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Ella le suplicó a su esposo que no abandonara México, pero la atracción por los EE.UU. fue más poderosa y mortal

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De regreso a Malinalco

Ella le suplicó a su esposo que no abandonara México, pero la atracción por los EE.UU. fue más poderosa y mortal

Durante décadas, millones de mexicanos cruzaron a los EE.UU. en una de las migraciones masivas más grandes de la historia moderna. Pero un control más estricto de la inmigración y nuevas oportunidades en México han revertido la tendencia. Ahora, muchos regresan a ciudades como Malinalco, una comunidad rural al suroeste de la Ciudad de México. Sin embargo, llegar a casa puede resultar complicado.


En una mañana nublada de octubre pasado, Agustín Poblete Ortega pasó por la casa de su esposa para decirle que se iría de nuevo.

Rosa Icela Nava, entonces de 27 años, no quería que se fuera.

Toda su vida estuvo rodeada de hombres que se habían ido al norte y que, a veces, no regresaban.

Aunque su relación con Poblete había sido inestable durante el último año — ella se había mudado de la casa familiar por el problema de su marido con la bebida- él era un buen padre para sus dos hijas pequeñas.

La mujer quería pedirle que se quedara, quería transmitirle la sensación de malestar que sentía en el estómago. Pero se guardó sus sentimientos, como era su costumbre.

“No puedo detenerte”, le dijo a él.

“Cuida a las niñas”, le dijo.

Poblete, no era sólo adicto al alcohol — nunca podía beber sólo un tequila o una cerveza— también lo era a los salarios estadounidenses. En sus cinco viajes anteriores al norte se había acostumbrado a ganar $15 por hora. De regreso en su pueblo natal de Malinalco, México, se irritaba cuando los patrones le daban el equivalente a sólo $10 después de un día de duro trabajo.

El hombre era parte de una gran oleada de mexicanos que regresaron a su país en los últimos años, un fenómeno alimentado por el endurecimiento de las condiciones actuales en los EE.UU. y las nuevas oportunidades en su tierra natal, que están modificando las tendencias de inmigración a ambos lados de la frontera.

Volver a México no es fácil para todo el mundo. Para Poblete, que había probado la buena vida al norte de la frontera, los verdaderos ganadores de la creciente economía de México parecían ser los empresarios y líderes políticos millonarios que llegaban en helicóptero al exclusivo campo de golf de Malinalco, pero no los desertores de la escuela secundaria como él.

También sabía que entrar furtivamente en los Estados Unidos se había vuelto más peligroso que nunca. Los inmigrantes morían esquivando a los agentes de inmigración en el calor del desierto, se ahogaban cruzando el Río Grande o morían sofocados en la parte trasera de los remolques.

Sin embargo, anhelaba recibir cheques de pago que le permitieran ahorrar un poco, en lugar de simplemente sobrevivir. Quería construir un hogar en Malinalco para Nava y las niñas, y poner su vida en el camino correcto.

“Esta es la última vez”, le prometió a su hermano menor antes de irse.

Durante los siguientes nueve días, el teléfono de Nava se iluminaba con mensajes mientras su esposo se dirigía hacia el norte y luego esperaba en la frontera. Grupos criminales estaban transportando drogas por el desierto, le contó Poblete en una llamada telefónica, y su contrabandista le había aconsejado esperar hasta que todo estuviera mas tranquilo.

Despuésle envió un mensaje diciendo que cruzaría esa noche. "Cuida a las niñas", imploró de nuevo, y le dijo que la llamaría pronto para decir: “Ya, lo logré”.

Pero pasaron varios días y el teléfono no sonó.

Algunos de sus amigos pensaron que había sido atrapado por agentes de inmigración; o asumido que le habían robado y que no podía llamar a casa.

Nava ocultó sus miedos más oscuros. Y esperó, porque no había nada más que hacer.


Nava tenía 19 años, era tímida y acababa de terminar la secundaria cuando notó por primera vez a Poblete, caminando por una de las calles estrechas y adoquinadas de la ciudad.

Nacido y criado en una familia pobre de Malinalco, Poblete, al igual que sus tres hermanos, se había marchado a los Estados Unidos cuando era joven. Había regresado a México para visitar a su familia después de trabajar allí durante más de una década, con su equipaje lleno de televisores y otros regalos para sus padres.

Malinalco rebosaba de exinmigrantes como él.

Estaba el taxista que había trabajado durante años como coyote en Arizona, ganando $200 por persona para transportar a los inmigrantes que acababan de cruzar la frontera a urbes como Atlanta, Los Ángeles y Chicago. También el hombre que había regresado de los Estados Unidos con miles de dólares en ahorros, suficientes para construir un complejo modesto para los turistas que visitan de la ciudad de México. O el mesero deportado de Illinois, a quien le preocupaba no poder volver a ver a sus hijos.

