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Ciudad Juárez está adolorida, pero de pie

Papa Francisco reza cerca de la frontera entre México y Estados Unidos, en la cerca junto al río Bravo, Ciudad Juárez, México, miércoles 17 de febrero de 2017. (AP Foto/Gregorio Borgia)
Papa Francisco reza cerca de la frontera entre México y Estados Unidos, en la cerca junto al río Bravo, Ciudad Juárez, México, miércoles 17 de febrero de 2017. (AP Foto/Gregorio Borgia)
(Gregorio Borgia / AP)
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A unos pasos de la frontera de cristal, por un lado empañada por la de sangre de la violencia de los años recientes y, por el otro, por la de hombres y mujeres que dejaron trunco su sueño de una mejor vida, el Papa Francisco dio un mensaje de esperanza.

Desde un altar monumental situado sobre terrenos de El Chamizal, franja en disputa durante un siglo entre México y Estados Unidos, el jesuita cerró ayer con una misa binacional su visita de seis días por el país. Lo hizo al filo de la línea entre México y Estados Unidos, con la Cruz que los divide y a la vez los une. Cuando el religioso se acercó a ella para honrar la memoria de los que quedaron en el camino, así como la lucha de los que hallaron fortuna, el silencio fue espeso en el aire.

Las canciones se interrumpieron momentos antes cuando el pontífice hizo su arribo cerca de las 16:00 horas. Durante el día, las miles de personas estuvieron cantando y de buen humor, pese al calor que humeaba molleras. Algunos llegaron desde la medianoche.

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“Mi hija me dijo que no podía hacer esto de venir tan temprano, de noche, que era peligroso, pero yo le dije que iba a haber muchos soldados”, contó Ernestina, de Ciudad Obregón.

Algunos llegaron en busca de milagros: Joaquín tiene a un hijo secuestrado desde hace tres semanas en Ciudad Cuauhtémoc y vino a pedir por él. Pagó rescate, pero no se lo han devuelto. Esta ciudad chihuahuense está viviendo una ola espectral de ejecuciones y desaparecidos.

“Lo voy a ver, lo voy a tener otra vez conmigo”, dijo, con la mirada baja. Él estuvo en uno de los cuadrantes en los que se encorraló a los miles de pacientes feligreses que, sin sillas, se sentaron sobre la tierra y tomaron agua en bolsas. En El Paso, la gente se congregó en un estadio, en tanto a las orillas del río Bravo, cientos de indocumentados asistían a aquel acontecimiento histórico.

A ellos bendijo Francisco, quien saludó a los estadounidenses durante su mensaje: “Gracias, hermanos, por hacernos sentir una sola familia y una sola comunidad cristiana”.

En su sermón, el Papa habló de Nínive, tomada por la opresión y la degradación, la violencia y la injusticia. Dios advirtió que sería destruida, por lo que mandó a Jonás para advertirles de que se arrepintieran, lo que sucedió. La analogía con la martirizada Ciudad Juárez, hace años la más violenta del mundo, fue obvia. Los combates, el acoso y los incendios disminuyeron, no así la violencia doméstica, que al parecer ha ido en aumento: germinó la semilla, sordamente.

“Son las lágrimas las que pueden darle paso a la transformación, son las lágrimas las que pueden ablandar el corazón”, dijo Francisco, aunque quién sabe si a Juárez le queden lágrimas. Habló de manera central de la migración, viacrucis bíblico repetido día con día entre México y Estados Unidos, y el dolor que deja en las familias.

“¡No más muerte y explotación!”, expresó el jesuita, con voz cansada, seguro por el maratón nacional. Llegó calmo y así estuvo a lo largo de la esperada liturgia.

Entre los familiares de víctimas de la violencia, a quienes les cambiaban lugares a última hora, lucían vacíos tres asientos. Los padres de los normalistas desaparecidos de Ayotzinapa rechazaron acudir en comisión reducida y menos si no se tocaría el tema, lo que así sucedió: cuando en la comunión alguien intentó mostrarle al argentino el cartel con la palabra “Desaparecidos”, esperando quizá un mensaje que jamás daría, de inmediato elementos del Estado Mayor Presidencial se lo impidieron. El familiar lo intentó de nuevo, en vano.

No fue, sin embargo, una visita de palabras huecas. Francisco guardó formas, pero fue enfático en los temas urgentes: “El que tenga oídos, que oiga. El mensaje es clarísimo”, dijo una fuente de la Iglesia. La gente, esa que años antes lloraba de miedo en sus casas, hoy lo veía contenta, serena.

Al final, el Obispo de Ciudad Juárez, José Guadalupe Torres, le agradeció al Papa la ternura en su visita a la ciudad “que sabe en carne propia lo que son la violencia y la ambición desmedidas”.

Como respuesta, el jesuita recordó el poema “Hermandad”, de Octavio Paz, para hablar de la presencia misteriosa, pero real de Dios, quien deletrea al hombre, y dijo que la noche a veces puede parecer muy oscura, pero que al final resplandece la esperanza, lo que pudo constatar, añadió, cuando a su paso por las calles la gente de Juárez le levantaba a sus hijos para mostrárselos.

“Sus hijos son el futuro de México, cuidémoslos, amémoslos. Esos chicos son profetas del mañana, sin signos de un nuevo amanecer”, pidió y definió a México como “una sorpresa”.

“¿Cuál de todas?”, dijo Marco Cruz, quien tiene a su hijo José Luis trabajando ilegalmente en Los Ángeles. “¿Nos encontró muy jodidos? No es cierto, no escribas eso”.

El atardecer llegó cuando el convoy con el Papa enfiló hacia la Panamericana y la despedida insípida del Presidente. Antes de partir, como siempre, el jesuita pidió que rezaran por él.

Ciudad Juárez, la adolorida, lo hizo. Y está en pie.

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