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Ofrece ayuda a quienes están muriendo en las calles de L.A., y jamás acepta un ‘no’ como respuesta

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Mollie Lowery creía en Anthony Ruffin, y estaba convencida de que continuaría la obra a la cual ella misma había dedicado su vida. Antes de su muerte, el verano pasado, esta pionera del trabajo para las personas sin hogar me contó que su protegido tenía una historia interesante, pero que debería contármela él mismo.

Conocí a Ruffin, de 48 años de edad, como el incansable administrador de casos de mi amigo Nathaniel Ayers. Además de Lowery, nunca he conocido a nadie más dedicado que él para ayudar a las personas con enfermedades físicas y mentales severas. Su trabajo puede ser desafiante, deprimente y frustrante, porque quienes padecen trastornos mentales a menudo rechazan la asistencia, y a veces se enojan con las mismas personas que tratan de ayudarlos.

Pero Ruffin vuelve una y otra vez a los rincones más oscuros de la ciudad, sin temor, como si su próxima visita pudiera traer un gran avance. Para él, el dictamen de Lowery -“lo que sea necesario, durante el tiempo que sea necesario”- es un llamado al deber.

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Anthony Ruffin, a case manager with Housing Works and the Hollywood 14, works with the area’s most difficult cases. (Francine Orr / Los Angeles Times)

Ruffin visita a más de 20 personas regularmente. Entre ellos están ‘los 14 de Hollywood’, quienes están tan enfermos -algunos de ellos apenas están vivos, podría decirse- y han sido identificados por los líderes comunitarios como prioridades. No es poco frecuente para Ruffin encontrar gente sentada sobre sus propias heces y orina. Entre ellos hay amputados y diabéticos, además de adictos, a quienes nunca les alcanza lo que consumen para mitigar el dolor. Algunos están parcialmente paralizados, y muchos son fantasmas; sus seres anteriores están apenas visibles en las sombras de la implacable psicosis.

Hace poco, vio a un hombre plantado en la acera de Sunset Boulevard, junto a un puñado de comida en mal estado. El individuo había perdido piel de la parte inferior de su cuerpo.

“Estaba enfermo, en medio de esa lluvia. No podía moverse, no podía caminar. Estaba atascado allí”, relató Ruffin, quien hizo un llamado de emergencia y el hombre fue hospitalizado. “Por suerte lo vi a tiempo; posiblemente estaría muerto ahora”.

Dolorido, Eddie “Snake” Carter, un doble amputado en silla de ruedas, se sienta en el exterior de un Starbucks en Hollywood. (Francine Orr/ Los Angeles Times)

Dolorido, Eddie “Snake” Carter, un doble amputado en silla de ruedas, se sienta en el exterior de un Starbucks en Hollywood. (Francine Orr/ Los Angeles Times)

(Francine Orr / Los Angeles Times)

Ruffin comienza a trabajar cerca de las 3 a.m. Si hace frío o llueve, comienza antes y busca por más tiempo, para asegurarse de que todo el mundo está bien. “Los servicios sociales están disponibles de 9 a 5, pero el desamparo es de 24 horas”, afirmó.

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“Me gusta conectarme con las personas por la mañana temprano, o tarde por la noche, cuando no hay distracciones y hay cierta claridad. Sólo somos esa persona y yo, y es muy íntimo. Es como mi pequeña oficina, mi entorno, y lo amo”.

Una noche del pasado otoño, cuando viajé con Ruffin y la fotógrafa del Times Francine Orr, él nos habló de la frustración de no poder convencer a la gente de que necesitan ayuda, o de no lograr que las autoridades decidan intervenir. Para él, la situación es como un reloj de la muerte, dijo, y no quiso ser dramático. Ruffin estima que, desde 2008, cerca de 40 de sus asistidos han muerto, algunos en las calles, otros en hospitales o en alguna vivienda o alojamiento que él negoció para ellos.

