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Vecindario de Wilmington, una isla en un mar de petróleo

Jesse Ceja y su abuelo, Paulo Torres, de 69 años, se encuentran sobre la Emden Street en Wilmington, donde ellos viven junto a una refinería de Phillips 66, que se puede ver al fondo. ()

Jesse Ceja y su abuelo, Paulo Torres, de 69 años, se encuentran sobre la Emden Street en Wilmington, donde ellos viven junto a una refinería de Phillips 66, que se puede ver al fondo. ()

(Rick Loomis / Los Angeles Times)
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El tren con químicos no vino esta mañana.

Gerardo Juárez trabaja en el patio de su casa en Wilmington, habla con los vecinos, se lija las uñas con una navaja de bolsillo y le echa agua de la lavadora a su jardín para mantenerlo verde para los juegos de futbol de sus nietos.

Juárez, de 64 años, vive en una cuadra de pequeñas casas pintadas de color durazno y azul claro, donde muchos de los residentes son familiares, y muchos de ellos ahora son abuelos. Cultivan nopales y nectarinas en sus jardines. Algunos todavía ven televisión con antenas de techo. Cada 4 de julio se reúnen en la calle para comer y beber, y ver a los niños encender fuegos artificiales.

Pero estos terrenos de clase media siempre han estado vinculados a un gran peligro al final de la calle.

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A pocos metros de distancia de sus casas se encuentra la refinería de Phillips 66, un gigante de metal de tubos, tanques, válvulas, calderas, columnas y otras cosas, que silban, retumban, echan humo y tienen sus propias nubes en el cielo.

Y aunque las llamaradas de la refinería no se encienden tanto como solían hacerlo, el enorme lugar exhala en muchos sitios.

Juárez puede ver el aliento de las instalaciones en esta clara mañana. Los gases y el calor crean unos raros puntos borrosos en el lugar. A lo alto, las columnas de vapor alcanzan casi los 200 pies en el aire.

Pero hay un área que él no puede ver, apenas detrás de la pared, a unos 100 metros de distancia, que es lo que le preocupa más.

En los últimos dos años ahí, unas dos veces por semana, trenes apilan múltiples tanques grandes y ovalados. Juárez solo puede ver la parte superior de ellos, pero casi tan pronto como llegan, él escucha un silbido de alta presión, y un fuerte olor a fertilizante se esparce por su vecindario.

El olor lo marea y le provoca náuseas, y él corre al interior de su casa en cuanto ve que está cerca.

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Cuando vuelve a salir más tarde, encuentra puntos amarillos en la pintura negra de su carro, y tiene que utilizar cera para removerlos.

Gerardo solo puede imaginarse lo que 37 años de respirar ese aire pueden haberle causado a su cuerpo.

Aún así, él no tiene planes de mudarse.

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El vecindario es una isla en un mar de petróleo.

En cuatro pequeñas cuadras hay 59 casas, apretadas entre el Harbor Freeway y la refinería de 424 acres.

En el amplio panorama de Wilmington —una de las zonas más industrializadas de California— los residentes están expuestos a todos los desperdicios de las recicladoras, plantas químicas, deshuesaderos, seis refinerías petroleras, cientos de pozos de petróleo, camiones, trenes, y los buques cargueros en el puerto.

En el rincón de Juárez al oeste de Wilmington, la refinería vino mucho antes que las casas, un punto consiguiente todavía hoy.

La Union Oil Co. de California construyó la refinería original en 1919 entre Bixby Slough y el puerto, en una colina elevada hacia la punta de Palos Verdes.

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La floreciente cultura del carro y el auge petrolero se alimentaron el uno al otro, y alimentaron el crecimiento suburbano. Los vecindarios pronto pasaron a ser tierras petroleras a lo largo de la región, y junto a las refinerías alrededor del puerto y South Bay. Los trabajadores petroleros fueron los que se hicieron de la mayoría de esas casas.

Los pequeños búngalos junto a la refinería Union Oil fueron construidos en la era de la Segunda Guerra Mundial; la de Juárez fue en 1944.

