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El desquiciado amor de una madre que puso fin a la vida de su nuera embarazada

Una foto de archivo del 17 de marzo de 1959, de Elizabeth Ann Duncan, acompañada por el agente Jeff Boyd, con una débil sonrisa en su rostro mientras regresa a su celda para esperar el veredicto del jurado (fotógrafo desconocido / Los Angeles Times).

Una foto de archivo del 17 de marzo de 1959, de Elizabeth Ann Duncan, acompañada por el agente Jeff Boyd, con una débil sonrisa en su rostro mientras regresa a su celda para esperar el veredicto del jurado (fotógrafo desconocido / Los Angeles Times).

(Unknown Photographer / Los Angeles Times)
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La peor suegra de California fue también la última mujer ejecutada en el estado, en 1962. Elizabeth Ann “Ma” Duncan tenía 58 años; había acosado y finalmente ordenado la muerte de su nuera embarazada como un ejemplo desquiciado de su ‘amor de madre’.

Solo cuatro mujeres han sido ejecutadas en California desde 1893; los registros no aclaran si hubo otras, en agencias locales, antes de ellas. Las cuatro fueron asesinas convictas.

La primera mujer que murió en la cámara de gas de San Quentin fue Juanita Spinelli, en 1941. Conocida como “La Duquesa”, había dirigido una pandilla de criminales de San Francisco. Spinelli fue declarada culpable de haber matado a un pandillero para evitar que delatara un asesinato.

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Seis años después, Louise Peete fue enviada a la cámara de gas por robar y matar a una mujer de quien se había hecho amiga mientras estaba en prisión. En la década de 1920, Peete había asesinado a su empleado, quien también era su amante.

Barbara Graham, una atractiva ‘chica de gángster’ fue condenada, junto con otros dos cómplices, por estrangular y golpear hasta causarle la muerte a una rica viuda de Burbank, discapacitada. Su ejecución, siete años antes de la de Ma Duncan, fue gráfica y empáticamente representada en la película ganadora del Oscar “I Want to Live”, de 1958, protagonizada por Susan Hayward.

El juicio de Ma Duncan, en 1959, se enfocó en el condado de Ventura, donde la fiscalía pintó un sombrío retrato de una madre autoritaria, obsesionada y aterrorizada, consumida por un odio intenso hacia su nuera embarazada y un amor perverso por su hijo, tanto así que recurrió a un asesinato para separarlo de su esposa.

Antes de contratar a dos matones para aniquilar a la mujer, Ma Duncan había intentado romper el matrimonio haciéndose pasar por su nuera en una audiencia de anulación y pagándole a un extraño que se hiciera pasar por su hijo.

El juicio fue tan extraño como el crimen. El hijo de Ma Duncan, Frank Patrick Duncan, un abogado de Santa Bárbara a quien ella siempre llamaba “el pequeñito de mamá”, no parecía guardarle rencor, e incluso ayudó a defender a su madre en el proceso.

También fue la primera vez que el fiscal de distrito del condado de Ventura de esa época, Roy Gustafson, procesó un caso de pena capital en el marco de una ley estatal escrita por él y que creó la fase de sanción separada del juicio.

En 1948, Ma Duncan vivía en Long Beach con la menor de sus seis hijos, Patsy Ann, de 15 años. Cuando Patsy murió de una “espontánea hemorragia cerebral”, la vida de la mujer cambió dramáticamente.

En la década siguiente, deambuló por entre 10 o 20 matrimonios, en algunos casos sin siquiera molestarse en divorciarse de un hombre antes de casarse con el siguiente. Emitió cheques sin fondo, usó nombres falsos y una vez pasó 30 días en una cárcel de San Francisco por regentear un burdel. Atrajo a varios maridos con la falsa promesa de tener dinero, y hasta le mintió acerca de su edad a uno de ellos -un compañero de la universidad de su hijo-, prometiéndole que le daría un bebé.

En noviembre de 1957, Ma Duncan se mudó con su hijo preferido, Frank, quien vivía en Santa Bárbara. Él trató de arreglar los enredos matrimoniales de su madre, pero cuando ésta se negó a cooperar, le ordenó que se marchase de la casa.

En lugar de ello, Ma Duncan tomó una sobredosis de píldoras para dormir. Mientras se recuperaba, Frank conoció a su enfermera, Olga Kupczyk, de 30 años, nacida en Canadá. Mientras los dos salían y se enamoraban, la salud de la madre empeoró y su ira aumentó; era posesiva y no quería que nadie interfiriera en la vida y la carrera de Frank, ni se interpusiera entre ella y su “pequeñito”.

En junio de 1958, Frank y Olga se casaron. Cuando Frank le contó la noticia a su madre, ésta se puso histérica. “Lloró incontrolablemente y le rogó que volviera a casa”, declaró el hombre más tarde. “Me sentía como un yo-yo, rebotando entre ambas mujeres”.

Para mantener la paz, Frank visitaba a su esposa en su propio departamento cada noche, pero se marchaba a dormir al sitio que habitaba con su madre. Pese a ello, Olga pronto quedó embarazada.

Después de que Frank se iba a trabajar cada mañana, su madre telefoneaba a Olga o acudía a su departamento para amenazarla, con la esperanza de que ésta se asustara y abandonara la ciudad. Cuando eso no funcionó, compró un arma y la amenazó con suicidarse frente a su hijo, quien le arrebató la pistola.

