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En una Colombia obsesionada con el ciclismo, él soñaba con la gloria, pero primero necesitaba una bicicleta

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Steven Motavita tenía 13 años cuando compró una bicicleta de montaña para competir en carreras locales.

Era económica, tenía un marco de aluminio pesado y neumáticos gruesos inadecuados para la competencia, pero era todo lo que podía permitirse con el dinero que ganaba cosechando papas con sus dos tíos, que alguna vez también habían compartido sus grandes ambiciones en el ciclismo.

Recorriendo las carreteras empinadas de los campos colombianos, pronto conoció a otro joven ciclista y se enteró del club ciclista Santiago de Tunja, un grupo variado de aspirantes a ciclistas que se reúnen la mayoría de los sábados a la sombra de un imponente estadio de fútbol en esta ciudad colonial.

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Motavita se unió al equipo esa semana, ganó su primera carrera un mes después y trajo a casa un pequeño trofeo de plástico, que guarda en una mesa de noche de madera.

“Mi papá estaba muy orgulloso”, confió Motavita, radiante. “¡Y [la presea] es tan pequeña!”.

Pero no pasó mucho tiempo antes de que los entrenadores dejaran de inscribirlo en carreras. Él no rendía. “Todos mis compañeros de equipo tenían mejores bicicletas, más livianas”, comentó. “El entrenador me decía: ‘Te aplastarán’”.

En una nación apasionada por el fútbol, y donde una guerra civil se prolongó durante más de 50 años, los recursos para financiar ligas deportivas nacionales son escasos, mucho más aún para los ciclistas profesionales.

Una bicicleta digna para carreras puede costar varios miles de dólares, lo cual está fuera del alcance de muchos en un país donde el salario mensual promedio es de aproximadamente $700. Casi el 40% de las personas aún vive por debajo del umbral de la pobreza en las áreas rurales.

Sin embargo, una sorprendente cantidad de corredores de ruta colombianos han ascendido a los niveles más altos de un deporte de élite, cerrado y principalmente europeo. Muchos son llamados ‘escarabajos’, por su destreza para montar rápidamente montañas empinadas.

Según algunas medidas, la primera oleada de gloria comenzó en 1984, cuando Luis Alberto “Lucho” Herrera, flanqueado por fanáticos a los gritos, se convirtió en el primer colombiano en ganar una etapa del Tour de Francia.

Pero los éxitos se atenuaron en esa década, a medida que la violencia y el narcotráfico sacudían al país. Ahora, con un acuerdo de paz temporal promulgado en 2016 después de cinco años de negociaciones, los colombianos están de regreso. Una vez más son una presencia desproporcionada en el ciclismo profesional y han acumulado victorias en los últimos cinco años en las mejores carreras de Europa. En el Tour de Francia de este año, siete de los 198 participantes fueron de Colombia, en comparación con tres de los EE.UU.

Muchos de estos corredores provienen de regiones montañosas y rurales, incluido el estado de Boyacá, donde las altitudes superan los 10,000 pies. Aquí en su capital, Tunja, una ciudad de aproximadamente 200,000 habitantes ubicada dos horas al norte de Bogotá, los niños crecen pedaleando a la escuela por las carreteras de montaña, en un clima húmedo y ventoso, condiciones que desarrollan la resistencia desde una edad temprana.

Muchos sueñan con seguir el camino de los iconos actuales del ciclismo. Entre ellos se incluye a Rigoberto Urán, que tenía 14 años cuando las tropas paramilitares asesinaron a su padre. Urán ganó una medalla de plata en los Juegos Olímpicos de verano de 2012 y terminó segundo en el Tour de Francia de este año. También hay estrellas en ascenso, como Miguel Ángel López, que ganó su primera carrera en el Circuito Mundial el año pasado, y Egan Bernal, quien firmó con el codiciado Team Sky.

Pero en Tunja, ningún héroe local es más adorado que Nairo Quintana, o “Nairoman”, venerado por sus continuos ataques en ascensos agudos y de quien se ha predicho ampliamente que algún día ganará el Tour de Francia, donde quedó dos veces en segundo lugar.

Antes de todas las victorias internacionales, Quintana era miembro del club ciclista Santiago de Tunja.

Lino y Fabio Casas dirigen el equipo. Los entrenadores, a los que se hace referencia como ‘profesores’, sólo piden que los estudiantes lleguen a tiempo, con sus propias bicicletas y equipos, y con ganas de aprender y tener éxito. Las clases son gratuitas; los hermanos y exciclistas profesionales financian la escuela con todas las donaciones que pueden recoger juntos. “Más que buenos ciclistas, estamos tratando de crear buenas personas”, aseguró Fabio Casas. “Esperamos que la disciplina del deporte permanezca en ellos, para lo que sea que hagan luego en sus vidas”.

Fuera de las carreras, Motavita sintió poco interés de quedarse en el club. Así que se retiró unos seis meses después de unirse. El joven regresaría allí si alguna vez lograra tener una mejor bicicleta.

Su familia no lo podía ayudar. Su hermano mayor, Duvan, que entonces tenía 18 años, había estado luchando contra un raro cáncer de hueso y debió ser hospitalizado en Bogotá, donde le amputaron la pierna izquierda. Sus padres, divorciados años atrás, tenían problemas para pagar los viajes constantes allí, además de los gastos diarios.

Motavita debió mudarse con su abuela por un tiempo.