Músicos exmigrantes cantaban baladas sobre la vida en los Estados Unidos. Otros formaban grupos de activistas para exigir más ayuda del gobierno mexicano. Incluso se postulaban para gobernadores del estado de México, donde se encuentra Malinalco.

Poblete, como otros que habían vuelto de los Estados Unidos, era diferente de aquellos que nunca se habían ido. Mientras que muchos en este tramo del país todavía usan botas y sombreros de vaquero, él prefería los shorts largos, las camisetas polo y las gorras de béisbol. Eran el tipo de prendas que uno espera encontrar en una barbacoa de fin de semana en Georgia, donde él había pasado sus últimos años, no en el México rural.

Sólo lucía un marcador de su lugar de nacimiento: un dibujo de la ciudad de Malinalco, tatuado en su pantorrilla derecha.

Nava no recuerda qué le dijo el día en que se acercó a ella por primera vez en la calle, pero sí se acuerda de su fuerte personalidad. personalidad -bromeaba y hacía amistad con todos, se sentía cómodo siendo el centro de atención.- Aunque se había ido por años, tenía muchos más amigos que ella, y en cada parte de la ciudad.

Él era 13 años mayor, pero estaba tan impresionada con las aventuras que relataba y las flores que le traía, que Nava no pensó demasiado en la diferencia de edad. Pronto comenzó a pasar las noches en su casa y discutían en broma sobre qué música escuchar: cumbia, la favorita de ella, o la estridente banda, preferida por él.

Cuatro meses después, Nava estaba embarazada. Seis meses después de eso, Poblete la dejó por primera vez y se marchó al norte junto con el esposo de su hermana. Ambos hombres estaban a punto de tener hijos y querían ganar dinero rápido.

Nava no quería que se fuera. Le preocupaba que un hombre ya establecido en los EE.UU. pudiera olvidarse de ella. Ya le había sucedido antes.

Tenía apenas 13 años cuando su padre se fue a los Estados Unidos como parte de una oleada de inmigrantes que huyeron de México en la década de 1990 y principios de 2000 debido al aumento del desempleo y la inflación. Él había prometido enviar dinero a casa y regresar rápidamente, pero en cambio se quedó allí para siempre, desarrolló una adicción al alcohol y formó una familia nueva.

Nava había soñado con obtener un título en psicología, pero sin dinero para pagar la universidad, se vio obligada a dejar de estudiar después de la preparatoria. Sus hermanos tampoco podían permitirse continuar sus estudios, y ambos se fueron a los Estados Unidos para tratar de ayudar a la familia. Sólo uno de ellos regresó. El otro todavía está en Sacramento, donde tiene varios niños nacidos allí.

Mientras su vientre crecía, Nava hablaba con Poblete todos los días. Él no estuvo presente en el parto, esa primavera, pero decidieron juntos nombrar a su niña Abril, en honor al mes en que nació.

Abril ya tenía un año cuando Poblete regresó a casa, pero ella lo aceptó de inmediato y reía mientras él la lanzaba al aire. Pronto, Nava quedó embarazada de otra niña, Michelle. Cuando se acabó el dinero que él había ganado en los Estados Unidos, su madre lo contrató en el pequeño restaurante que dirigía cerca del río, en las afueras de la ciudad.

Ella había abierto el salón -un lugar pequeño junto a un estanque artificial lleno de truchas- hacía décadas. Los lugareños venían, atrapaban una trucha y luego la madre de Poblete las cocinaba con un poco de piña y salsa.

Pero ahora el área se había transformado. Después de que Malinalco fuera nombrado "Pueblo Mágico" por el gobierno federal, las cuadrillas habían pavimentado las carreteras cerca del lago, y docenas de otros restaurantes y dos parques acuáticos habían abierto allí cerca. La creciente clase media de México implicaba que, cada año, más y más turistas llegaran a Malinalco los fines de semana para escapar de la ciudad de México, ubicada a dos horas de distancia.

Poblete y sus tres hermanos habían crecido cerca del puesto y ganado sus primeros pesos limpiando pescado fresco. Después de años ganando mucho dinero como empleados de la construcción en Georgia, él no estaba contento de estar de vuelta.

Pronto comenzó a pasar sus noches bebiendo con amigos. Si había una fiesta, era el primero en llegar. A veces se presentaba a trabajar con tanta resaca que apenas podía recibir órdenes. Otras no aparecía en absoluto por allí.

Exasperada, su madre lo despidió. Fue entonces cuando la espiral cuesta abajo se aceleró. Poblete nunca golpeó a Nava, pero se volvió un borracho malo. Ella decidió llevar a sus hijas a la casa de su abuelo, para que no vieran a su padre fuera de control.

