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Los estudiantes saben algo que los expertos ignoran: la escuela se trata de la certificación, no del desarrollo de habilidades

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Los padres, maestros, políticos e investigadores advierten incansablemente a los jóvenes de hoy sobre el mercado de trabajo implacable que les espera. Si quieren tener éxito en la economía del mañana, no pueden simplemente pasar por la escuela; deben absorber el conocimiento precioso como una esponja. Pero incluso cuando se acercan a la edad adulta, los alumnos rara vez siguen ese consejo. La mayoría trata la escuela preparatoria y la universidad como un juego, no como una oportunidad para desarrollar habilidades de por vida.

¿Es posible que los estudiantes hayan descubierto algo? Hay una brecha enorme entre la escuela y el trabajo, entre el aprendizaje y los salarios. Si bien el mercado laboral premia las buenas calificaciones y los títulos distinguidos, la mayoría de las temáticas que las escuelas requieren simplemente no son relevantes en el trabajo. La alfabetización y la aritmética son vitales, pero pocos de nosotros usamos la historia, la poesía, las matemáticas superiores o los idiomas extranjeros después de la graduación. La razón principal por la que las empresas recompensan la educación es porque certifica (o “señaliza”) la inteligencia, la ética de trabajo y la conformidad.

Por lo tanto, es sensato, aunque impropio, que los estudiantes se concentren más en cumplir con lo mínimo indispensable que en adquirir conocimiento.

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Casi todo el mundo rinde homenaje a las glorias de la educación, pero las acciones hablan más que las palabras. Consideremos esto: si alguien quiere estudiar en Princeton, realmente no necesita inscribirse o pagar la matrícula. Simplemente puede presentarse y comenzar a tomar clases. Como profesor, les aseguro que hacemos un esfuerzo casi nulo para detener la educación no oficial; de hecho, esos estudiantes infrecuentes y sinceramente interesados tocan nuestros corazones. Sin embargo, al final de los cuatro años en Princeton, a ese alumno no convencional le faltaría algo precioso: un diploma. El hecho de que casi nadie intente esta ruta, ahorrando cientos de miles de dólares en el camino, es una fuerte señal de que los estudiantes entienden el valor de la certificación por sobre el aprendizaje real.

Se pueden ver las mismas prioridades cuando los alumnos eligen sus clases. Notoriamente buscan las “‘A’ fáciles”; profesores que dan calificaciones altas a cambio de poco esfuerzo. En el popular sitio web Rate My Professor, los estudiantes evalúan la “facilidad” de las clases pero no la “utilidad” o la “relevancia”. Y cuando los docentes cancelan las clases, los estudiantes no exigen un reembolso, sino que lo celebran. Debido a que los futuros empleadores no supervisan la asistencia del profesorado, cada conferencia cancelada es una oportunidad para festejar en el presente sin perjudicar las perspectivas laborales en el futuro.

Los académicos y los administradores también perciben la importancia de la señalización, incluso cuando no lo admiten. ¿Por qué otro motivo se molestarían en combatir las trampas? Si la escuela no fuera más que un lugar para que los estudiantes inviertan en sus habilidades, los tramposos literalmente “solo se engañarían a sí mismos”, gastando el tiempo y la matrícula en vano. Sin embargo, si la universidad es principalmente un lugar para convencer a las empresas de que eres digno de un empleo, las trampas tienen una gran cantidad de víctimas. El tramposo que imita con éxito a un buen estudiante no solo estafa a quien lo contrata, también contamina las perspectivas de todos sus compañeros que trabajaron duro para obtener sus títulos.

Los investigadores constantemente encuentran que la mayor parte del rendimiento de la educación proviene de la graduación, de cruzar la línea académica de llegada. El último año de la preparatoria vale más que los primeros tres; el último año de la universidad vale más que el doble de los primeros tres. Esto es difícil de explicar si los empleadores están pagando por las habilidades adquiridas; ¿realmente las escuelas esperan hasta el último año para impartir una formación útil? O consideremos cuán diferente es el trato que dan los empleadores a reprobar a una clase y a olvidar lo aprendido en ella. Si se falla en una clase, muchos empleadores arrojarán a la basura una solicitud de trabajo. Si se aprueba esa misma clase y luego se olvida todo lo aprendido, a los empleadores no les importará.