Durante los siguientes dos años, continuó entrenando solo en su cacharro. Pero perdió mucha motivación: para andar en bicicleta, para ir a la escuela, para todo. “Fue difícil para toda nuestra familia”, aseguró

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Motavita creció con una madre soltera en el pequeño pueblo rural de Viracacha, a casi 10 millas de Tunja. Comenzó a andar en bicicleta cuando tenía alrededor de ocho años, y sus dos hermanos mayores dicen que pronto notaron su talento para el deporte. Cuando tenía 11 años, comenzó a correr con una vieja bicicleta de acero que su padre le había comprado para ir a la escuela, y reclutó a un primo de su edad para que lo acompañara a competiciones en ciudades vecinas. “Él siempre sabía dónde era la próxima carrera”, recuerda su hermana, Carolina.

También conocía las historias de vida de los ciclistas de memoria y pasaba horas en línea, investigando las carreras de las estrellas colombianas.

La generación actual de campeones no es completamente local. Trasladados a edades tempranas por su talento innato, se les capacita con la última tecnología emergente -incluidos costosos túneles de viento- en países como España y Alemania, y suelen participar patrocinados por marcas europeas.

Aunque sus triunfos han abierto algunas puertas para otros, los aspirantes a ciclistas colombianos primero tienen que avanzar con poco, o ningún apoyo.

Si Colombia llega a tener su propio equipo ganador, “debe haber más apoyo del gobierno para estos niños”, consideró Marceliano Pulido, de 58 años, vicepresidente del club ciclista, un deporte que él considera “para los ricos, pero practicado por los pobres”.

En un reciente panel de discusión en Bogotá, el novato ganador, Anacona, otro alumno de Santiago de Tunja que ahora forma parte del equipo de Movistar de Quintana, enfatizó que nadie más en el deporte, ni siquiera Quintana, lo ayudaron a llegar donde está. “Todos, al final, creo que crean sus propias oportunidades”, aseguró.

Los padres pueden arriesgar todo para pagar las bicicletas, el equipo y la capacitación, y los niños enfrentan una enorme presión de ser, a menudo, vistos como la “salvación” del hogar, explicaron los atletas. Una vez que llegan a los equipos europeos, en su adolescencia y principios de los 20 años, los jóvenes deben encontrar sus propios lugares para vivir.

El único factor que puede impulsar a los ciclistas jóvenes a superar los obstáculos, dicen los exdeportistas profesionales del sector, como Santiago Botero, es su propia sed por la práctica. “La soledad puede ser brutal”, comentó.

Hubo muchos días en que Motavita pensó que tendría que darse por vencido. No había practicado mucho durante el tiempo en que Duvan había estado enfermo, y ambos se habían separado.

Duvan Motavita relató que, al principio, sintió dolor en la rodilla cuando tenía 17 años. Después de la amputación y las rondas de quimioterapia, tuvo una recaída y debió someterse a un tratamiento de radiación. “Toda la atención estaba puesta en mí”, dijo. “Steven estaba solo”.

Aproximadamente dos años después de renunciar, Motavita regresó al club ciclista Santiago de Tunja. Tenía 16 años, era más alto y más fuerte, pero aún lo suficientemente delgado como para subir las montañas. De lunes a viernes, se despierta al amanecer para entrenar y pedalea los 40 minutos de distancia que unen Siachoque -donde ahora vive con su padre- con su escuela, en Soraca.

Sus entrenadores le dicen que tiene potencial, pero advierten que necesita entrenar más. Los niños de su edad deben andar aproximadamente 250 millas por semana. Él promedia la mitad de eso.

También ha tenido problemas para comprar un casco, zapatos de ciclismo y otros equipos esenciales, así como para mantener una nutrición adecuada. Recientemente, su madre, María Elvira Pérez, se dio cuenta de que no podía servir sopa de papa a su hijo antes de la práctica: “Me dice que se siente pesado”.

El deporte es duro para el cuerpo, y es peligroso compartir caminos estrechos con el tránsito vehicular. Algunos días, Motavita llega a casa magullado por las caídas; él asegura que es un pequeño precio a pagar. “Uno sufre mucho, pero sigo persiguiendo el sueño porque quiero hacerlo grande”, afirmó. “Quiero que mi familia y yo avancemos”.

En una mañana nublada a finales de octubre, Motavita era uno de los más antiguos en un bullicioso grupo de más de una docena de chicos ataviados con cascos brillantes y lycra de colores fuertes. Salieron a una carretera de montaña, se deslizaron por casas de piedra y adobe agrupadas en colinas. Las ovejas pastaban debajo de un paso subterráneo. Camiones industriales rugían junto a ellos, soplando polvo y gases de escape negros que hacían picar los ojos.

Hubo algo que marcó la gran diferencia: Duvan regresó a Tunja hace dos años, sano y ágil después de tres años de tratamiento contra el cáncer. Luego se embarcó en un proyecto; crió y vendió una camada de lechones y persuadió a su padre, un electricista, y su madre, conserje, para ver si podían aportar algo de dinero a la cuestión que tenía en mente. Su hermana Carolina, quien trabaja de secretaria, también ayudó.

Pero no era suficiente. La familia tuvo que sacar un préstamo de $300 del banco, que Motavita se comprometió a devolver. Encontró un empleo donde gana $50 por mes en una granja de cerdos, aunque requiere que recorra 25 millas cada domingo para alimentar a los animales y limpiar su corral.

Poco a poco, la familia logró recaudar casi $1,000.

Ahora, mientras Motavita se abre camino por la empinada carretera, ya no arrastra pesadamente las gruesas llantas de acero; sube la ladera de la montaña en una bicicleta hecha de fibra de carbono azul, que no es nueva, pero sí lo es para él. Es ligera y rígida; es la máquina de sus sueños.

Traducción: Valeria Agis

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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