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La mitad de los estudiantes universitarios no están seguros de que proteger la libertad de expresión sea importante; y esa es una mala noticia

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En marzo de 2018, un pequeño grupo de manifestantes en la escuela de derecho Lewis & Clark College trató de impedir la visita de la conferencista Christina Hoff Sommers, una feminista libertaria crítica del dogma feminista sobre la “cultura de la violación”, la brecha salarial y otros temas. Los manifestantes corearon, gritaron, tocaron música alta y cantaron: “Lucharemos por la justicia hasta que Christina se haya ido”. Comentaristas consternados deploraron la intolerancia mostrada, pero luego apareció una avalancha de artículos de “aquí no hay nada que ver”. La libertad de expresión en el campus está en buen estado, se burlaron los expertos progresistas; es absurdo pintar a algunos estudiantes de izquierda como un peligro para la libertad cuando nos enfrentamos al autoritarismo de derecha en el gobierno.

Pero debería ser posible estar en contra de más de una amenaza a la vez. El clima en los campus universitarios en los últimos años se ha convertido en peligro para los principios de una sociedad libre.

El argumento de “no hay problema” se basa principalmente en la Encuesta Social General, que muestra un apoyo en constante aumento para que los oradores “ofensivos” tengan una plataforma, especialmente entre el grupo de menores de 35 años. Pero no está claro qué tan relevante es ese sondeo para las actuales batallas por los discursos en los campus. Sus ejemplos de oradores polémicos incluyen un homosexual (absurdamente anticuado) y un ateo (ídem). En el ítem que es relevante para las polémicas actuales -permitir el discurso de un racista- el apoyo ha disminuido, especialmente entre los adultos jóvenes.

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Otra encuesta supuestamente tranquilizadora, realizada por la Fundación Gallup-Knight, encontró que el 70% de los estudiantes considera más importante para las universidades tener un “ambiente de aprendizaje abierto” y con diversos puntos de vista -incluso a costa de permitir un discurso ofensivo- que crear un entorno “positivo” al censurar tal expresión.

Sin embargo, alrededor del 30% de los alumnos universitarios están a favor de la censura, lo que debería ser motivo de alarma, especialmente porque es un aumento del 22% con respecto a lo registrado en 2016. Además, el 53% de los estudiantes cree que “promover una sociedad inclusiva” es una prioridad más importante que la protección de los derechos de libertad de expresión. Más de un tercio dice que a veces es aceptable callar a gritos a una persona, y uno de cada 10 aprueba una interrupción violenta. La última cifra puede parecer insignificante, pero implica que unos dos millones de universitarios en los Estados Unidos creen que puede estar bien usar la violencia para poner fin a un diálogo que no les guste. Esa no es una buena noticia.

Aquellos que creen que el problema es exagerado, señalan que los incidentes de “deplatforming” (en los que a los oradores se les retira su invitación o se les impide hablar) son inusuales. Foundation of Individual Rights in Education, un grupo de defensa de la expresión, documentó 35 de esos intentos en 2017, la mayoría sin éxito. Si bien esta lista no está completa, por ejemplo, omite la cancelación por parte de la American University de un panel sobre feminismo, en septiembre de 2017; es cierto que no hay una epidemia de retiro de invitaciones en el campus.

Pero, incluso, las iniciativas ocasionales para impedir que hablen los oradores pueden tener un efecto escalofriante, especialmente cuando involucran a muchedumbres violentas como ocurrió durante la aparición del especialista en ciencias políticas Charles Murray, en Middlebury College, en 2017. Los grupos del campus pueden dudar en traer oradores polémicos cuando significan dolores de cabeza adicionales y una seguridad apta para una zona de guerra.

Retirar la invitación de un orador es solo una parte de la cuestión. Los miembros de la facultad también pueden meterse en problemas por pensar de forma incorrecta. En 2015, Laura Kipnis, profesora de estudios cinematográficos de la Universidad Northwestern, fue atacada con una queja de “ambiente hostil”, en el marco del Título IX, por escribir un ensayo que criticaba las afirmaciones hiperbólicas sobre la violencia sexual en el campus. La docente fue absuelta, pero la investigación en sí misma resultó intimidante.

Otros tuvieron menos suerte. Andrea Quenette, profesora de comunicación en la Universidad de Kansas, perdió su puesto de titular de carrera en 2016 después de las quejas de los estudiantes sobre sus comentarios, supuestamente insensibles, en una discusión en clase sobre cuestiones raciales. Una de sus ofensas fue decir la palabra ‘negro’ para hacer hincapié en las injurias raciales, pero también fue acusada de “falta de empatía” por decir que las tasas más altas de deserción escolar de los alumnos minoritarios se debían más a problemas académicos que por sentirse inseguros en el campus.

Mientras tanto, cientos de escuelas crearon equipos especiales para manejar los informes de parcialidad, definidos de forma suficientemente amplia como para incluir opiniones heréticas. En algunos casos, dichos equipos han investigado a profesores por alentar el debate en el aula de puntos de vista conflictivos -por ejemplo, que las identidades transgénero no son necesariamente reales- y les aconsejaron evitar tales temas.

Detrás de estas tendencias hay una doctrina profundamente destructiva para la libertad: el discurso percibido como dañino no solo perpetúa la opresión, sino que constituye violencia. La declaración emitida por los manifestantes que interrumpieron el discurso de Sommers, en Lewis & Clark, afirmaba que la libertad de expresión “cesa cuando tiene un impacto negativo y violento”.

Los expertos que desprecian las preocupaciones sobre el campus estrecho de miras (expresado no solo por conservadores y libertarios sino por liberales, como Jonathan Chait y Wendy Kaminer), a menudo muestran una tendencia inquietante a minimizar los ataques a la expresión.

En GQ, Mari Uyehara sugirió que las interrupciones del discurso de Sommers fueron exactamente lo que ella quería, aparentemente porque un video del evento la muestra sonriendo en un momento dado. Clio Chang, de Splinter, señala que la plática de Sommers fue patrocinada por un grupo conservador, como si ello fuera una excusa por tratar de silenciarla, y argumenta que la verdadera amenaza a las libertades del campus proviene de los “donantes de derecha” que promueven ideas reaccionarias (no importa el dominio abrumador de los puntos de vista izquierdistas en las universidades). Otro crítico de Sommers, el profesor Angus Johnston de la Universidad de la Ciudad de Nueva York, defendió los gritos de los disidentes con eufemismos orwellianos, como “una ruidosa contestación”.

Sí, algunos conservadores que deploran a los matones hipersensibles del campus son hipócritas; por ejemplo, porque no tienen ningún problema con el acosador mediático hipersensible de la Casa Blanca, o si están tranquilos con un profesor adjunto izquierdista que es despedido después de defender un evento de Black Lives Matter en Fox News. Pero eso no excusa a los hipócritas de la izquierda.

En medio de las disputas tribales sobre qué lado es peor, la libertad de expresión está perdiendo. En los campus universitarios, que deberían crear mentes abiertas, esa pérdida es trágica.

Cathy Young es editora colaboradora de Reason y autora de “Ceasefire: Why Women and Men Must Join Forces to Achieve True Equality”.

Para leer este artículo en inglés, haga clic aquí:

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