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Con su hijo súbitamente paralizado, una madre intenta resolver un preocupante misterio médico

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Erin Olivera esperó semanas para que los médicos le digan por qué su hijo menor estaba paralizado. Lucian, de diez meses de edad, había comenzado a gatear de forma extraña, arrastrando su pierna derecha, y poco después era incapaz de levantar la cabeza para mirar.

La mujer lo llevó a un hospital de Los Ángeles, pero los médicos allí no sabían cómo tratar lo que veían. Las piernas de Lucian estaban blandas como la jalea, y el niño no podía moverlas. Su respiración era acelerada. El lado izquierdo de su sonrisa era asimétrico a medida que sus músculos se debilitaban.

¿Cómo puedo tomar una decisión si ni siquiera sé qué es lo que le ocurre?”.

— — Erin Olivera

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Mientras los especialistas hacían una prueba tras otra, Erin comenzó a pasar sus noches en un sofá de la sala del hospital. Cuando Lucian se quedaba dormido, durante sus únicos momentos a solas entre su trabajo y la crianza de sus otros tres hijos, la mujer lloraba. La realidad subyacente era aterradora: los médicos no podían darle un diagnóstico de lo que ocurría con su niño, paralizado.

“¿Cómo puedo tomar una decisión si ni siquiera sé qué es lo que le ocurre?”, se preguntaba ella. “¿Qué puedo hacer para ayudarlo?”.

Así que, una mañana de julio de 2012, Erin tomó a Lucian en brazos y lo sacó de su cama del hospital; su cuerpo estaba pesado e inerte. Ella apoyó una de sus mejillas sobre su hombro, en una posición que el niño disfrutaba desde que había quedado debilitado.

Lucian Olivera suffers from acute flaccid myelitis, which causes polio-like symptoms.

Erin regresó a casa, al condado de Ventura, pensando que su niño nunca más volvería a caminar.

En los años siguientes, cientos de infantes de todo el país visitaron hospitales con cuadros similares; sin poder mover sus brazos o piernas. Decenas de pequeños han quedado paralizados sólo en los últimos meses.

El cuadro de todos ellos es una misteriosa enfermedad que continúa alarmando e inquietando a los científicos. Ese tipo de parálisis, súbita y devastadora, no se veía en grandes números desde la época de la polio. Lucian, una de las primeras víctimas de la dolencia, desencadenó una investigación entre los médicos para descubrir sus causas.

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Antes de enfermarse, a Lucian le gustaba sentarse en el suelo de la cocina, en su casa en Moorpark, con sus pequeñas manos apretadas contra la puerta de cristal del patio trasero, mientras intentaba ponerse de pie. Rodaba de un lado a otro, y balbuceaba a los perros que se encontraban afuera. El niño que Erin llevó a casa desde el hospital no tenía suficiente fuerza siquiera para arrastrarse, y no siempre podía mantenerse sentado.

Los médicos aún están desconcertados de que nadie se haya dado cuenta antes del posible riesgo de la parálisis.

Cuando cumplió su primer año de vida, tres semanas después de volver a su casa, Erin y su esposo, Israel, mantuvieron erguido a Lucian en una silla alta, con cojines. El niño rió mientras se untaba el glaseado rojo del pastel en su pecho desnudo y su cabello rubio.

Después de que los niños se acostaran, cada noche, Erin e Israel susurraban acerca de Lou-Lou, tal como lo llamaban. Cuando Erin estaba embarazada la pareja había decidido que él sería su último hijo. Querían ahorrar dinero, tal vez tomar unas vacaciones en familia. Erin se concentraría para graduarse de la escuela de enfermería. Ahora, el futuro sólo tenía dudas acerca de su hijo menor: ¿Podría alguna vez conducir un automóvil, casarse o tener hijos? Sus padres lo llevaron a muchos doctores, pero no lograban obtener un diagnóstico, y mucho menos un tratamiento.

Después de meses de terapia física, Lucian finalmente recuperó la fuerza en la mayoría de sus miembros, pero todavía no podía mover la pierna izquierda en absoluto. Cuando gateaba, ésta arrastraba por el suelo.

Desesperada, Erin recurrió a la interminable búsqueda en internet en busca de pistas sobre la condición de su hijo. Entonces, un día, halló un artículo acerca de una docena de niños paralizados. De inmediato pensó en Lucian. La noticia mencionaba al Dr. Keith Van Haren, neurólogo infantil de la Universidad de Stanford, quien había diagnosticado muchos otros casos. De inmediato lo llamó por teléfono.

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En la misma época en que Lucian se enfermó, en 2012, Van Haren se vio desconcertado por el caso de una niña a quien recibió en su clínica, en Stanford. La pequeña, de tres años de edad, había estado en su casa, recuperándose de un fuerte resfriado, cuando de repente no pudo mover más un brazo. Semanas después, éste todavía ‘colgaba’ de su cuerpo como un peso muerto.

