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“Dxhiibi”, el miedo irrefrenable del anciano Saúl a un año de sismo en México

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EFE

Hace dos años, Saúl Vicente Villalobos trabajaba como barrendero y hacía huaraches (sandalias) a sus 84 años. Desde el sismo del 7 de septiembre de 2017 en México un dolor le recorre el cuerpo, que de repente tiembla sin control; padece lo que en zapoteco se llama “dxhiibi”, y en español “miedo”.

Cuenta a Efe que apenas dos años atrás solía trabajar por las mañanas como barrendero y por las tardes hacía huaraches de cuero en su domicilio, ubicado en el municipio de Juchitán, en el Istmo de Tehuantepec del sureño estado de Oaxaca, uno de los más pobres del país.

Ahora arrastra los pies para caminar y sus brazos le pesan, un dolor le recorre el cuerpo, le duele la cabeza, le da mucho sueño y perdió el apetito.

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Asegura que el miedo se le pegó al cuerpo desde el 7 de septiembre de 2017, cuando un potente temblor de magnitud 8,2 dejó 98 muertos en varios estados del sur de México.

Esa noche cuando la tierra se sacudió con violencia y derrumbó su casa, creyó que su fin había llegado y se resignó a morir, a alcanzar a su esposa fallecida muchos años atrás.

Pero uno de los dos hijos con quien vive, lo sacó entre escombros de la hamaca donde dormía en el corredor de la casa.

Durante dos meses vivió con sus hijos en la calle, sobre una tarima y bajo lonas refugiándose del sol, la lluvia y el viento, alimentándose y vistiendo de la ayuda humanitaria que llegaba de vez en vez hasta su campamento callejero.

“Me siento enfermo porque siento pena, no tengo casa, no me da hambre, no he podido hacer lo que yo quería, trabajar para apoyar a mis hijos, porque cuando ellos salen a trabajar me quedo aquí solo”, lamenta.

A su alrededor solo se observan trapos viejos, utensilios de plástico, tres sillas y una mesa de madera y a casi un año del terremoto y de haber recibido las tarjetas de apoyo del gobierno federal para la reconstrucción, su casa apenas se levanta medio metro sobre los cimientos porque -ante el elevado costo de los materiales y la falta de albañiles-, sus propios hijos son los peones y constructores de la vivienda que avanza lentamente.

En Juchitán las calles se convirtieron en almacenes al aire libre donde se apilan largas filas de tabiques, bloques de concreto, arena, grava, varillas y toneladas de escombros.

Y en menor grado, ladrillos y morillos de madera rescatados de las casas derrumbadas para su reutilización.

En esta localidad, donde perecieron 36 personas, el terremoto y las miles de réplicas de menor magnitud que le siguieron dañaron más de 20.000 viviendas.

Saúl Vicente no tiene televisión ni radio para saber a conciencia el tamaño del desastre que vive su pueblo, pero le basta caminar las calles aledañas para ver la destrucción en cada esquina.

En la región se reportaron unos 800.000 damnificados en 41 municipios y 3.600 escuelas con afectaciones.

En estos días, maestros y padres de familia realizan mítines de protesta por la lenta reconstrucción de las aulas y miles de niños solo toman clases tres días a la semana, pues se reparten el uso de los salones en buen estado.

El gobierno del estado ha dicho que el costo de la reparación de las escuelas asciende a más de 2.600 millones de pesos (185,6 millones de dólares), pero el presupuesto anual es de apenas 300 millones de pesos (unos 15 millones de dólares).

Sin embargo Saúl no sabe nada de eso, solo sabe que lo perdió todo. Que no tiene casa, no tiene cama, ni ropa. Que se destruyó la mesa de trabajo para cortar y coser sus tradicionales huaraches de cuero curtido, y solo conserva sus hormas.

El anciano extraña a su esposa fallecida 15 años atrás y se siente una carga para su dos hijos varones. Y le embarga la soledad, pues a pesar de que con su esposa procreó una docena de hijos y le sobreviven 7, solo dos están con él.

A unos días de cumplirse el primer año del terremoto, Saúl Vicente sacó fuerza de su interior y decidió buscar remedio para su enfermedad.

Se bañó y caminó hasta la casa de la anciana curandera de 90 años que sabe “sacar el susto y la tristeza” y a quien conoce desde que era un niño.

Compró ramas de albahaca fresca y huevos de gallina criolla que le recogen “lo malo”, así como la pomada para desbaratar los nudos del cuerpo y mezcal, que ahuyenta el miedo y fortalece el espíritu.

Se quiere curar, quiere trabajar, recuperar energía, sentirse útil y comenzar de nuevo para no dejarse vencer como su vecina Concepción que, según cuenta, en abril murió de miedo porque el día del terremoto estuvo a punto de caer a un pozo.

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