó al gobierno de Obama a cesar con la práctica generalizada de la detención familiar, reservándola sólo para ciertos casos, cuando la liberación podría representar un peligro.

“Los centros de detención no son un sitio adecuado para niños y familias”, aseguró la hermana Norma Pimentel, directora ejecutiva de Catholic Charities del Valle de Río Grande, que administra un refugio para inmigrantes en la Iglesia del Sagrado Corazón, en McAllen.

Pero reforzar el gran sistema de detención que prosperó con el gobierno de Obama agravaría las malas condiciones en los centros de detención, remarcó Carl Takei, abogado de planta del National Prison Project, de ACLU, quien escribió un informe en 2016 sobre las muertes de detenidos, suicidios y la ausencia de cuidados sanitarios en los centros de detención de ICE.

“El sistema de detención ya está falto de transparencia y rigor”, afirmó. “Si la prioridad de la agencia es firmar rápidamente contratos para ampliar el espacio, podemos predecir que la situación empeorará”.

Los partidarios de controles fronterizos más estrictos argumentan que los centros de detención no necesariamente tienen que ser una solución a largo plazo: las noticias de la represión contra la inmigración ilegal se extenderían a través de México y América Central, disuadiendo a otros inmigrantes indocumentados de hacer la caminata, sostienen.

“Ya hemos visto esta situación”, afirmó Cabrera. “Una vez que se conozca la noticia de que estamos deteniendo a todos y enviándolos a casa, el tema disminuirá”.

Los defensores de solicitantes de asilo, sin embargo, señalan que la construcción de centros de detención familiar en 2014 no impidió el flujo de las familias. “Detener a los inmigrantes no hará que se vayan”, expresó López.

Mientras esperaba por un autobús hacia Los Ángeles, Miguel Rodas, un policía de 42 años de edad que huyó de su ciudad en el centro de El Salvador cuando los pandilleros amenazaron con matarlo, admitió que tuvo muchas dudas en el viaje, que emprendió junto con su hijo, Samuel, de 13 años. Mientras captaba destellos de noticias del nuevo gobierno, no podía dejar de preguntarse si estaba desperdiciando los $6,000 dólares que había ahorrado para pagar a los contrabandistas.

“Mucha gente de mi país está asustada”, aseguró. ”Dicen que será muy difícil obtener un estatus legal”.

Rodas se sintió aliviado cuando fue puesto en libertad, incluso con un aviso para comparecer ante el tribunal en apenas 11 días y un monitor electrónico conectado a su tobillo. Pero se preocupó por su esposa y sus dos hijas, que dejó escondidas en San Salvador.

”Quiero estar con ellas, pero el camino a los EE.UU. es muy difícil”, afirmó. “No quiero que pasen por esto. Quiero encontrar una manera de traerlas aquí legalmente”.

Si desea leer la nota en inglés, haga clic aquí.

Traducción: Valeria Agis

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