La inusual parálisis sacudió a Van Haren. Los médicos la habían tratado como una enfermedad autoinmune, como si su cuerpo se atacara erróneamente a sí mismo. Pero de haber sido así, su brazo no hubiese estado tan flojo, y la parálisis no se hubiera limitado a un solo lugar del cuerpo; Van Haren suponía que otras partes o miembros también estarían débiles. Esto, pensó el especialista, se parecía más a la infame causa de la parálisis: la polio. Pero la enfermedad estaba erradicada hacía ya mucho tiempo en los EE.UU., tanto que la mayoría de los médicos actuales del país jamás han visto un caso. “Sabemos de ella gracias a los libros de historia”, dijo el médico.

La niña había sido vacunada contra la polio. Van Haren no sabía qué decir a sus padres. Cuando contactó al Departamento de Salud de California acerca del caso tan extraño, descubrió que los científicos de la organización ya tenían una corazonada. Un puñado de médicos había visto a pacientes con síntomas similares y, por ello, le habían solicitado a la Dra. Carol Glaser que hiciera pruebas de polio en ellos. “Yo pensé: ‘Es una locura. No tenemos polio aquí’”, cuenta Glaser, por entonces jefa de la sección de encefalitis e investigaciones especiales en el Departamento de Salud Pública del estado.

Glaser determinó rápidamente que los pacientes no tenían polio. También los analizó en busca de patógenos que pueden a veces causar parálisis, como el virus del Nilo Occidental. Todo dio negativo. Entonces decidió comprobar si había en ellos otros virus de la misma familia de la polio, conocidos como enterovirus. En algunos de los pacientes halló un posible culpable: el enterovirus D-68.

Dicho virus era absolutamente inusual, prácticamente nunca se lo había visto desde que fue descubierto por primera vez, en 1962, en cuatro niños de California que padecían de neumonía. A pesar de ser un primo del virus de la polio, se suponía que éste sólo causaba secreción nasal y tos. Van Haren jamás había oído de él. Glaser le pidió al neurólogo que consulte al Departamento de Salud, y juntos observaron más casos de parálisis. Sus hallazgos eran preliminares, pero ¿y si eran precisos? ¿Qué pasaría si hubiera un brote?

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En mitad de la noche, Erin aceleró sobre la Autopista 5 y se dirigió a Stanford. Israel estaba sentado junto a ella, en el asiento del pasajero. Lucian dormía en la parte de atrás del vehículo.

Erin había hallado algo de paz tras visitar a un grupo de sobrevivientes de polio en un centro de alto nivel. Estas personas, que le recordaron a Lucian, tenían vidas plenas y felices. No estamos limitados, le habían dicho. Aun así, la mujer se presentó a la cita con Van Haren, esperando la oportunidad de que su hijo se recupere plenamente.

“¿Qué le ocurrió a tu frente?”, preguntó el niño, cuando Van Haren entró al consultorio. El médico le explicó al pequeño, ya de dos años de edad, que tenía una marcha de nacimiento. “¿Y te duele?”, replicó Lucian. Van Haren respondió que no, y le dijo a Erin y a Israel que la pregunta lo había perturbado. Erin pensó que su hijo había insultado al doctor. Pero Van Haren les explicó que, lejos de una ofensa, la primera pregunta del niño le indicaba que Lucian conocía lo que era el dolor. Después, comenzó a examinar la pierna del pequeño.

Era 2014, dos años después de que el neurólogo hubiera tratado a la primera niña con el brazo paralizado. Ahora, Van Haren, quien tenía hijos pequeños, se había acostumbrado a identificar esa parálisis única y a dar el difícil veredicto. Uno, dos, tres o cuatro miembros paralizados. Comienzo súbito. Sin cambios cognitivos. Lucian se ajustaba a todo ello perfectamente. En cuestión de minutos, Van Haren les dio un diagnóstico: parálisis similar a la polio, probablemente causada por el enterovirus D-68.

La nariz de Erin se enrojeció, tal como le ocurría cuando rompía en llanto. Van Haren le dijo que había otros niños como Lucian, y que los médicos estaban aprendiendo día a día sobre la enfermedad. El pequeño debía continuar con la fisioterapia, pero no había una cura. Era posible que Lucian nunca pudiera mover su pierna izquierda.

Mientras volvían a casa, Erin, de vuelta detrás del volante, aguardó a que Lucian se durmiera en el asiento trasero para comenzar a llorar.

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Cuando Erin e Israel volvieron a casa con el diagnóstico, la misteriosa parálisis comenzó a extenderse. A finales del verano de 2014, el enterovirus D-68 enviaba a niños a las salas de urgencias de todo el país, con insuficiencia respiratoria. Las noticias lo mencionaban como un virus extraño, que causaba un resfriado y era peligroso para los pacientes con asma.