Poco después de mudarse allí, el abuelo de Nava, de 85 años de edad, fue atropellado por una motocicleta mientras caminaba en la plaza central de Malinalco. Ese otoño, el hombre murió. Ella estaba recuperándose del duelo cuando Poblete vino a decirle que se iría de nuevo.

A medida que pasaban los días -y luego las semanas- sin saber nada de él, su estómago daba saltos mortales; no estaba preparada para más pérdidas.

El Día de los Muertos estaba a la vuelta de la esquina: era hora de preparar un altar para los que habían fallecido el año anterior. Ella estaba con su madre, organizando una ofrenda de caléndulas y mole dulce para su abuelo, cuando su suegra llamó, histérica, y le contó la noticia.

Había sido contactada por el Consulado de México en El Paso: habían descubierto un cuerpo en el desierto de Nuevo México; creían que era de Poblete.


Los siguientes días fueron borrosos. Nava viajó una hora hacia Toluca, la capital del estado, para ver las fotos del cuerpo tomadas por la oficina forense. La mujer se quebró; allí estaba el tatuaje de Malinalco, en la pantorrilla.

De vuelta a casa, no tenía valor para contarle a sus hijas, aunque las niñas sabían que algo muy malo había ocurrido. Pasaron días sin confesar lo ocurrido, incluso después de que Abril comenzó a mojar la cama, incluso después de que una de las compañeras de clase de su hija menor le dijera: “Tu papá está muerto”.

“Temo que me vean llorar", le explicó Nava a Ellen Calmus, directora de una organización de defensa de inmigrantes que la ayudó a transportar el cuerpo de Poblete a México.

"Tal vez verte llorar les permitirá experimentar el dolor", le respondió Calmus. Al final, fue la funcionaria quien les contó a las chicas lo sucedido.

Nava sentía que no había espacio para toda su agonía. Su madre, que había perseverado después de que su marido formara una nueva familia, le dijo que se concentrara en ser fuerte. "Enfócate en las chicas", le dijo. "Tu dolor es enorme, pero sus necesidades son mayores".

Esta vez, Poblete regresó de los EE.UU. en un coche fúnebre. Las muertes de migrantes son tan comunes que el gobierno mexicano reserva fondos especiales para el traslado digno de los cuerpos.

Mientras la familia caminaba lentamente hacia el lugar, apareció una banda. Los amigos de Poblete la habían alquilado y habían traído botellas de cerveza. Nava sollozaba, pero mientras los hombres bebían y bailaban junto a su ataúd, sabía que si Poblete estaba mirando desde algún lugar, estaría feliz de ver que su funeral se había convertido en una fiesta.


Durante meses, Nava tuvo problemas para levantarse por la mañana. Pasó la Navidad, luego el Año Nuevo. Las calificaciones de sus hijas caían en picado, y ambas chicas habían tenido problemas por pelear en la escuela.

Alrededor de Pascuas, hubo una semana en la cual Nava no salió de su habitación por días.

Su madre, que le había rogado que tuviera fuerzas, se dio cuenta de que su hija necesitaba ayuda.

"Tienes que ir a un médico”, expresó

Los antidepresivos que le recetaron la ayudaron. Ahora, a sus 28 años, sonríe más y es más afectuosa con las niñas.

"Creo que son sólo las píldoras", afirmó, sonriendo tímidamente. "Pero está bien”.

En una tarde tormentosa reciente, se estaba preparando para terminar su turno en el restaurante de la madre de Poblete, donde consiguió un trabajo sirviendo trucha y espumosas piñas coladas. Esperaba irse temprano ese día para llevar a las chicas a un festival callejero en la ciudad.

Esperaba irse temprano ese día para llevar a las chicas a un festival callejero en la ciudad. Pero luego, una gran familia de turistas entró justo antes de cerrar y ordenó comida. Aproximadamente la mitad de ellos eran mexicoestadounidenses: ciudadanos estadounidenses que visitaban a sus familiares de la zona. Su estatus de inmigración significaba que podían ir y venir y estar juntos sin preocupaciones, bebiendo piña colada y riendo, sin que la frontera afecte sus vidas.

Para cuando Nava llegó a recoger a las chicas a la casa de su madre, estaba oscuro y llovía a cántaros. Abril estaba enferma, había vomitado todo el día.

"La llevaré al médico mañana", aseguró Nava.

“Tienes que llevarla esta noche”, insistió su madre.

Así que tomó a sus chicas de la mano y se dirigió a la clínica, pasando por el festival, donde un grupo de banda había subido al escenario. Los músicos usaban sombreros de vaquero y trajes rojos brillantes, y cada uno se hacía la señal de la cruz antes de comenzar a tocar.

“Échame la culpa, échame la culpa de todo”, gimió el líder del grupo. La multitud se tambaleaba bajo una lona gigante.

A su esposo, pensó Nava, le habría encantado


Additional credits: Produced by Iris Lee

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