Anuncio

Reflexión: aprendiendo a ‘arreglarme’

Share

Pensaba que mi vida no era lo suficientemente emocionante.

Lo leo en libros y artículos, lo veo en documentales y películas; personas que hacen lo imposible y luego se publica un artículo o se hace una película en su honor. Yo estaba inspirada, pero no realmente conmovida porque nunca podía entender lo que realmente se siente que algo que no puedes controlar te arrebate todo lo que tienes. Hasta que lo comprendí.

Tenía tres años cuando me uní a mi primera clase de baile. Tenía las manos pegajosas, las mejillas sonrosadas y olía como el zumo de manzana de la tarde. Mientras corría por primera vez hacía mi clase de ballet, sabía que nunca me querría ir de allí.

Anuncio

La sedosa y suave cinta rosa en mi cabello no se quedaba en su lugar, pero de todas formas me sentía especial. Con mis dedos, con los restos de mi bocadillo de mantequilla de cacahuete y jalea de uva, tomaba mi cabello e intentaba construir los peinados recogidos que veía en mi instructora de ballet, Madame Camille. Nunca me salían bien y ella flotaba a través del salón para ayudarme.

Ella olía a talco de rosas y hojas de té negro, y la fragancia perduraba y me hacía cosquillas en la nariz. Cepillaba mi cabello hasta que éste se pegaba sobre mi cabeza, luego lo enroscaba mientras sostenía el broche invisible entre sus dientes. En un movimiento más rápido que las piruetas que hacíamos en la barra, colocaba el broche en el pelo y aseguraba el moño. El moño alto que yo hacía siempre optaba por caer sobre mi rostro.

Asistía a mis clases cuatro días a la semana, durante diez años. Allí conocí a algunas de mis amigas más cercanas, pero más que nada, encontré algo en lo cual era buena. Pasé cada momento libre que tenía practicando la colocación de mis pies y me hice cada vez más fuerte. Entonces, algo cambió.

Había pasado mi vida, desde los tres años, viendo a Madame Camille a veces retener a una niña después de clase. Hablaban en un susurro apresurado, como un viento breve resonando en tus oídos. La alumna saltaba hacia el tocador, como si hubieran retirado un gran peso de ella.

La cálida luz del tocador y el suave bálsamo de vainilla y cera para piso de ballet llenaba mis pulmones con expectativa. Ella nos contaba que Madame Camille le había dicho que estaba lista para sus clases de técnica de punta.

En ballet, la técnica de puntas es la última transición hacia la feminidad. Las puntas son el pastel de manzana con helado de vainilla al final de la cena de Acción de Gracias. En cierto modo, son una nota de agradecimiento. Gracias por no renunciar la primera vez que tus pies comenzaron a sangrar, o cuando tus espasmos musculares te mantuvieron despierta por la noche.

Cuando tenía 12 años, Madame Camille me apartó y me dio la charla de la técnica de punta.

Mis zapatillas llegaron en una caja desgastada, de color amarillo cremoso. Los bordes del cartón eran suaves y olían dulces. Saqué las zapatillas de punta y pasé mi dedo con esmalte rosa sobre la textura lisa y sedosa de éstas. La seda rosa resplandecía en la luz de la mañana y soltaba un cálido halo nebuloso. Entonces miré adentro.
Un bloque rígido de madera con una correa apretada para mantener el tobillo en su lugar me miraba, con ojos brillantes y enojados. “Vas a fracasar”, pareció burlarse.

Pero estaba lista, y me enamoré. Mi cuerpo se estaba transformando y el cisne en mi cabeza se estaba volviendo más hermoso. Mis pantorrillas se endurecieron, mis hombros se clavaron hacia atrás, mi cuello se estiró. Mis extremidades tronaban con cada uno de mis movimientos: snap, crack, crack, pop, snap. Nunca me había sentido más feliz. Esta era la confirmación que necesitaba. Siempre he sido dura conmigo y rechazaba cualquier elogio como un comentario vacío. La técnica de punta me permitió apoyarme en mis habilidades y me sentí que me convertía en el cisne.