Pero, algunas veces, también llega el éxito. En ese recorrido, Ruffin se arrodilló en Hollywood para hablar con una mujer que había estado anclada en una concurrida intersección de la zona durante 15 años. Sus esfuerzos finalmente dieron frutos; la mujer fue hospitalizada y tendrá próximamente una audiencia para una tutela legal, en la cual alguien será nombrado para abogar por ella y protegerla.

Monic Bell con su perro, Hades, en el exterior de su tienda en Hollywood. La joven, que perteneció al sistema de cuidados de crianza temporal, está sin hogar. (Francine Orr / Los Angeles Times).

Monic Bell con su perro, Hades, en el exterior de su tienda en Hollywood. La joven, que perteneció al sistema de cuidados de crianza temporal, está sin hogar. (Francine Orr / Los Angeles Times).

(Francine Orr / Los Angeles Times)

El jueves, Ruffin y yo nos reunimos con la Dra. Susan Partovi, una médica de skid row que explora formas de reinterpretar el significado de “discapacidad grave”, para que las autoridades puedan intervenir humana y legalmente y forzar el tratamiento de emergencia para aquellas personas en riesgo de muerte.

Estoy completamente a favor de ello, porque si bien respeto las leyes diseñadas para salvaguardar los derechos civiles de quienes tienen enfermedades mentales, no se puede voltear la cabeza cuando muchos con males desesperantes mueren a nuestros pies.

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Acerca de estos casos, Partovi señaló que no puede concebir que alguien deje a un ser querido sufrir de ese modo, por ejemplo, pero que muchas de las personas sin hogar no tienen a nadie con quien contar.

“Yo soy su familia”, dijo Partovi. “Tú lo eres; Anthony lo es. Ésa es mi filosofía”.

Más tarde, ese mismo día, llegó el momento de hacer lo que Mollie Lowery había sugerido: saber la historia de Ruffin.

Ruffin sale en medio de la noche porque hay menos distracciones para las personas con enfermedades mentales severas. (Francine Orr/ Los Angeles Times)

Ruffin sale en medio de la noche porque hay menos distracciones para las personas con enfermedades mentales severas. (Francine Orr/ Los Angeles Times)

(Francine Orr / Los Angeles Times)

Así, el administrador relató que sus padres se separaron cuando él tenía 12 años y que había tenido problemas en la escuela. La palabra escrita era un desorden indescifrable para él y lo colocaron en clases especiales, para una discapacidad de aprendizaje no especificada -que ahora piensa se trataba de dislexia-. “Siempre supusieron que yo era lento, o ‘menos que el resto’”, dijo Ruffin, quien por entones perdió su confianza, rebotó entre problemas una y otra vez y hasta pasó un tiempo en la cárcel, tanto de adolescente como de adulto joven.

Sin embargo, se cansó de esa rutina, y odiaba con todas sus fuerzas decepcionar a su madre y su padrastro, que lo habían criado bien. “Sabía que tenía que cambiar mi vida y todo”, afirmó.

Eso comenzó en serio a sus 32 años de edad, cuando fue a votar. En el sitio, se topó con una trabajadora social que le contó que conocía a un hombre con su mismo apellido. Resultó ser su padre, a quien no había visto en 20 años.

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Ruffin se enteró de que su padre estaba sin hogar y que se las había ingeniado para trabajar como mensajero en un tribunal del centro. Los abogados que no querían pagar por estacionamiento o no tenían tiempo, sacaban los documentos legales por la ventana del automóvil y se los entregaban al padre de Ruffin, quien corría y los llevaba al juzgado.

Lo halló de inmediato. “Él me reconoció, pero yo le mostré mi identificación”, relata Ruffin, quien aseguró que hasta ese momento sentía un hueco en su corazón. “Nos abrazamos y tenemos una relación desde entonces”.

