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Adrenalina y cadáveres, el día a día del fotógrafo de crónica roja en México

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Nervio y capacidad de reacción, mucha paciencia, olfato periodístico y el deseo contradictorio de retratar la peor tragedia definen a los fotógrafos de la crónica roja en México, una estirpe única en un país donde la muerte ocupa portadas.

“Ya tenemos al muerto. Está en el centro de Tepito”, explica a Efe Luis Barrera, fotógrafo del diario La Prensa desde hace 30 años, en un vehículo que va a toda velocidad, o a trompicones cuando hay tráfico, por la capital y conducido por Julio Vargas, alias J.V., con 50 años de trayectoria y hoy colaborador.

Accidentes carreteros, de avión, explosiones, tiroteos y asesinatos de toda índole llenan el álbum de imágenes de estos dos iconos de la nota policiaca en México, una profesión agotadora y de “alto riesgo”, aseguran, pero adictiva.

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Vargas, por ejemplo, ha cubierto hasta siete “avionazos” y la explosión en 1984 de un almacén de gas en San Juan Ixhuatepec, al norte de la capital, una catástrofe que dejó entre 500 y 600 muertos y miles de heridos.

“Esto fue muy duro, durante 5 o 6 días salieron llamas de unas esferas grandes donde almacenaban el gas. Y había muchos muertos”, relata J.V., quien menos de un año después, en septiembre de 1985, retrató los estragos del terremoto que sacudió la Ciudad de México dejando miles de muertos y desaparecidos.

En busca de la instantánea, los reporteros de la crónica roja tienen choques con policías y familiares de las víctimas, y se exponen a siniestros carreteros en viajes trepidantes en motocicleta o vehículo.

Barrera, por ejemplo, fue arrojado contra un camión durante una reyerta entre policías y comerciantes. “Tuve cinco fracturas”, recuerda.

Hace varios años, la Policía era casi una aliada. Les pasaban datos, e incluso se les prestaba una ambulancia para que “los onces” -así se llamaba a los periodistas en la jerga- acudieran rápido a los hechos.

Esta época dorada de la crónica roja en México, reivindicada recientemente con la figura de Enrique Metinides, ya pasó, pero no las ganas de hacer un buen trabajo.

“Se trata de sacar la fotografía con el mayor contexto posible. (...) Y sabes que el morbo es venta segura, y la gente va siempre a buscar entre más destapado, mejor”, explica Jaime Llera, el Verde, el fotógrafo del turno de noche de La Prensa, con 25 años de trayectoria.

Cada medio tiene su línea editorial y de ello depende qué tan explícita es la imagen. Y pese a la invasión de la intimidad, hay una ética y unas líneas rojas. Por ejemplo, fotografiar niños muertos, coinciden los fotógrafos.

Aunque el trabajo es apasionante, también hay horas de espera e intentos infructuosos.

Antes del crimen en Tepito, Vargas y Barrera -que se informan, entre otros canales, a través de grupos de Whatsapp- han buscado dos sucesos en el sur de la ciudad; un muerto en accidente que quedó flotando en un canal y un cosido a balazos en un humilde barrio.

Pese al GPS, a las llamadas a compañeros y a las preguntas a vecinos, no ha habido suerte, y la fuerte lluvia tampoco ha facilitado el trabajo.

Los fotógrafos de la crónica roja compiten por la mejor imagen, pero ante todo son una piña. Su lugar de reunión, además de la sede del periódico, es la sala de prensa de la Procuraduría General de Justicia (PGJ, fiscalía) de la Ciudad de México.

Liset González es de las pocas periodistas del gremio. Trabaja para el diario Pásala y no cambiaría para nada este mundo al que se adentró tras una década cubriendo espectáculos.

“Es una enseñanza diaria. Este último año he vivido sangre todos los días. Te hace ser más humano y vivir al máximo, aunque se escuche trillado”, apunta.

El asesinato de un joven en Tepito toma al grupo en la PGJ y se lanza por la noticia.

“¿Quién fue Mario? Dime quién fue y te juro que lo mato”, grita, entre sollozos, la novia del fallecido, cubierto con una sábana.

En el barrio bravo de Tepito, una de las zonas más peligrosas del centro capitalino, los ajustes de cuentas a balazos no son novedad. En el enjambre de curiosos hay vecinos, transeúntes y hasta niños con el uniforme de escuela.

Entre todos estos, Barrera y Vargas, con más o menos disimulo, capturan con rapidez la escena; policías, familiares, el muerto en el suelo, las manchas de sangre.

A sus 75 años, Vargas lamenta la escalada de muerte en el país: “Ahora matan tan fácil y se van, sin temor a que los agarren. Se ha superado en grandes cantidades a la policía”.

A pesar de la dureza, ambos hacen su trabajo sin remordimientos: “Te vas acostumbrando. Yo los tomo (en imagen), no los mato. Y no los sueño”, añade Barrera, casado y con una hija.

Se suben al vehículo y se alejan de la escena. Ya en zona segura, revisan el material capturado. Barrera muestra orgulloso una de la instantáneas, tan brillante como brutal.

La novia de Mario destapa el cuerpo y le da un sentido beso a los labios. El momento queda retratado por la lente de Barrera. Y al día siguiente, es portada a todo color en La Prensa: “¡Último beso!”, reza el titular.

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