La proximidad de Wilmington a los muelles comerciales, sindicatos, ferrocarriles, enlatadoras de pescado y fabricantes lo convirtió en una zona de clase trabajadora, un lugar natural para los inmigrantes que comenzaban su vida en Estados Unidos.

Juárez y su hermano menor Gustavo, llegaron desde las rancherías de Michoacán, en México, en 1976. Gerardo consiguió un trabajo fabricando ventanas en Gardena. En los siguientes tres años, él, Gustavo y su cuñado se juntaron para comprar una casa y encontraron una buena oferta de un búngalo de 1,000 pies cuadrados en el 1442 F Street. Ellos habían logrado ahorrar lo suficiente para pagar el 20% de enganche —$13,000— y se mudaron ahí con sus tres familias.

Solo otra casa y un terreno lleno de hierba se interponen entre ellos y la refinería. Juárez sabía que el aire estaba contaminado, pero en ese momento todo Los Ángeles estaba cubierto por smog la mayor parte del año.

Y él tenía otros factores a considerar.

La calle era silenciosa. La freeway elevado, que cortó a la mitad el vecindario en 1956, había mantenido en la bahía el caos que agitó al resto de la ciudad. Las pandillas no los molestaban. Nadie pintaba sus paredes o se robaba sus carros, y les gustaba la escuela cercana.

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Juárez trabajó en la enlatadora de atún Bumble Bee en Santa Fe Springs por 22 años. Le compró su parte de la casa a Gustavo y su cuñado y se la quedó toda.

Gustavo se mudó del otro lado de la calle, y sus hijos crecieron montando en bicicleta sobre rampas de tierra y bermas que construyeron en el terreno.

Esta era la California que Juárez había deseado ofrecerles a sus hijos.

No era que la familia pudiera ignorar lo que estaba detrás de la cerca. Era un sistema siempre en evolución, con nuevos componentes apareciendo por todos lados, y los viejos quedando inactivos. En días normales, era ruidoso y con mal olor, como una enorme podadora retumbando en la puerta de al lado.

Cuando un particular gas nocivo pasaba sobre la barda, los vecinos se quejaban. Pero nunca pasó nada.

“Los inspectores venían por algunos minutos, y se iban”, dice Juárez.

En 1999, una explosión provocó una nube de humo negro que se podía ver a través del condado. El Freeway Harbor fue cerrado y el vecindario evacuado debido a los químicos en el aire.

Ellos comenzaron a trabajar con grupos ambientalistas como Comunidades por un Mejor Ambiente y la Coalición para un Entorno Seguro, y la presión en Sacramento y las oficinas distritales de calidad del aire en Diamond Bar eventualmente llevaron a restricciones más severas.

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Ahora las refinerías pueden echar llamaradas —la combustión expulsa el gas hacia la atmósfera— solo durante emergencias y mantenimiento, y tienen que monitorear cuáles compuestos son liberados.

Pero aún así, las emisiones varían enormemente dependiendo de cuántas llamaradas se producen.

El año que el distrito de aire comenzó la supervisión, en 2006, Phillips 66 reportó que las llamaradas de la refinería liberaron 27,607 libras de material en partículas, óxidos nitrosos, gases reactivos orgánicos, monóxido de carbono y dióxido de azufre. El próximo año, el número reportado bajó 2,335 libras.

Desde entonces ha subido y bajado.

El año pasado, la compañía dijo que la refinería liberó 76,744 libras, el peor año del que se tiene registro. Y nada de eso tiene que ver con todos los otros gases liberadas por cientos de válvulas de liberación de presión y tubos por todas partes de las instalaciones.

La Agencia de Protección Ambiental el año pasado le ordenó a todas las refinerías que empezaran a supervisar la presencia de benceno peligroso en la línea de la cerca, y que tomaran nuevas medidas para limitar la emisión de gases. La industria está peleando en los tribunales para que se eliminen estas reglas.

Si desea leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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