Olga temía por su vida y la de su bebé por nacer; le contó a sus amigas y escribió a sus padres acerca de sus temores. También se mudaba de un departamento a otro para escapar de Ma Duncan. Sin embargo, cuando le reveló a Frank las amenazas de su madre, él se negó a creerle; Ma Duncan, además, le dijo a su hijo que no eran ciertas.

Cuando el acoso y las amenazas no funcionaron, la mujer comenzó a ofrecer dinero a sus amigos para que la ayudaran a matar a Olga. Entre ellos había un camarero al cual le ofreció $1,500 dólares para que arrojara ácido en la cara de la víctima y luego la empujara por un acantilado. El camarero le contó a Frank, pero cuando él nuevamente confrontó a su madre, ella volvió a negarlo.

Nadie jamás acudió a la policía.

A través de un amigo, Ma Duncan halló dos hombres, Luis Moya y Augustine Baldonado, con quienes acordó un precio: $3,000 por el trabajo.

La mujer empeñó algunas joyas por $175, robó $200 de la billetera de su hijo, guardó algunos dólares para ella y les dio un anticipo a los criminales de $335.

El 18 de noviembre de 1958, Moya y Baldonado tomaron prestado un automóvil y una pistola, y atrajeron a Olga hacia el exterior de su departamento, con la excusa de que su esposo estaba borracho en el asiento trasero del vehículo. Ella todavía vestía su albornoz y sus pantuflas cuando la empujaron dentro del coche. Olga se defendió con patadas y rasguños. Los hombres entraron en pánico y le dieron un culatazo tan fuerte que rompieron el arma prestada.

Volvieron a golpearla, la ahogaron y dejaron su cuerpo en una tumba poco profunda que cavaron en una alcantarilla, en el lugar de construcción Casitas Dam, cerca de Ojai. Nadie supo si estaba muerta o viva cuando la enterraron.

Semanas más tarde, ambos hombres fueron arrestados por cargos no relacionados con este ataque. Ma Duncan, con temor de que los hombres delataran su secreto, le dijo a su hijo que la estaban chantajeado acerca de la anulación que había intentado montar. Frank fue a la policía con la intención de poner en más problemas legales a los dos hombres.

Pero no funcionó de esa forma. La policía pronto sospechó acerca de la desaparición de Olga y presionó a los hombres, quienes confesaron e implicaron a Ma Duncan. Más tarde, afirmaron que de haber sabido que Olga estaba embarazada, jamás la habrían matado.

El condado de Ventura se horrorizó; una suegra acusada de matar a su nuera, embarazada de su propio nieto. La corte estuvo llena desde el primer día.

Frank Duncan defendió a su madre, junto con el abogado S. Ward Sullivan, de Los Ángeles. Cinco años antes, Sullivan había perdido la defensa de Jack Santo y Emmett Perkins, los cómplices de la ‘chica alegre’ Barbara Graham, y los tres fueron sentenciados a muerte.

En la mesa de los abogados y en el estrado, Frank no mostró la imagen de un marido afligido. Aunque declaró que la relación con su esposa era “de amor y afecto”, también admitió que no había hablado mucho con ella en los 10 días anteriores a su desaparición. Cuando se le preguntó si su madre trataba de romper su matrimonio, respondió: “Digamos que impedía su desarrollo”.

A pesar de los 44 testigos de la fiscalía, incluidos los asesinos, Ma Duncan negó rotundamente cualquier conocimiento del crimen. Cuatro semanas después fue condenada por homicidio en primer grado y sentenciada a muerte.

Moya y Baldonado, quienes habían confesado y también fueron sentenciados a muerte, intentaron huir aserrando los barrotes de sus celdas con cuchillas pasadas de contrabando. Ambos golpearon a los guardias y los mantuvieron como rehenes hasta que el gas lacrimógeno reprimió su intento de fuga.

Después de tres años de apelaciones, Ma Duncan caminó hacia la cámara de gas con aplomo y dignidad: su cabeza en alto, su rostro impávido, aunque sin sus clásicas gafas de carey. A diferencia de Graham, Duncan no pidió que vendaran sus ojos. Sin embargo, sí había solicitado sedación, pero los funcionarios se la negaron.

Antes de que el gas la envolviera, dijo: “¿Dónde está Frank? Soy inocente”. Frank no estaba allí, sino trabajando para retrasar la ejecución de su madre. Era 8 de agosto de 1962.

Al igual que Graham, Duncan fue ejecutada con sus dos cómplices. Ella murió en primer lugar, sola. Tres horas más tarde, sus cómplices se reían y conversaban mientras caminaban hacia la cámara de gas, donde fueron sentados uno al lado del otro.

“¡Han bajado!”, gritó Baldonado acerca de los gránulos de cianuro; lo hizo tan fuerte que se lo pudo oír del otro lado de la división de vidrio. “Puedo olerlo, no huele bien”, agregó.

Mientras su madre estaba en prisión, Frank Duncan volvió a casarse, esta vez con una abogada (de quien se divorció años más tarde). Después de la ejecución, se mudó a Los Ángeles, donde practicó leyes y nunca más volvió a los titulares.

Actualmente hay 12 mujeres en el corredor de la muerte en California.

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