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Los Ángeles es la capital de los peores empleos del país

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Las últimas cifras sobre el nivel de instrucción de los residentes del condado de Los Ángeles podrían llevar a pensar que muchos de ellos no tienen suficiente educación para conseguir un trabajo. El 21% de los angelinos mayores de 25 años tienen diploma de preparatoria como máximo nivel académico, mientras que el 22% de ellos ni siquiera cuentan con eso, conforme la encuesta de fin de año realizada por la Corporación de Desarrollo Económico del Condado de Los Ángeles.

Las malas noticias, sin embargo, es que pese a ello no tendrán problemas para conseguir empleo. Tal como documenta la encuesta, desde 2015 hasta 2020, la totalidad del 64% de los puestos de trabajo de nivel inicial en el condado más grande del país requerirá apenas un título de preparatoria (29.7% de los empleos), o ni siquiera eso (34.6%). Ello significa que una parte importante de los residentes locales que ingresan a la fuerza de trabajo deberán tomar empleos para los cuales están sobrecalificados y -al igual que sus compañeros trabajadores menos educados- muy probablemente mal pagados.

Año tras año, L.A. sigue siendo la capital de la nación en cuanto a empleos despreciables, al menos cuando se le compara con otras grandes áreas metropolitanas. El salario medio para todas las ocupaciones en el condado el año pasado fue de $39,250, y para muchas de las labores que crecen más rápidamente la paga es aún menor: $$28,101 en ventas; $27,019 para mantenimiento; $21,653 en gastronomía y servicio.

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Al entrar en la era Trump, L.A. se erige como el ejemplo extremo de uno de los dos tipos de disfunción económica estadounidense: la clase metropolitana. Las grandes ciudades no carecen de empleos en estos días; los trabajos con bajos salarios son fuertes. Son los empleos con ingresos medios -que llegaron con la fabricación sindicalizada, el transporte y la construcción- los que han desaparecido. La otra forma de disfunción se encuentra en las fábricas abandonadas y en los pueblos industriales del medio oeste, de los cuales ha huido la industria manufacturera pero donde los empleos de servicios y ventas también son escasos. Allí, la participación en la fuerza de trabajo es baja, el abuso de opiáceos es alto y la expectativa de vida se reduce.

Las metrópolis políglotas votaron por Hillary Clinton; los estados postindustriales, en su gran mayoría blancos, lo hicieron por Donald Trump. Pero sus economías sufren de diferentes maneras la misma enfermedad, muy peligrosa: la incapacidad de generar empleos decentes para los trabajadores de servicios y obreros, o más sucintamente, una clase media de tamaño considerable.

Hay poco en las propuestas de Trump que podría atraer de manera plausible el centro perdido de la economía. Es posible que algunas manufacturas trasladadas al extranjero regresen, pero las fábricas robotizadas de hoy en día emplean sólo una fracción de la fuerza de trabajo con la cual contaban antes. Más construcción de infraestructura crearía trabajos, pero los republicanos del Congreso quieren derogar la legislación que garantiza a los trabajadores en esos empleos un salario decente.

Los recortes presupuestarios que compensan los incentivos fiscales a los ricos probablemente afectarán a los maestros y sus estudiantes. La actual guerra de los republicanos contra el trabajo casi seguramente reducirá la participación sindical de la fuerza de trabajo a un sólo dígito, disminuyendo los ingresos de los empleados para ganar una mayor proporción de los ingresos del trabajo.

Sin embargo, hay cosas que las ciudades demócratas como Los Ángeles, y los estados como California, todavía pueden hacer para crear normas económicas que hagan más para recompensar el trabajo.

Tanto L.A. como California ya han elevado su salario mínimo a $15. Las ciudades y estados también pueden usar su poder impositivo para impulsar a las corporaciones a dejar de recompensar a los altos ejecutivos y accionistas a expensas de sus trabajadores e inversiones productivas. En diciembre último, Portland, Oregon, aprobó la primera ley del país para poner un impuesto adicional sobre las corporaciones que pagan a sus CEO más de 100 veces el salario de sus trabajadores de nivel medio (los CEO de hoy ganan aproximadamente 270 veces más que un empleado promedio; hace 50 años, recibían 20 veces más que el pago medio). La ordenanza de Portland se aplica a cada corporación con ingresos significativos en su ciudad (según el autor de la ley, hay 540 empresas en dicha categoría; sólo cinco con sede local). En sintonía, las ciudades y estados podrían reducir los impuestos a las compañías que tengan representación significativa de los trabajadores en sus directorios. Tal como el estado de Nueva York, también podrían establecer directorios públicos que establezcan estándares laborales para industrias particulares.

Ninguna de estas medidas -ni siquiera los considerables aumentos del salario mínimo- se aproximan lo suficiente para generar los millones de empleos de ingresos medios que el país claramente necesita. Ni la izquierda ni la derecha cuentan con un proyecto plausible para generar pleno empleo -un requisito previo para una prosperidad ampliamente compartida- en la nueva economía. Pero Los Ángeles no puede esperar una panacea que tal vez nunca llegue. Esta ciudad de trabajadores pobres requiere acción, y ya.

Si desea leer la nota en inglés, haga clic aquí.

Traducción: Valeria Agis

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