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Los incendios forestales, una grieta en la paradisíaca mitología del sur de California

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El sur de California es la tierra de los sueños, o eso es lo que dice la mitología al respecto. Llegan nuevos residentes, construyen sobre los cimientos más simples y transmiten a una nueva generación la esperanza de que ellos también puedan creer en este paraíso bañado por el sol.

El tiempo, sin embargo, ha arrojado una sombra sobre este pacto, que a veces parece un romance distante. Sin embargo, todavía se pueden ver algunos destellos de éste, como lo han demostrado los incendios de esta última semana.

Desde el lunes por la noche el fuego ha sido indiscriminadamente cruel; incineró hogares, mató caballos y puso en vilo a muchas vidas. Tocó al magnate y al granjero, al propietario y al inquilino, a jóvenes y viejos por igual.

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Estallando casi al azar, vinculó ciudades y barrios dispares -Ventura y Sylmar, Santa Paula y Bel-Air, Malibu y Bonsall- y forjó una experiencia común entre polvorientos ranchos de caballos en el interior, mansiones costeras, enclaves ocultos de roble y apartamentos con vista al océano.

En este clima y en este paisaje, el fuego ha convertido a todos en iguales.

Pero todos los desastres naturales lo hacen; proporcionan una visión de la vulnerabilidad de los demás sin importar su lugar en la vida. Houston, Florida, Puerto Rico.

Sólo que no se suponía que fuera así, al menos aquí. Se supone que las palmeras no se encienden como fósforos.

“Ningún lugar en el mundo ofrece una mayor seguridad para la vida y una mayor libertad ante desastres naturales que el sur de California”, escribió The Times en 1934.

Estamos aprendiendo que no es así.

“Nunca ha sido fácil vivir en los Estados Unidos”, afirmó D.J. Waldie, autor de “Holy Land”, una memoria de su niñez en un vecindario del sur de California. “No somos únicos, excepto que tenemos la carga de una mitología que presenta a California, especialmente al sur, como un sitio exento de las dificultades, incluso diría de las crueldades, de vivir en los Estados Unidos”.

Pero el fuego es la broma cruel del sur de California, y la ironía es grande: todo lo que hace que este lugar sea especial -las montañas, este clima saludable entre el desierto y el mar- es la razón de la destrucción impulsada ahora por el viento.

Nuestra ingenuidad también es la culpable, la voluntad de olvidar que estos incendios no son nada nuevo. “Amnesia de desastres”, como lo llamó Mike Davis en “Ecology of Fear”.

Sin embargo, abandonar las ilusiones nunca es fácil, sin importar la realidad que nos ocupa.

A diferencia de Nueva York o Chicago -urbes de hormigón y acero-, el sur de California es un paisaje de chaparral entre extensiones de tierra subdesarrollada y libre, con pliegues en las cordilleras transversales: Puente Hills, las montañas de Santa Ynez, las Verdugo, la sierra de San Gabriel, la de San Bernardino y la de Santa Mónica.

Entonces, cuando los vientos de Santa Ana soplan, los labios se resecan y los ojos pican, hay pocas dudas de lo que se avecina cuando comienza un incendio. Los cielos se vuelven naranja quemado; los autos quedan cubiertos de ceniza.

La semana pasada, la escalada fue especialmente rápida.

En la avalancha de noticias, el trabajo de los bomberos se convirtió en un deporte para espectadores, impulsados por las estadísticas: más de 175,000 acres quemados, más de 790 estructuras destruidas o dañadas, 5% de contención.

Las conversaciones triviales fueron rápidamente informadas por el lenguaje de la lucha: “ojos de gato” para denominar las brasas que brillan por la noche, “skunk” para llamar a las furtivas incursiones del fuego más allá de la línea del frente.

Pronto la región sufrió daños colaterales: escuelas cerradas, autopistas clausuradas, aire irrespirable.

Estudiamos la situación, al pasar por ese terrible simulacro: si hay sólo 10 minutos para evacuar, ¿qué llevaríamos con nosotros?

Para aquellos que huyeron de los incendios, quizás fue un violín, un álbum de fotos, la colección de medallas de un vecino. Son sólo cosas, pero son cosas que los hacían ser quienes son, no tan diferentes de nosotros.

Un hombre acababa de regresar a su hogar, en las colinas de Ventura, y vio cómo los últimas lenguas de fuego consumían un piano preciado.

Una pareja cargaba remolques con caballos de mirada salvaje, a las afueras de Ojai, mientras el humo de las llamas inminentes borraban el sol.

Una mujer mayor tenía miedo de perder la casa en Bel-Air que su esposo había construido para ella hace 30 años.

Son extraños, pero es como si vivieran al lado. Dada la naturaleza caprichosa de estos infiernos azotados por el viento -que saltan de una cuadra a otra, cubriendo 15 millas en pocas horas-, también podrían serlo.

Otros tenían cenizas hasta los tobillos, con cielo abierto sobre ellos donde alguna vez habían tenido un techo. Con palas en las manos enguantadas, buscaban cucharas viejas, joyas y herramientas para la chimenea; talismanes de su pasado. Como el plato del Día de la Madre de Avon, de 1982, con una caricatura de un niño pequeño con un ramo de flores silvestres. “Las cosas pequeñas significan mucho”, reza la leyenda en él.

No importa si era Rupert Murdoch con su propiedad de Bel-Air -casi intacta- construida en 1940, con los recuerdos de antiguos propietarios, los titanes de Hollywood, o si era una familia con su casa estilo artesanal -destruida- en las montañas de Santa Ynez, donde se celebraron bodas en el patio trasero. Sus sueños son los sueños de este paisaje, separados sólo por cuestiones de interés. “Me enamoré rápidamente”, afirmó una vez Murdoch al describir su propiedad, valuada en $30 millones; palabras que casi todos han dicho antes.

La afinidad por el lugar -ya sea un rancho de caballos en Little Tujunga Canyon o una casa móvil en el norte del condado de San Diego- atraviesa todas las divisorias y, cuando se quema, quema las ilusiones del pasado, tan tiernamente adheridas a él, tan rápidamente perdido y tan ansiosamente reclamado.

Pero por ahora, la batalla es todo lo que hay, con la tranquilidad de que pronto el fuego cesará. Y lo hará.

“Los incendios son horriblemente dramáticos”, expresó Waldie. “Tienen un arco narrativo con un principio, un medio y un final. Presentan batallas con un monstruo mientras la acción sube y baja”.

Esta historia también tiene sus héroes: los bomberos, por supuesto, sus equipos de apoyo, y algunos extraños en el camino.

Como unos cinco amigos, compañeros de la escuela secundaria que, al ver una palmera incendiarse sobre una casa vacía en Ventura, tomaron mangueras de jardín y se pusieron a trabajar mientras las brasas llovían sobre ellos, bajo el viento. Habían conducido desde Camarillo, atraídos por las llamas y hacia un vecindario a 15 millas de distancia.

Y ni siquiera sabían de quién era la casa.

Traducción: Valeria Agis

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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