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Un vestido tradicional chino elegido por una estudiante genera polémica

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Uno de mis restaurantes favoritos, Kebeer, se ubicaba en la desagradable terminal de Coney Island Avenue, en Brooklyn. Kebeer era una de las maravillas de lo que se considera la ‘apropiación cultural’, el préstamo generoso de grupos étnicos por parte de extranjeros. El restaurante estaba equipado como una cervecería alemana, aunque servía comida de Asia Central. La gastronomía en sí era una apropiación cultural servida en plato, una amalgama indescriptiblemente deliciosa de influencias de Rusia, Medio Oriente, India y Asia Oriental (los pueblos que vivían a lo largo de la Ruta de la Seda tomaron prestado sin preguntar y remezclaron sin miedo). Además, había hamburguesas.

La eventual desaparición de Kebeer no fue resultado de que los activistas se concentraran en la esquina de Coney y Brighton, exigiendo que el lugar explique su enfoque culinario libre y desenfrenado. Pero las acusaciones de apropiación cultural sí generaron el cierre de Kooks Burritos, en Portland, Oregon, porque a algunos les resultaba desagradable que dos mujeres blancas incursionaran en la cocina mexicana.

Lo mismo ocurrió con Hapuna Kahuna Tiki Bar & Kitchen, también en Oregon. La torpe incursión de un hombre blanco en la cocina de Hawái. Y Hot Joy of Dallas ya no existe, acusado de ser “una desorientada fantasía de un tipo blanco, en la que la identidad y la cocina asiática se reducían a una serie de clichés irónicos” (la comida era pésima, por lo tanto no derramen lágrimas).

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Este tipo de indignación no se limita a la gastronomía. A mediados de mayo, una chica de 18 años en Utah, llamada Keziah Daum, tuiteó imágenes de los preparativos para su baile de graduación. El mensaje era simplemente “PROM”, y las fotos no estaban subidas de tono, ni siquiera para los estándares anteriores a la era de Trump. Pero Daum, quien no es china, lucía un qipao o cheongsam, el vestido ceñido con cuello alto y abertura lateral, adornado con diseños florales, que es mucho más probable ver en una vieja película de James Bond que en cualquier entorno donde las mujeres asiáticas modernas viven y trabajan.

La reacción fue rápida y furiosa, del tipo de incendio atemorizante en los medios sociales que se ve en la serie “Black Mirror”, de Netflix. “Mi cultura NO es tu... vestido de graduación”, tuiteó alguien, llamado Jeremy Lam. “Que esto esté sujeto al consumismo estadounidense y sea funcional al público blanco es comparable a la ideología colonial”, agregó el usuario. Aunque parece haber sido el más ofendido, sus mensajes fueron compartidos miles de veces, convirtiendo a una adolescente común en una conquistadora rapaz.

Pero, de hecho, Daum comprendió correctamente el papel de la “cultura” en una sociedad abierta y humanista: expresa lo que una sociedad valora, aspira y rechaza. Ello puede ser así para una ópera, un edificio y una broma. Y aunque la cultura exige nuestra participación, rechaza los reclamos de propiedad absoluta. Pensemos en los talibanes, haciendo explotar antiguas estatuas de Buda, insistiendo en que solo ellos podían decidir el carácter esencial de Afganistán. No todas esas usurpaciones fallan de manera tan violenta, pero todas lo hacen.

La apropiación es en realidad el alimento que nutre a la cultura. Pablo Picasso aprendió a retratar a partir de las máscaras africanas; su trabajo influyó en la obra de Jean-Michel Basquiat, quien aplicó técnicas similares para crear la crónica de vida de un hombre afroamericano a fines del siglo XX. En cuanto al qipao, las casas de moda de Shanghái se apropiaron de la prenda del pueblo de Manchuria, en el norte de China.

Cuando el compromiso intercultural es cruel o de mal gusto -como cuando, en 2017, un bar en el condado de Orange se burló de los inmigrantes indocumentados en su intento de vender alcohol el Cinco de Mayo-, los ciudadanos razonables pueden recurrir a la reprimenda y la condena social, poderosas herramientas que en gran medida hemos olvidado a usar para el bien cívico. Daum no merecía semejante difamación; no estaba siendo maliciosa ni impertinente. Puede que no hubiera elegido su vestido de graduación gracias a una identificación profunda con Asia o su gente, pero no se pintó la cara de negro o se vistió para Halloween como víctima de un campo de concentración.

Los detractores de la joven parecen malinterpretar la noción de “cultura”, incluso mientras hacen uso de la palabra con justa furia. No puede existir una cultura compartida si los detractores de Daum y otros por el estilo se salen con la suya; si la cultura se adhiere a nosotros en términos absolutos, atados con fuerza al lugar de origen y ascendencia. Es imposible contar con nuestra cultura si todos defendemos mi cultura.

Lo opuesto a la apropiación cultural no es la reverencia universal sino, más bien, la segregación, el deterioro de nuestra capacidad y nuestro deseo de comunicarnos entre nosotros, un tribalismo tosco y aislado. La indignación por el vestido de Daum es un regalo para los innatistas y xenófobos que siempre han sospechado de los estadounidenses con piel más oscura que la suya, patrias más allá del norte de Europa, días festivos distintos a la Navidad y comidas que no sean perros calientes.

La ironía en el caso de Daum es que la gente en China estaba perfectamente tranquila con su vestimenta. “Estoy muy orgulloso de que nuestra cultura sea reconocida por personas de otros países”, publicó una persona en una red social china, según informa el New York Times.

Daum no se retractó de la decisión de usar su qipao rojo y dorado. “No voy a borrar mi publicación porque no hice nada más que mostrar mi amor por la cultura”, escribió en Twitter, mostrando una admirable moderación frente a la guerra relámpago en su contra. “Es solo un vestido”, agregó, junto con un bien merecido improperio para enfatizar. “Y es hermoso”.

Alexander Nazaryan es corresponsal nacional de Yahoo News.

Para leer este artículo en inglés, haga clic aquí.

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