Pero entonces, un chico de 11 años en Texas, saludable y con una fiebre que parecía totalmente normal, perdió la capacidad de caminar y mover su brazo derecho. Una jovencita de 17 años en Santa Bárbara experimentó un severo dolor de cuello en su fiesta de cumpleaños y terminó en el hospital, paralítica del cuello hacia abajo. En Oregon, el diafragma de un niño de 13 años dejó de funcionar y lo obligó a usar un respirador artificial. El chico estaba completamente paralizado, sólo podía mover los dedos de los pies y su mano derecha.

Lo que le ocurría a esos niños era “prácticamente lo mismo que había hecho la polio”, afirmó el Dr. Jean-Baptiste Le Pichon, un neurólogo infantil que trató a cuatro pacientes en 2014, en el Children’s Mercy Hospital de Kansas City, Missouri.

Glaser observaba desde California, mientras el número de niños paralizados aumentaba. La doctora descubrió, con horror, que su teoría acerca del enterovirus D-68 era cierta.

Ese octubre, Van Haren habló en una reunión nacional de neurólogos infantiles. Le preguntó a 300 especialistas cuántos de ellos habían visto estos casos de parálisis en los meses recientes. “Más de la mitad de ellos levantó la mano en el salón”, recordó. Los médicos acuñaron un nombre para el fenómeno: mielitis flácida aguda. “Flácida aguda” se debía a la súbita y total parálisis, y “mielitis” por la lesión a una parte de la médula espinal involucrada en el movimiento muscular, llamada materia gris.

Entre agosto de 2014 y enero de 2015, 120 niños en 34 estados fueron diagnosticados con esta enfermedad, según funcionarios federales de salud. La edad promedio fue de siete años.

Erin deseaba que los nuevos casos dieran lugar a una cura. Pero los médicos sostienen que, aunque los niños con discapacidad pueden recuperar la fuerza en algunas extremidades, por lo general una parte de la parálisis no puede revertirse; tal como la polio. Los científicos creen que un virus viaja hacia la médula espinal y daña allí la función motora, de forma irreversible.

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Sujetando las asas de color rojo de su andador, Lucian, ahora de cinco años, salta y le dice a su hermano Nikolas que se apure a ponerse los zapatos. Los niños gritan, hay ruidos de pelotas y de videojuegos. Los pequeños se ubican a los costados de Erin, y tiran de su falda mientras ella habla con el cajero de Chuck E. Cheese’s. “Necesitamos fichas, necesitamos fichas”, insisten.

Con un año de diferencia, Nikolas y Lucian tienen los mismos ojos redondos y brillantes, y el cabello rubio. A veces, la gente piensa que son gemelos.

Cuatro años después de su hospitalización, Lucian lleva soportes en ambas piernas; el de la izquierda está decorado con diseños de Spider-Man, el de la derecha tiene calaveras. Cuando utiliza su andador, da un paso con la pierna derecha y empuja la izquierda detrás, aún paralizada por completo.

Israel dejó de trabajar para cuidar a Lucian. Erin a menudo trabaja 64 horas por semana como enfermera pediátrica en un hospital, para que la pareja pueda pagar sus cuentas. Erin e Israel abandonaron su plan familiar, sus sueños de comprarle a su hijo mayor un coche para su cumpleaños número 16, o el deseo de tener una casa de vacaciones. sus prioridades se han vuelto mucho más a corto plazo.

Durante el verano, la mayor prioridad fue el jardín de infantes. Ambos sabían que Lucian tendría un buen desempeño académico, porque a menudo les parecía observador y precoz. ¿Pero usaría un andador o una silla de ruedas? ¿Estaría en una clase con necesidades especiales? ¿Podría llegar al baño a tiempo? ¿Necesitaría un ayudante en el salón de clase? Y, la más dolorosa: ¿se sentiría cómodo?

Erin había visto a Lucian jugar solo en los parques infantiles, viendo cómo otros niños corrían. Erin e Israel no durmieron en toda la noche, preocupados acerca de cómo manejarían los posibles abusos y las bromas de sus compañeros.

Lucian es demasiado pequeño para comprender plenamente su discapacidad. Él sabe que no puede correr o caminar por su cuenta, y que eso lo hace diferente a otros niños. Cuando conoce gente nueva, entrecierra los ojos como si estuviera tratando de leer sus caras, de entender cómo reaccionarán ante él. Pero si uno le pregunta por qué usa un andador, él culpa a su hermana mayor. Dice que ella se cayó sobre su pierna y la fracturó hace dos años. Sus padres le han dicho en reiteradas ocasiones que ése no es el motivo de su parálisis, pero él no parece escuchar. Ese entendimiento a medias a veces protege a Lucian del dolor de su lesión permanente. Pero también significa que cada día puede traer una nueva estimación de sus limitaciones de vida.