Años más tarde, su padre perdió un empleo estable y nuevamente volvió a caer en una espiral. En las visitas que le hacía, a él y a su madrastra, quienes ahora tienen un departamento, Ruffin conocía a otros desamparados y se identificaba con su lucha.

Compartir tiempo con ellos y ayudarlos se convirtió en una pasión. Consiguió un trabajo en un centro de servicios para personas sin hogar, donde empezó como conserje y se trasladó poco después al ingreso de datos. “Un día me preguntaron qué quería ser, y les dije que deseaba ser administrador de casos”, contó Ruffin. “Una señora me dijo que yo era demasiado tonto para ser administrador”.

Otra vez lo mismo: era lento, era ‘menos que’. Pero esta vez, rechazó esa descripción. “Eso encendió un fuego en mi interior”, contó Ruffin, quien se convirtió en administrador de casos un año después, y luego ingresó al Centro Comunitario Ocean Park en Santa Mónica.

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Hace seis años se trasladó a Housing Works, donde su nueva colega y mentora fue Mollie Lowery. Ambos conectaron al instante; Lowery solía decir con una sonrisa que Ruffin era listo, dedicado y dotado para la tarea. Él ya tenía una habilidad natural para recorrer las calles, y sabía que la empatía y la paciencia podían ganarle la confianza de la gente, con el paso del tiempo. Pero Lowery -contó- le enseñó los aspectos más finos de trabajar en un sistema inconexo y con pocos recursos, y le imploró que no aceptara un ‘no’ por respuesta cuando el bienestar de alguien estuviera en juego.

A Kerry Morrison, quien ha dirigido iniciativas por los últimos años para enfocarse en la gente crónicamente sin hogar de Hollywood, le preocupaba que nadie quisiera ser voluntario para llegar a una población tan difícil. La mujer sabía que, a menos que el trabajador social estuviera dispuesto a atravesar constantes capas de burocracia, ir a los tribunales, a las cárceles y a los hospitales bien tarde en la noche y los fines de semana, poco se avanzaría. “Anthony levantó la mano y dijo: ‘Yo lo haré’”, relató.

A principios de este año, Ruffin fue reconocido en el Ayuntamiento de L.A. por su trabajo. Hay aún mucho por hacer, pero muchas personas han sido hospitalizadas y albergadas, y Morrison suplica junto con otros defensores de desamparados que los votantes del condado de L.A. aprueben la Medida H este martes. La propuesta de imponer un impuesto a las ventas de $0,25 centavos financiaría actividades similares y múltiples servicios adicionales dirigidos a reducir una población sin hogar estimada en 47,000 personas en el área.

En diciembre de 2014, Ruffin fue hospitalizado luego de sufrir un aneurisma cerebral. Lowery, quien trabajaba a tiempo completo mientras peleaba contra el cáncer que finalmente le quitaría la vida, lo visitó en el hospital. “Ella susurró en mi oído: ‘¿Cuándo regresas?’”, relató Ruffin. “Eso me motivó a mejorarme más rápido. Ella no dejó que su enfermedad le impidiera trabajar, y yo no lo haría tampoco”.

Ruffin, tal como Lowery antes que él, vive austeramente; comparte una casa modesta en Altadena, con su novia de muchos años, y su pequeña hipoteca le permite trabajar en un sector que no paga mucho. Sin embargo, su vida es rica.

“Cuando ayudas a gente enferma y realmente desamparada a conseguir un sitio donde vivir, no puedes poner un precio a eso”, afirmó Ruffin. “Ves a alguien entrar en un departamento y sabes que peleaste hasta el final, que no aceptaste un ‘no’ como respuesta; ellos llaman a sus familiares y les dicen: ‘Estoy alojado. Tengo un apartamento’. Entonces lloro. Usualmente ambos lloramos, sólo nosotros dos, juntos”.

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Si desea leer la nota en inglés, haga clic aquí.

Traducción: Valeria Agis

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