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Nunca volveré a pedir consejos sobre citas a una vidente

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“La veo... ella está muy cerca”, dijo la vidente.

Mirando el billete de $50 dólares que acababa de dejar en su mesa, entrecerré los ojos y fruncí los labios.

“La próxima chica que conozcas te traerá mucha alegría”.

Mi vida había llegado a esto: buscar un consejo paranormal. Me había convertido en el tipo de hombre del cual solía burlarme.

Había vivido en Los Ángeles, la tierra de los grandes pectorales y los abdominales como tablas de lavar, por unos seis meses. Tener citas parecía casi imposible. En un esfuerzo por adoptar plenamente el estilo de vida angelino, ingresé en un gimnasio. Como alguien que ya tiene problemas corporales, el último lugar al que debería haber ido era a un gimnasio en West Hollywood.

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Hombres con cuerpos perfectos caminan por el vestuario en ropa interior, con una toalla pequeña o nada en absoluto, y pasan una cantidad excesiva de tiempo frente al espejo, untándose en aceite antes de tomarse la selfie “después del entrenamiento”.

Después de unos meses de esa rutina, me hice amigo de un tipo que parecía un miembro perdido del elenco de “Jersey Shore”, con músculos abultados en cada centímetro de su cuerpo y un bronceado que avergonzaría a los concursantes de “Dancing With the Stars”. Cuando se enteró de mis problemas con las citas, me hizo una sugerencia inusual: “¿Has considerado ir a ver una psíquica?”.

Permanecí en silencio esperando que, si no hacía nada, él se alejaría. “Escúchame”, dijo, y luego me habló acerca de su vidente, quien, según relató, había predicho con exactitud que tendría “noticias sorprendentes la semana próxima” sobre un trabajo que había solicitado. “Quizás ella podría ayudarte con tus problemas de citas. Podría darte su dirección”. Cedí; ¿qué tan malo podía ser?

Seguí mirando a la vidente mientras ella divagaba. Su cuarto en Burbank parecía un sitio propicio como altar para sacrificios humanos.

Cuando terminó la sesión de una hora, la psíquica me señaló y no dijo nada más. Claramente percibió mi escepticismo y, quizás, arrojó sobre mí un maleficio de 8,000 años.

Caminé hacia mi automóvil y estaba a punto de prender el motor cuando noté a una joven, detrás del volante de su coche, frenética y maldiciendo en voz alta. Aunque no entiendo mucho de autos, me acerqué y le pregunté si necesitaba ayuda. Abrí el capó y pensé que la batería podría estar agotada.

Me senté con ella -se llamaba Haley- mientras esperaba a AAA. Intercambiamos bromas y, en poco tiempo, también historias sobre la universidad.

Tenía razón con respecto a la batería de su auto, y el representante de AAA la reemplazó a un ritmo récord. Cuando subió a su auto, reuní el valor para preguntarle su teléfono. Haley sonrió y escribió la información en el mío. Me senté en mi coche y pensé en la predicción de la psíquica.

“Tal vez la loca estaba en lo cierto”, pensé.

Llamé a Haley al día siguiente y usé la excusa de saber cómo seguía su auto para empezar la conversación. Acordamos reunirnos esa tarde en un restaurante en Burbank, llamado Bea Bea’s.

Llegué temprano y encontré una mesa cerca de la ventana.

En un momento, envié un mensaje de texto a mi cita, pero no obtuve respuesta. Llamé y entré directamente al correo de voz. Comencé a mover mi pie y a morderme las uñas. Me habían plantado antes y me preguntaba si volvería a suceder.

Después de esperar 40 minutos, finalmente llegó. Me puse de pie y grité su nombre; ella se acercó y, reconociendo apenas mi existencia, se sentó y tomó un menú.

Con tensión, intenté iniciar la conversación. “Este es un lugar realmente agradable. Hacen los panqueques más increíbles”.

Ella siguió mirando el menú y preguntó: “Te harás cargo de la cuenta, ¿verdad?”. Ligeramente sorprendido, moví la cabeza y accedí. Levantó la vista de la carta y dijo: “Estoy lista para ordenar”.

Llamamos a la camarera. El restaurante estaba sorprendentemente vacío, y en un abrir y cerrar de ojos, nuestros platos estaban listos para consumir.

Ella pinchó la comida y siguió todo el tiempo esquivando mis intentos de conversación. Cuando dio el último bocado, se levantó de la mesa y afirmó que necesitaba algo del auto.

Pagué por todo y esperé a que regresara.

Finalmente, me levanté y salí. Por supuesto, su auto no estaba en ninguna parte. Revisé mi teléfono y vi que tenía un mensaje de texto sin leer. Fue breve; simplemente escribió: “Sí, esto no va a funcionar”. Huelga decir que nunca volveré a ver a una vidente.

Traducción: Valeria Agis

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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