Hace algunos meses, Lucian le pidió a sus padres que le den una inyección. “Eso arreglará mi pierna y será como la de Niko”, les dijo, en alusión al apodo de Nikolas, su hermano. Erin le dijo una vez más a Lucian que su incapacidad es permanente, que no hay un tratamiento milagroso. Su pierna podría fortalecerse con el paso del tiempo y con ejercicio, pero nunca sería como la de sus hermanos. Con rabia ,el pequeño apretó los labios y tensó sus cejas. También hizo silencio.

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Entre junio y agosto de este año, otros 30 niños en todo el país han quedado paralíticos, y los científicos aún no saben por qué. La Dra. Manisha Patel, quien lidera el equipo de mielitis flácida aguda en los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de los EE.UU., afirmó que la agencia está preocupada por el aumento de casos y su parecido con 2014. Los expertos creen que el número para septiembre y octubre será aún mayor.

Pero no hay mucho que los funcionarios públicos puedan hacer, porque la parálisis sigue siendo un misterio médico. Muchos sospechan que el enterovirus D-68 -que generó severos resfriados en muchas personas durante 2014- también causó la parálisis de ese año. Algunos de los niños enfermos presentaron el enterovirus en sus cuerpos, y los investigadores descubrieron que, al inyectar el virus en ratones, éstos quedan paralizados.

Sin embargo, para confirmar el vínculo, los médicos necesitan hallar el enterovirus D-68 en el líquido cefalorraquídeo de los niños con parálisis, para demostrar que el virus viaja hasta la médula espinal y crea una lesión allí. Todavía no han podido confirmarlo.

Los médicos siguen desconcertados por el hecho de que nadie se haya dado cuenta antes del posible riesgo de parálisis. Algunos creen que no había habido antes casos suficientes del enterovirus D-68 para desenmascarar el terrible efecto secundario; sólo 26 personas dieron positivo en 36 años. Otra posibilidad es que el virus haya mutado recientemente.

Por ahora, los expertos sostienen que el enterovirus D-68 no es suficiente amenaza para crear una vacuna y que mucha gente ya es inmune a él luego del brote de 2014. Además, es posible que vuelva a mutar, lo cual inutilizaría una vacuna. “Hay que contener la respiración y desear que el tema no empeore”, afirmó Van Haren.

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Lucian estaba demasiado emocionado por su primer día de jardín de infantes para comer sus cereales matinales. En lugar de ello, abrió su mochila y sacó carpetas y papeles. Caminar desde la pequeña camioneta hasta la escuela -un proceso ya exigente, ahora con el peso añadido de su bolsa y su almuerzo- lo había agotado a las 8 a.m.

En su nuevo salón de clases, Lucian se sentó con las piernas cruzadas al borde de una alfombra de colores, con su andador a la izquierda. Cuando su maestra tomó lista, él se volvió y le sonrió a Israel, sentado en la parte posterior del aula.

El padre había obtenido el permiso de la escuela para quedarse con Lucian en su primer día, puesto que no estaba seguro de que el pequeño pudiera gestionarse por su cuenta. Cuando Erin dejó el salón, una hora antes, el niño la había llamado con pánico.

Taylor Severn, maestra de Lucian, comenzó a enseñar un juego: los niños bailaban al ritmo de la música y debían detenerse cuando ella sacudía una pandereta. “Voy a ponerme de pie con mi andador”, le dijo Lucian a la clase. La canción comenzó a sonar y Lucian tomó las asas de su andador. Feliz, agitó su cuerpo y pateó. Luego se congeló. Después, volvió a bailar. Cuando Severn apagó la música, los niños se dejaron caer al suelo. Lucian empujó su andador hacia atrás. Se inclinó y puso sus manos en la alfombra para descender. Puso su pierna izquierda sobre la derecha. Juntó sus manos y fijó sus ojos en la maestra.

En el recreo de las 10 a.m., Israel decidió irse a casa antes de lo previsto, ya que Lucian parecía estar muy bien. El hombre observó que su hijo buscaba un juguete en un contenedor del patio, y que extendía su brazo para atrapar una pelota. Los pequeños jugaban con aros y triciclos a su alrededor. Un niño le preguntó por su andador, y él apuntó a su pierna izquierda y le explicó tímidamente que su hermana se había echado sobre ella mientras jugaban.

Israel se acercó a Lucian, quien ahora estaba en la mesa del almuerzo, comiendo un bocadillo de cereal. Besó a su hijo y se dirigió a su auto. Lucian, que hablaba con la niña sentada frente a él, no giró para verlo partir.

Si desea leer la nota en inglés, haga clic aquí.

Traducción: Valeria Agis

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