Unos meses después de iniciar el trabajo en puntas, estaba jugando tenis durante clase de educación física. Alguien chocó conmigo y, al caer, mi rodilla se salió de su lugar. Cuando golpeé el cemento, mi rótula se fracturó. Las personas me preguntan qué sentí cuando sucedió, y me gustaría tener una respuesta. Para ser totalmente honesta, no sentí nada en absoluto y desearía haberlo hecho.

Todo se movía lentamente y no podía levantarme. El cemento se estaba calentando cada vez más por segundo y mis párpados se cerraron. Sentí como si estuviera quedándome sin aliento, aun así mi corazón se aceleraba y podía sentir mi pulso en mis manos, que temblaban y estaban calientes.

He eliminado de mi mente muchos de los pensamientos del primer mes después de mi lesión. En ese momento seguí con mi educación en casa y estaba deprimida. No quería hablar con nadie, pero ansiaba compañía más que nada. Nunca me había sentido más sola en mi vida. Después de un par de meses más sin que mi rodilla mejorara, me sometieron a una cirugía.

En todo ese tiempo, ignoré las llamadas y mensajes de mi profesora de baile y amigas. El ballet era la única cuestión en la que había sido buena, entonces ¿por qué me lo arrebataban? Todavía no puedo aceptar cómo me sentía.

No, estaba enojada. Estaba enojada porque mis doctores me dijeron que dejara de pensar en el ballet porque no podría volver a bailar. Estaba enojada con mi cuerpo por no ser lo suficientemente fuerte. Estaba enojada porque sentía que había sido traicionada. La única cosa en la vida que amaba más que nada me había sido arrebatada y no había nada que pudiera hacer.

Después de mi cirugía, en abril, mi rodilla estaba arreglada.

Esa es una palabra graciosa, ‘arreglar’; como arreglar un reloj cuyas manos dejaron de moverse. Arreglar esa parte de mi cuerpo fue casi como arreglar un reloj, supongo. Pero arreglar todo en cuanto creía fue todo, menos eso. Había pasado meses escuchando a mi médico hablar con mis padres detrás de puertas que eran, supuestamente, insonorizadas; creyendo que estaba equivocada y rota, y que era incapaz de ser ‘arreglada’. Claro que podía caminar, pero mi mente zumbaba.

Pero no se preocupen por mí. Fue entonces cuando me encontré. Había pasado gran parte de mi vida comparándome con los demás y sintiéndome menos por cosas que simplemente no podía cambiar. No tenía a nadie con quien compararme y estaba tan... feliz. Dejé que mi autocrítica constante descanse, y la dejé ir para siempre.

Mi rodilla me impide hacer muchas cosas. No puedo correr, agacharme, arrodillarme, o ponerme de puntas. Estaría mintiendo si dijera que no me enfado cada vez que veo mis zapatillas de baile, de seda rosa (que con furia arrojé a la parte posterior de mi armario). Todavía sufro ataques de ira y no sé cuándo voy a superar mis cicatrices y el entumecimiento en mi pierna derecha. De hecho, todavía no he superada nada de eso, y está bien.

Es cierto que los seres humanos tratan de darle sentido a las experiencias. Emocionalmente hablando, crecí más en esos pocos meses de lo que había hecho en mucho tiempo. Todavía tratando de darle sentido, me imagino que sería mucho más difícil mejorar si nunca me hubiera encontrado a mí misma primero.

La técnica de punta no era la validación que necesitaba. La verdadera validación para mí era ser feliz conmigo cuando no podía hacer nada en absoluto. Es irónico cómo la primera vez que me sentí orgullosa de mí, no podía hacer eso único para lo cual yo creía que era buena. Ahora, sé que puedo hacer cualquier cosa porque ‘arreglé’ eso que no sabía que necesitaba arreglo: yo misma.


Traducción: Diana Cervantes

Si quiere leer este artículo en inglés, haga clic aquí:

https://highschool.latimes.com/hoover-high-school/learning-to-fix-myself/

Anuncio