Estos comportamientos tienen mucho sentido si, y únicamente si, los empleadores están ansiosos por detectar a los trabajadores que obedientemente se ajustan a las expectativas sociales. En una sociedad donde los padres, maestros y compañeros glorifican la graduación, reprobar las clases y abandonar la escuela son actos anormales.

Una de las perversidades más evidentes del mercado laboral moderno es la inflación de credenciales. Mientras que la necesidad de los trabajadores de la educación de hacer un trabajo es bastante estable, la educación que necesitan para conseguir uno se ha disparado desde la década de 1940. Claro, el empleo promedio es más exigente intelectualmente de lo que era antes, pero para los investigadores eso sólo explica el 20% de la creciente educación de la fuerza de trabajo. ¿A qué se debe el 80% restante? Las expectativas de los empleadores han aumentado en todos los ámbitos. Camarero, barman, cajero, guardia de seguridad: estos son ahora trabajos comunes para aquellos con títulos de licenciatura.

A pesar de todos estos signos reveladores de señalización, muchos de mis colegas investigadores se niegan a tomar la idea en serio. Claro, parece que la señalización se ajusta a nuestra experiencia de primera mano. Sin embargo, ¿por qué los empleadores que buscan ganancias basan sus decisiones en meras credenciales en lugar del potencial para desempeñarse bien en el trabajo?

Por empezar, los empleadores no pueden juzgar fácilmente el desempeño laboral hasta que realmente contratan a alguien, y solo pueden contratar a una pequeña fracción de sus solicitantes. Si ignoran a los candidatos menos acreditados, pueden perder algunos buenos trabajadores pero ahorrar toneladas de tiempo precioso.

Una vez que contratan, generalmente tiene sentido no hacer nada. Supongamos que un trabajador con credenciales resulta ser ligeramente decepcionante. Despedirlo por completo sería un mal negocio, porque conseguir un reemplazo lleva tiempo, y el tiempo es dinero. Por lo tanto, un empleado no muy bueno puede beneficiarse de sus credenciales durante años. De hecho, debido a que pocas empresas son administradas por robots insensibles, incluso los trabajadores incompetentes a menudo disfrutan de excelentes recompensas educativas porque sus empleadores son demasiado quisquillosos para despedirlos.

La educación es una industria extraña. Estudias materias arcaicas año tras año, sabiendo que nunca se usará la mayoría de lo aprendido después de la graduación. Sin embargo, los padres, maestros, políticos e investigadores instan a terminar las carreras, y prometen amplias recompensas profesionales por los esfuerzos. A pesar de los muchos graduados universitarios que terminan trabajando como camareros, los expertos tienen, en promedio, razón: los diplomas pagan bien. Lo que los especialistas malinterpretan es por qué. En lugar de escudriñar lo que las escuelas realmente enseñan, se apresuran hacia el relato de que las escuelas transforman a los estudiantes poco preparados en graduados altamente calificados. Los alumnos, mucho más cercanos a la acción, ven lo que está sucediendo: siempre que tengan buenas calificaciones y terminen sus estudios, a los empleadores les importa poco lo que hayan aprendido.

¿Importa por qué la educación tiene sus beneficios? A nivel individual, apenas importa. Sobresalir en la escuela, impresionar a los empleadores, obtener ganancias; la receta funciona. Socialmente hablando, sin embargo, el por qué es de suma importancia. Si, como predican los expertos, los alumnos están acumulando valiosas habilidades, los contribuyentes obtienen un sólido rendimiento de su dinero. Pero si la experiencia real de los estudiantes es la historia real, los contribuyentes están alimentando una inútil carrera armamentista.

El generoso apoyo del gobierno ha causado una inflación masiva de credenciales. La austeridad educativa es el camino más sencillo hacia una economía en la que el aprendizaje laboral serio comience durante la escuela preparatoria, no después de la universidad.

Bryan Caplan es profesor de economía en la Universidad George Mason y autor de “The Case Against Education: Why the Education System Is a Waste of Time and Money”.

Traducción: Diana Cervantes

Si quiere leer este artículo en inglés, haga clic aquí:

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